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A poco aparece un joven trabajador, recio, fuerte, robusto, de rasgos afilados y pletórico de vida y de ilusiones. Este joven trabajador es Vicente Puentegarcía García, quien, después de asistir a una asamblea de huelguistas, se retira a descansar alegre, confiado. Al llegar al cruce de dicha calle con la de Mallorca, Puentegarcía se para a conversar un rato y fumar un cigarrillo con el vigilante, del que se despide cariñosamente poco después.

A escasos metros del portal de su casa, dos hombres fornidos, de ojos amenazadores, se destacan de la sombra y avanzan hacia él. Puentegarcía se dirige inerme al encuentro de los dos hombres, lento, tranquilo.

– ¡Alto ahí! -exclama uno de ellos, el que parece tener más autoridad y cara de más grosero, de más canalla, de más bandido.

El obrero se detiene. Uno de los hombres consulta una lista proporcionada sin duda por los cobardes instigadores de aquel acto ruin.

– ¿Eres tú Vicente Puentegarcía García?

– Sí lo soy -responde Puentegarcía.

– Pues, síguenos -ínstanle aquellos esbirros inquisitoriales. Y tomándole con férreas manos por las muñecas lo conducen a un rincón apartado y oscuro.

– ¡No me traten así -clama Puentegarcía-, que no soy un criminal, sino un humilde obrero! Pero ya uno de los esbirros ha descargado un fuerte golpe sobre la cara del infeliz. Éste se contrae en una horrible mueca de dolor intenso.

– ¡Dale duro! -exclama el que parece dirigir la partida-. Así escarmentará de una vez por todas.

El desgraciado suplica con los ojos humedecidos por el llanto, pero la brutal tortura no cesa. Llueven los golpes y Puentegarcía se tambalea, mártir del terrible suplicio que los puñetazos le producen, cae al suelo ensangrentado y casi inconsciente. Aun tendido síguenle propinando puntapiés y puñetazos los dos asesinos. El infortunado Puentegarcía, al verse a los pies de aquellos facinerosos, sintió un estremecimiento convulsivo, vio ráfagas de luz, círculos luminosos y espadas de fuego.

Su desventurada esposa, que ha salido al balcón intranquila por la tardanza de su compañero, y advertida por el ruido, se lanza como una loca a la calle, deshecha en lágrimas, hendiendo los aires con puntiagudos y atravesantes gritos de dolor, de consternación tremenda. Los cobardes verdugos huyen al verla venir. Atraído por los gritos acude el honrado sereno. Entre ambos transportan al lecho el magullado cuerpo del obrero, el cual, retorciéndose en un charco de sangre espesa y humeante, aún puede balbucear despreciativo: «¡Miserables! ¡Canallas!»

Al día siguiente no comparece al trabajo Vicente Puentegarcía García, que siempre había sido tan puntual, tan cumplidor, tan irreprochable. Su grave estado le impide advertir a sus compañeros del peligro que les acecha. Así caen, en noches sucesivas, los trabajadores Segismundo Dalmau Martí, Miguel Gallifa Rius, Mariano López Ortega, José Simó Rovira, José Olivares Castro, Agustín García Guardia, Patricio Rives Escuder, J. Monfort y Saturnino Monje Hogaza. Informada la policía de los atentados, ésta realizó pesquisas, pero los rufianes habían desaparecido como por ensalmo y ninguna de las pistas proporcionadas por las víctimas permitió su identificación. Aunque los nombres de quienes movían los hilos de este sangriento e infame teatro de marionetas estaban en el pensamiento del pueblo, nada se pudo probar contra ellos. La huelga no se llevó a cabo y así se cerró uno de los más vergonzosos y repugnantes capítulos de la historia de nuestra querida ciudad.

Por la bruma del barrio portuario deambulé con los sobres a lo largo de aquel septiembre monótono y caliginoso. La primera noche me costó dar con la tasca porque había ido en coche la vez anterior y apenas me había fijado en el trayecto seguido. Encontré a los forzudos y a la gitana finalizando la cena. Ellos me saludaron con alegría. Yo advertí que María Coral, sin afeites, vestida con un sencillo traje de costurera y alejada del ambiente lúbrico de cabaret, distaba mucho de producir el efecto subyugarte que más de una noche me había estimulado. Sin embargo, reconocí, la sonrisa y el hablar de la gitana conservaban el mismo desparpajo que me turbaba.

– Me gustaste la otra noche, ¿sabes? -me dijo María Coral.

Yo había ido a cumplir una misión y tendí el sobre a manos de la gitana.

– ¿No viene tu amo esta vez? -me preguntó con sorna.

– No. Así quedamos, si mal no recuerdo.

– Así quedamos, pero me habría gustado verle. Díselo mañana, ¿te acordarás?

– Como quieras.

La segunda vez que fui a casa Alfonso no llevé un sobre, sino dos. María Coral se rió, pero no hizo comentario alguno al respecto.

– Dile a tu amo -dijo al despedirse- que no le defraudaremos en ningún aspecto.

Y me lanzó un beso desde la puerta que provocó comentarios de los parroquianos. La tercera vez, encontré a los forzudos comiendo a dos carrillos, pero María Coral no estaba con ellos.

– Se ha ido, la muy ingrata -dijo uno de los forzudos-. Nos abandonó hace un par de días.

– Ella se lo pierde -le consolaba el otro forzudo-. Ya me dirás cómo hará su número sin nosotros.

– A nosotros nos da lo mismo, ¿sabes? -me dijeron-, porque podemos seguir haciendo lo mismo. El público viene por nosotros. Sólo que me da rabia que se haya ido después de lo que hicimos por ella.

– De lo que le ayudamos y todo -dijo el otro forzudo.

– La encontramos muerta de hambre por uno de esos pueblos donde actuábamos antes, ¿sabe? Y la trajimos con nosotros por pena que nos dio.

– Pero cuando vuelva sabrá quiénes somos.

– No la dejaremos actuar con nosotros.

– Ya lo creo que no.

– ¿Era la…? -pregunté-. ¿Qué tipo de relaciones mantenía con ustedes?

– Relaciones de ingratitud -dijo uno de los forzudos.

– Relaciones de abandonarnos, después de todo lo que hicimos por ella -concluyó el otro.

Renuncié a sonsacarles respecto a la gitana y les interrogué sobra su trabajo, no el del cabaret, sino el que realizaban por cuenta de Lepprince.

– Oh, va bien. Buscamos al tipo que dice la lista y le damos unos garrotazos. Cuando está tendido le decimos: «¡Para que aprendas a no meterte donde no te llaman!» Eso nos dijo ella que teníamos que decir: «Donde no te llaman». Y nos vamos a todo correr, no sea que venga la policía.

– Casi nos enganchan la última vez. Estuvimos corriendo un rato hasta no poder más y tuvimos que meternos en una taberna a tomar dos cervezas del sofocón que llevábamos. Y mire lo que son las casualidades: en aquella taberna estaba el tipo al que habíamos dado garrotazos la vez anterior. De que nos vio abrió la boca del susto: le faltaban dos dientes que le arrancó éste. Le gritamos: «¡Para que no te metas donde no te llaman!», y el tío salió corriendo. Nosotros también nos fuimos, por prudencia.

Aquella fue la última vez que llevé sobres a casa Alfonso.

– Pensándolo bien -dije-, tu teoría conduce inevitablemente al fatalismo y tu idea de libertad no es sino un conjunto de límites marcados por las consecuencias de unos hechos que son, a su vez, consecuencia de otros anteriores.

– Ya veo por dónde vas -replicó Pajarito de Soto-, aunque creo que yerras. Si la libertad no existe fuera del marco de las realidades (como la libertad de volar, que sobrepasa los límites físicos del hombre), no es menos cierto que dentro de dichos límites la libertad es completa y, según el uso que se haga de ella, se configurarán las condiciones subsiguientes. Tomemos, por ejemplo, la protesta obrera en nuestros días. ¿Me vas a decir que no es un hecho condicionado por las circunstancias? No. Nada más palmario: las condiciones salariales, el desequilibrio de precios y salarios, las condiciones de trabajo, en suma, no podían sino producir esta reacción. Ahora bien, ¿cuál será el resultado? Lo ignoramos. ¿Conseguirá la clase trabajadora el otorgamiento de sus exigencias? Nadie lo puede prever. ¿Por qué? Porque la derrota o el triunfo dependen de la elección de los medios. Por tanto, y ahí mi conclusión, la misión de todos y cada uno de nosotros no es luchar por la libertad o el progreso, en abstracto, que son palabras huecas, sino contribuir a crear unas condiciones futuras que permitan a la humanidad una vida mejor en un mundo de horizontes amplios y claros.

CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926

Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

…Que aun antes de participar directa y personalmente en el hoy llamado «caso Savolta» tuve conocimiento de unos supuestos atentados perpetrados contra diez obreros de la misma empresa. Que se dijo que dichos atentados (ninguno de los cuales sobrepasó una simple paliza sin consecuencias) eran perpetrados por orden expresa de los directivos de la empresa y por mediación de matones, a fin de abortar una supuesta huelga en germen. Que de las investigaciones que se llevaron a cabo (y en las que no tuve intervención alguna) se dedujo que no existían pruebas, ni siquiera remotas, de la participación del capital. Que se sospechaba que los atentados procedían del propio sector obrero y se debían a disensiones internas o a una supuesta pugna por el liderazgo o primacía dentro de dicho sector entablada entre dos destacados alborotadores, un tal Vicente Puentegarcía García y un tal J. Monfort, siendo el primero un conocido anarquista andaluz y el segundo un peligroso comunista catalán y amigo de Joaquín Maurín (véase fichero adjunto). Que a consecuencia de las denuncias interpuestas por uno de los presuntos atacados (creo recordar que se trataba de un tal Simó) y de las ya mencionadas pesquisas, se practicaron con posterioridad algunas detenciones, entre las que se cuentan las de los ya citados Vicente Puentegarcía y J. Monfort, la de un tal Saturnino Monje Hogaza (comunista), un tal José Oliveros Castro (anarco-sindicalista), un tal Gallifa (anarco-sindicalista) y un tal José Simó Rovira (socialista). Que todos o casi todos los antedichos fueron puestos inmediatamente en libertad y que ninguno estaba preso cuando yo me hice cargo del ya citado caso.