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– Ni el carácter de la propuesta que vengo a formularles.

– ¿Una propuesta? -dijo el otro forzudo-. ¿Qué propuesta?

El francés pareció desconcertado, pero reaccionó.

– Un trabajo que deberían realizar para mí…, para nosotros, quise decir. He oído que realizan ustedes este tipo de trabajo… al margen de sus actividades artísticas.

– ¿Artísticas? -dijo el primer forzudo-. Ah, sí: actividades artísticas, nuestros números. ¿Le han gustado?

– Mucho -respondió Lepprince-, están muy bien.

– Tenemos más, no crea; bastantes más que le gustarían también. Mi compañero los piensa y yo también los pienso, a veces. Así nos salen más variados, porque los pensamos entre los dos. ¿Entiende?

– Ya veo -atajo Lepprince-, pero me interesaría tratar primero el otro tema: el trabajo que les quería proponer.

– Es natural que le interesen estas cosas -dijo el primer forzudo.

– Mi compañero y yo -dijo el segundo forzudo- pensamos siempre números nuevos para no cansar al público. Los que ha visto son números viejos, porque hace poco que actuamos en esta ciudad. Cuando llegamos a un sitio, hacemos los números viejos, porque nadie nos conoce aún, si no nos han visto hacerlos antes, en otro sitio. Pero cuando cambiamos de ciudad… Bueno, cuando cambiamos de ciudad hacemos los viejos, ¿entiende?, porque nadie los conoce.

El francés se volvió hacia mí aprovechando que los forzudos se habían enzarzado en la discusión de un nuevo numero.

– Actúa tú -susurró.

– Yo quisiera que ustedes me contaran esos números nuevos -dije a los forzudos-. ¿Por qué no liquidan su asunto con este señor y luego hablamos con calma de los números nuevos?

Los dos forzudos se volvieron sorprendidos hacia mí.

– ¡Pero si ya estamos hablando de los números nuevos!

En el silencio que se produjo, sonó la voz de María Coraclass="underline"

– Está bien, señores, ¿a quién hay que pegar?

Lepprince se ruborizó.

– Vaya…, es decir… -balbuceó.

– Conviene que las cosas queden claras. ¿Se trata de gente importante?

– No -dijo el francés-, gentecilla de poca monta.

– ¿Suelen ir armados?

– Ni pensarlo, no…

– El riesgo aumenta la tarifa.

– No hay riesgo, en este caso, pero tampoco voy a discutir la tarifa.

– Resuma los datos, si tiene la bondad -interrumpió la gitana.

– Represento a los dirigentes de una empresa -dijo Lepprince-. Supongo que podré ocultar el nombre de mis mandantes.

– Por supuesto.

– Recientemente se han introducido en el sector obrero elementos perturbadores del… buen orden de la empresa. Los tenemos localizados por medio de confidentes leales, ya sabe a lo que me refiero.

– Supongo que sí -dijo María Coral.

– Nuestra intención…, la de mis mandantes, claro, es disuadir a estos elementos perturbadores. Por el momento no constituyen un peligro serio dentro de la empresa, pero la crisis se avecina y su semilla podría prender en el ánimo del elemento trabajador. Hemos juzgado preferible atacar el mal de raíz, en bien de todos, aunque somos opuestos al sistema disuasivo por principio.

– ¿El trabajo incluye localización y seguimiento o nos darán ustedes toda la información?

– Nosotros…, mi secretario, en concreto -me señaló a mí-, les proporcionará la lista de sujetos en cuestión, así como el lugar y momento en que, a nuestro juicio, debe llevarse a cabo su tarea. No necesito decirle que toda iniciativa por su parte, al margen de nuestras instrucciones precisas, podría causarnos un perjuicio considerable y que…

– Nosotros sabemos cuál es nuestra obligación, señor…

– Permítame ocultar mi nombre, María Coral.

La gitana se puso a reír.

– En cuanto a la forma de pago -dijo.

– Mi secretario -dijo Lepprince- vendrá dentro de unos días con la lista de que le hablé y una parte del precio que convengamos. Finalizado el primer trabajo se les entregará el resto del dinero y podrán iniciar el segundo, ¿de acuerdo?

María Coral meditó y acabó asintiendo.

– No hace falta que su… secretario venga otra vez a esta pocilga. Solemos cenar en una tasca, cerca de aquí. Se llama casa Alfonso, la verán al salir. De nueve a nueve y media puede dar con nosotros ahí. ¿Para cuándo la primera visita?

– En breve -dijo el francés-. No se comprometan con nadie. ¿Hay algo más?

La gitana adoptó una actitud provocativa.

– Por mi parte…

– Desearía, en la medida de lo posible -dijo Lepprince evidentemente turbado-, que nuestras relaciones se redujeran a una mera contraprestación de servicios por pago. Cualquier contacto deben efectuarlo a través de mi secretario y, por supuesto, caso de tener complicaciones con las autoridades, dejarán mi nombre aparte así como el de mis mandantes aun en el supuesto de que lo averiguasen. Asimismo, una vez finalizado su trabajo, como es costumbre, abandonarán la ciudad.

– ¿Alguna cosa más? -dijo María Coral.

– Sí, una advertencia: no intenten tomarnos el pelo.

La gitana se rió de nuevo. Cuando salimos a la calle amanecía y soplaba una brisa helada. Nos subimos los cuellos de las chaquetas y anduvimos a buen paso hacia el automóvil, que tardó en arrancar a causa de la congelación de sus líquidos. Recorrimos una ciudad desierta hasta llegara mi domicilio, frente al cual Lepprince detuvo el coche aunque no extinguió el funcionamiento del motor.

– Fascinante mujer, ¿verdad? -dijo Lepprince.

– ¿Esa gitana? Sí, ya lo creo.

– Misteriosa, me atrevería a decir: como la tumba de un faraón jamás hollada. Dentro puede aguardar la belleza sin límites, el arcano latente, pero también la muerte, la ruina, la maldición de los siglos. ¿Te parezco un poco literario? No me hagas caso. Llevo una vida rutinaria, como todo empresario que se precie. Estas aventurillas me enloquecen. Hacia tantos años que no veía amanecer tras una juerga. ¡Vaya por Dios! Lo bien que lo hemos pasado. Oye, ¿te has dormido?

– No, qué va, no dormía: he cerrado los ojos porque me siento fatigado, pero no dormía.

– Vamos, ve a la cama; es muy tarde y a lo mejor has de madrugar mañana. Que descanses bien.

– ¿Cómo nos pondremos de acuerdo para el asunto de las listas, el pago y todo eso? -pregunté.

– No te preocupes por nada. Ya recibirás noticias mías. Ahora vete y descansa.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Descendí del automóvil y me di cuenta entre sueños de que Lepprince no arrancó hasta que hube cerrado por dentro la puerta de la casa.

Cuando la más joven de las cuatro mujeres se hubo ido, las tres señoras juntaron sus cabezas. La señora de Parells, enjuta, pecosa, con el cuello estriado de arrugas y la nariz huesuda y prominente, se puso a cuchichear.

– ¿No sabéis? Hace una semana la policía sorprendió a la de Rocagrossa en un hotel de tercera categoría con un marinero inglés.

– ¡Qué me dices! -exclamó la señora de Claudedeu.

– No lo creo -terció la señora de Savolta.

– Es seguro. Buscaban a un maleante o a un anarquista y allanaron todas las habitaciones. Cuando se los llevaban a la comisaría, la de Rocagrossa se identificó y pidió hablar por teléfono con su marido.

– ¡Qué cara más dura! ¡Parece imposible! -dijo la señora de Claudedeu-. ¿Y qué dijo él?

– Nada, ya veréis. La de Rocagrossa fue muy astuta. En vez de llamar a su marido, llamó a Cortabanyes y él la sacó del lío.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -dijo la señora de Savolta-. ¿Te lo ha contado Cortabanyes?

– No, él no revelaría estas cosas. Son secreto profesional. Lo he sabido por otro conducto, pero es seguro -sentenció la señora de Parells.

– Es un escándalo de padre y muy señor mío -dijo la señora de Claudedeu.

– ¿Y el inglés? -preguntó la señora de Savolta.

– No se sabe nada. También le dejaron ir y se volvió a su barco, como gato escaldado, sin ganas de volver a las andadas. Era un individuo sin importancia: un fogonero o algo por el estilo.

– ¿Por qué haría esa mujer una cosa semejante? -reflexionó la señora de Savolta.

– Cosas de la vida, mujer -dijo la señora de Claudedeu-. Es joven y medio extranjera: Tienen otra forma de ser.

– Además -añadió la señora de Parells-, está lo de su marido, no sé si lo sabéis.

– ¿Rocagrossa? ¿Lluís Rocagrossa? Pues, ¿qué le pasa?

– ¿Cómo? ¿No estáis enteradas? Dicen que…, en fin, que si le gustan los hombres…

– ¡Hija! -dijo la señora de Claudedeu-. Cada día incluyes uno de nuevo en tu lista.

– ¿Qué le voy a hacer? Los calo a la primera.

– Ay, chicas -dijo la señora de Savolta-, no comprendo cómo os gusta hablar de estos temas tan escabrosos. A mí me dan asco estas cosas. No lo puedo remediar.

– Ni a mí tampoco me gustan, Rosa -protestó la señora de Parells-. Os lo cuento porque me lo acaban de contar, pero no para disfrutar con estas porquerías.

– Vamos de mal en peor -dijo la señora de Claudedeu.

…Y ahora debo retener el temblor de mis dedos y refrenar la indignación y el bochorno que siento dentro de mí para relatar del modo más escueto, objetivo y desapasionado, los hechos, los hechos desnudos que acontecieron aquella noche fatídica, pocos días antes de la fecha prevista y ansiada para llevar a cabo la tan esperada, necesaria y justa huelga.

En el curso del conflicto que acabo de describir se había destacado entre los obreros un hombre llamado Vicente Puentegarcía García, hombre de carácter levantado y austero, equilibrado y enérgico, de recta intención y clara inteligencia y, además, de una probidad a toda prueba. Pues bien, a eso de la una de la madrugada del día 27 de septiembre del corriente año, el citado Vicente Puentegarcía García regresaba a su domicilio, sito en la calle de la Independencia, en la barriada de San Martín, completamente tranquilo y muy ajeno al espantoso atentado de que iba a ser objeto pocos minutos más tarde. La noche era deliciosa, apacible. En el cielo puro, límpido, sereno y azulado brillaban tímidamente algunas estrellas, y la democrática calle de la Independencia se veía solitaria, quieta, silenciosa. La plácida quietud y el callado reposo de aquella barriada sólo eran turbados de vez en cuando por las fuertes pisadas del modesto vigilante nocturno, Ángel Peceira, al hacer el recorrido de la demarcación a su cargo, sin que él, ni nadie, pudiera sospechar el trágico drama que en la soledad misteriosa se estaba incubando y que en breve se iba a desarrollar con la más segura impunidad.