– ¿Yo? Qué disparate, Neus…, ¿de quién iba yo a enamorarme metidita todo el día en el internado?
– ¡Qué sé yo! Eso se lleva en la sangre. Si no se ven hombres, se inventan, se sueñan… ¡Buenas somos las mujeres! A tu edad, claro.
La intervención de la señora de Parells salvó el apuro de la joven María Rosa Savolta.
– ¿A que no sabéis lo que me acaban de contar? -dijo uniéndose al grupo.
– No, claro que no lo sabemos. ¿Vale la pena?
– Ya me lo diréis cuando lo hayáis oído. Niña, guapa, ¿por qué no te vas a dar un paseo?
– Sé discreta, hija -continuó la señora de Claudedeu a María Rosa Savolta.
– Ve a ver a los señores a la biblioteca, María Rosa -dijo su madre, la señora de Savolta-. Estoy segura de que aún no has saludado a nadie.
– A la biblioteca no, mamá -suplicó María Rosa Savolta.
– Haz lo que te digo y no repliques. Tienes que sacudirte esa ridícula timidez. Anda, ve.
El vejete cubría de besos el rostro del oficinista, que tanteaba en busca de sus gafas. El marino acabó de desplumar la paloma y se la metió en el bolsillo.
– Para desayunar -dijo roncamente.
– Qué ogro -chilló el vejete.
Cuando hubieron acomodado de nuevo al oficinista, éste se quedó mudo y adormecido en sus remordimientos, arrullado en los brazos del vejete. Había desaparecido el chino.
– ¿Cómo se suicidó ese parroquiano? -pregunté a Remedios.
– De un pistoletazo. El insensato nos causó la ruina por ser teatral. Ahora estamos pendientes de la decisión de la policía para ver si nos cierran el establecimiento.
– ¿Y qué harían entonces?
– Las aceras, ¿qué otra cosa sugiere usted? Nadie nos contratará, ya no somos jovencitas,¿cuántos años me pondría usted?
Una mujer obesa, cincuentona, vestida de Manon Lescaut, ocupaba el lugar del chino. Arrancó a cantar con voz de contralto una tonadilla de doble sentido.
– No más de treinta -dijo Lepprince, haciendo una mueca irónica.
– Cuarenta y siete, macho, y no te chotees.
– Pues te conservas muy dura.
– Toca, toca, sin miedo.
El marino arrojó los restos del bocadillo sobre la cantante y el oficinista rompió a llorar en brazos del vejete. La cantante se despegó el pan del vestido, roja de ira.
– ¡Sois unos malparidos, cago en vuestras madres! -gritó con su potente vozarrón.
– Para cantar me basto yo solo -dijo el marino y entonó una balada de ron y piratas con hosca voz.
– ¡Hijos de puta! -tronó la cantante-. Quisiera yo veros en el Liceo, haciendo estas charranadas.
– Ahí me gustaría verte a ti cantando -dijo el vejete, que había soltado al oficinista y gesticulaba, de pie.
– ¡Me sobra de todo para cantar en el Liceo, colgajo de mierda!
– ¡Te sobra finura, putarranco! -aulló el vejete.
– Muchas quisieran tener de lo que a mí me sobra -gritó la cantante y se sacó por encima del escote unas tetas como tinajas. El vejete se abrió los pantalones y se puso a orinar burlonamente. La cantante dio media vuelta y se retiró bamboleante y digna, sin esperar aplausos. Al llegar a las cortinas, tras el piano, se giró en redondo y dijo, solemne-: ¡Te parieron en una escupidera, marica!
El vejete se volvió al oficinista y murmuró:
– No le hagas caso, cielo.
Remedios se sentó en mi silla. Casi caí de bruces contra el suelo si ella no me hubiera prensado entre sus brazos titánicos.
– Esto es un vertedero ahora -comentó-, pero en otro tiempo hubo aquí cosa buena.
Estaba medio asfixiado y pedí ayuda con los ojos a Lepprince, pero éste se había bebido la jarra entera de ginebra y contestó a mi mirada con las pupilas vidriosas y la boca colgante de un pez.
– Fue un lugar selecto -dijo Remedios-. Sí, esto mismo que ahora ves convertido en un festival de groserías. Y no hace muchos años, no vayas tú a creer, apenas tres o cuatro, cuando la guerra no era una engañifa, como ahora.
La mujer del piano, la del traje ceñido y la pierna fuera, rogó respeto para los artistas que se ganaban la vida honestamente y para el público que deseaba ver el espectáculo en santa paz. El oficinista se adelantó hasta el centro del local con los ojos arrasados en lágrimas.
– La culpa es sólo mía, señora. Yo he sido el causante del alboroto y pido ser castigado con todo rigor.
– No se lo tome tan a pecho, joven -dijo la pianista-, ocupe su asiento y diviértase como los demás.
– Venían espías y traficantes de todos los países -dijo Remedios-, venían dispuestos a pasarlo bien y a olvidar la guerra. Sus gobiernos los enviaban a realizar sabe Dios qué trabajos, pero ellos no pensaban en otra cosa.
El oficinista se había hincado de rodillas con los brazos en cruz.
– No me iré sin antes haber confesado públicamente mis pecados.
La pianista dio muestras de inquietud, temiendo sin duda una nueva tragedia, definitiva para el negocio.
– Llegaban juntos, en grupo, y se cachondeaban de la guerra y de sus países y de la madre que los parió. La patrona nos decía cuando los calaba: Chicas, prepárense, que vienen espías. Ya conocíamos sus gustos; eran de distintas nacionalidades, incluso enemigos, pero coincidían, ya lo creo que coincidían, ¡y qué caprichos!
– No tiene nada de malo divertirse un poco -decía la pianista-. Todos somos buena gente, ¿no es cierto? Una picardía de vez en cuando, ¿qué mal puede hacer?
– No es de vez en cuando, señora -dijo el oficinista-. Es casi una vez por semana.
– Muchos se sodomizaron tras esa cortina -me dijo Remedios-. Espías, quiero decir.
De pronto se revolucionó todo.
– ¡Se acabaron las payasadas! ¡Que siga la fiesta!
Era Lepprince quien había gritado. Yo me sobresalté y habría caído de no afianzarme los brazos de Remedios. El francés se había levantado con el rostro encendido, los cabellos alborotados, la camisa entreabierta y los ojos relampagueantes.
– ¿No me oyen? Que siga la fiesta, he dicho. ¡Usted -dirigiéndose al oficinista-, vuelva a su sitio y no dé más la lata con sus plañidos! Y tú -a la pianista-, toca el piano, que para eso se te paga. ¿Qué pasa? ¿No me oyen?
Agarró al oficinista por las solapas de su terno raído y lo llevó en volandas a través de la pista depositándolo sobre el regazo del vejete. A continuación, y sin detenerse a recuperar el aliento, dio un puntapié a la silla del marino. Éste se despertó furioso.
– ¿Qué diablos sucede? -rugió.
– Que me molestan sus ruidos en general y sus ronquidos en particular, ¿está claro?
– Está claro que le voy a partir los morros -dijo el marino sacando su matraca, pero la dejó caer cuando vio que Lepprince lo tenía encañonado con el pistolón.
– Si quiere camorra, le meto un tiro en el entrecejo.
El marino sonrió torvamente.
– Me recuerda esto una aventura que corrí en Hong-Kong -dijo, y se arremangó el pantalón mostrando una pata de palo-. Terminó mal.
La pianista reanudó su trabajo y el hombre del violoncelo, que había seguido impertérrito el desarrollo de los incidentes, tomó el saxófono e interpretó una tonadilla ligera. Las cortinas se descorrieron y dejaron paso a dos hombres peculiarmente fornidos y a una gitanilla cubierta con una capa negra de falsa pedrería.
…Los infelices trabajadores habían llegado a un acuerdo, habían hecho acopio de valor, sus corazones latían al unísono y sus cerebros embrutecidos estaban llenos de una sola idea. ¡La huelga! En unos días, tal vez en unas horas, se decían alborozados, nuestra desventura se trocará en victoria, nuestros males habrán cesado como se desvanece y retrocede la angustiosa pesadilla reintegrándose al mundo de la noche, de donde salió. El nerviosismo les hacía sudar, y no por el esfuerzo, pues aquellos duros y avezados obreros ya no sudaban ni experimentaban el cansancio ni la fatiga aun en los más rigurosos días del verano. Pero, ay, no contaban con la firmeza y aparente omnipresencia de “El Hombre de la Mano de Hierro”, ni con el cerebro frío y calculador del sibilino Lepprince…
– Soy Lepprince. Me manda «el Hombre de la Mano de Hierro».
Vi volverse lívido a Pajarito de Soto. Me miraba como la víctima debe mirar al verdugo que levanta el hacha. Le sonreí, le hice un gesto tranquilizados.
– He leído sus artículos en La Voz de la Justicia. Me han parecido brillantes, pero un tanto, ¿cómo diría?, un tanto apasionados. Bien está la pasión en un joven, no lo niego. Claro que, ¿no juzga usted exageradas sus afirmaciones? ¿Podría probar lo que relata con tan vívidos colores? No, por supuesto que no. Usted, amigo mío, ha recogido tan sólo rumores, versiones unilaterales, inocente, pero desmesuradamente abultadas y deformadas por el ángulo de quien participa, de quien tiene, por decirlo así, sus propios intereses en juego. Dígame, don Pajarito, ¿se conformaría usted con la versión que yo pudiera darle de los hechos? ¿Verdad que no? Claro está, claro está.
JUEZ DAVIDSON. ¿Fueron al cabaret en busca de esparcimiento?
MIRANDA. Oh, no.
J. D. ¿Por qué dice «Oh, no»?
M. No era propiamente un cabaret.
J. D. ¿Qué quiere decir?
M. Era un antro asqueroso. Un vertedero.
J. D. Entonces, ¿a qué fueron?
M. Lepprince quería entrevistarse con alguien.
J. D. ¿Precisamente allí, en ese antro?
M. Sí.
J. D. ¿Por qué?
M. Las personas con las que quería entrevistarse trabajaban allí.
J. D. ¿En qué trabajaban?
M. Eran acróbatas, hacían piruetas circenses. Formaban parte del espectáculo.
J. D. ¿Y para qué quería verlos Lepprince?
M. Para contratarlos.
J. D. ¿Tenía Lepprince intereses en algún circo?
M. No.
J. D. Explíquese.
M. Los acróbatas eran matones a sueldo, en horas libres.
J. D. ¿De modo que fueron Lepprince y usted a contratar matones?
M. Sí.
– Supongo -empezó diciendo Lepprince- que no debo revelar cómo tuve conocimiento de su existencia. Los forzudos se miraron entre sí.
– Es natural -dijo uno de los forzudos-, somos bastante conocidos.