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Pero los Románov nunca supieron cuál era su lugar, antes de que se lo mostrara la Revolución…

El resto de la familia parecía un poco recelosa con los Mijaílovich, como si el tiempo pasado en el Cáucaso los hubiese hecho demasiado parecidos a los asilvestrados georgianos a los que supervisaban. El padre de Niki intentó con gran entusiasmo rusificar esa parte del país, negándoles a sus residentes su lengua y obligando incluso a los jóvenes estudiantes a hablar solo ruso en la escuela, so pena de ser castigados, como el joven Stalin, a permanecer toda la mañana en un rincón sujetando una pesada tabla de madera, pero el lenguaje georgiano sobrevivió y los Mijaílovich lo aprendieron. Recuerdo una canción que cantaban, tan evocadora con su sonido oriental, sobre una reina cuya voz meliflua atraía hacia ella a los amantes como las sirenas mitológicas, aunque ella no estaba sentada en las rocas del océano, sino en su dormitorio lleno de cojines, en un castillo junto al río Terek. Y cuando ella se saciaba con la belleza de aquellos hombres, los asesinaba y arrojaba sus cuerpos a las aguas rugientes y veloces.

De los tres hermanos, Sergio era el que tenía mejor voz, y cuando dirigía aquella canción me miraba a mí directamente, como si yo fuera la sirena de helado corazón… Niki me había dicho que Sergio amaba a su hermana Xenia, pero se había apartado dejándole el sitio a Sandro, que la perseguía con tanta agresividad y a quien ella parecía preferir. Yo diría que Sergio era el menos guapo de sus hermanos, que eran todos guapísimos, y probablemente por eso la superficial Xenia había elegido a Sandro y no a él. A Sergio a veces las mujeres le hacían bromas, como los matones del colegio, preguntándole: «¿Por qué eres tan feo?» (que no lo era, en absoluto), a lo que él replicaba, para disimular su dolor: «En eso reside mi encanto». ¿Se había enamorado ahora Sergio de otra chica que no podía pertenecerle?

Porque era Niki quien me perseguía a mí, eso estaba claro; aquel era el motivo por el que venían todos a mi casa y a veces acudían al teatro: Niki quería verme en mis pequeños papeles, como pastorcilla que iba subida en un coche en el escenario en la ópera La dama de picas, o como pequeña Caperucita huyendo del Lobo en La bella durmiente. Una noche, con una cesta en las manos y un pañuelo en la cabeza, el zarevich nos entretuvo bailando mi papel de Caperucita y luego el papel del Lobo, piafando en la alfombra con la punta de sus botas y volviendo la cabeza y mirándonos de lado. Se sabía todos los papeles, los pequeños y los grandes, de la opera y del ballet: tenía una línea telefónica directa con el teatro instalada en su villa de Krasnoye Seló, así que podía oír las óperas interpretadas en el escenario del Mariinski aunque estuviera en el campo. Niki imitaba al lobo que cogía a la niñita y se la echaba al hombro, sujetando con un brazo sus imaginarias enaguas, sus imaginarias piernas que se agitaban. A veces me llamaba «señorita Caperucita», bajando la cabeza y mirándome con la cara larga y seria. «Vaya, señorita -decía-, ¿ha estado usted por esos bosques?»

Cuando nos entraba sed de tanto reírnos yo me escabullía del salón y, usando unas copas hurtadas a la despensa de mis padres, servía champán. Esas veladas a veces se prolongaban hasta las cinco de la mañana, porque a nosotros los rusos nos gustan las fiestas que duran horas y luego dormir hasta el mediodía, aunque una noche nuestra velada se vio interrumpida de golpe cuando el prefecto de la policía vino a decirnos que el emperador estaba furioso porque había advertido la ausencia de su hijo. Un agente seguía a Niki a todas partes, para eterna irritación de este, e informaba a su padre. Al parecer, Niki había pasado de ser el niño afeminado del emperador, a quien llamaban «chiquitina», a un libertino excesivo para Alejandro III, un libertino que sin embargo escribía en su diario: «¿Qué me ocurre?» cuando se quedaba dormido cada mañana hasta el mediodía o más tarde aún. Y ante mi propia metamorfosis de niña a coqueta, mi padre no estaba enfurecido, sino más bien preocupado. ¿Qué riesgos podría correr yo, qué acción impetuosa podía lamentar?

Pero por el momento no había intimidad auténtica entre Niki y yo, aparte de un breve momento en el vestíbulo, donde una noche, mientras se ponía el abrigo de lana, me metió en los faldones como si fuera a abrocharlo conmigo dentro, cerca de él. Olía a colonia (bergamota, romero y cuero), y a mi perfume de violeta, y la temperatura dentro del abrigo hizo que floreciesen todos aquellos aromas. Yo mordí un hilo de su camisa. Niki detuvo mis dientes con un beso. Niki sujetó mis manos con las suyas. Yo me habría tragado su lengua y luego todos los botones de su casaca uno a uno si con eso hubiese podido permanecer tan cerca de él un minuto más. ¡Nuestro cortejo real había comenzado! Pero para mi gran frustración, Niki siguió abriéndose camino hacia mí a través de las cartas más que del tacto: «Perdóname, divina criatura, por haber alterado tu calma». Unas palabras de Pushkin, eso lo sabía yo, porque a Pushkin sí que lo había leído; todos los rusos leían a Pushkin, sus versos eran tan accesibles que incluso para una chica con escasa formación como yo podía disfrutarlos. Las palabras no eran de Niki, pero de todos modos las guardé como un tesoro, aunque yo era demasiado estúpida para comprender que cuando me escribió «piensa en lo que André hizo por amor a una joven polaca», una noche después de la ópera Taras Bulba -en la cual la pasión del héroe por su amada le hace renunciar a su padre y a su país-, que al propio Nicolás jamás se le permitiría dar la espalda a su trono o a Rusia por amor a la joven bailarina polaca Kschessinska II. Eran unas palabras seductoras, pero solo eran palabras, a fin de cuentas. A mí, tan acostumbrada a la fuerza motriz de la danza, al contacto de dos cuerpos, las palabras, expresaran los sentimientos que expresasen, me parecían tan planas como el papel en el que yacían. ¿Cómo hacer que se incorporasen?

Yo no me había dado cuenta, pero las atenciones que tenía conmigo el zarevich no habían pasado inadvertidas para la administración del teatro, que me vio ya preparada para exhibirme en papeles mucho más importantes. En 1890 yo era una simple coryphée que interpretaba el papel del hada Candide en La bella durmiente, pero con el florecimiento de mi talento y el interés que mostraba por mí el zarevich, me promovieron rápidamente a segunda solista, y luego a prima ballerina. En 1893, un año después de la primera visita que me hizo el zarevich, yo ya no representaba el papel de hada en La bella durmiente, sino que debutaba como la propia Aurora, la primera bailarina rusa que hacía ese papel. Sí, el director de los teatros Vzevolozhski y el maestro de baile Petipa estaban ansiosos de complacer a la corte, porque lo único que importaba era el placer de los Románov. Cuando al gran duque Nicolás Nikoláievich no le gustaba cómo se realizaba un galop en el ensayo -por ejemplo, lo que nosotros, los bailarines, llamábamos el galop infernal, que cerraba siempre la sesión de Krasnoye Seló- subía él mismo en persona a demostrar a la compañía cómo debía ser, y los bailarines lo realizaban como quería el gran duque. Todo se hacía al gusto de la corte, y yo de repente me había vuelto de su gusto.

Seamos sinceros. Yo no saltaba bien, no era etérea. Tenía los pies planos, las piernas demasiado cortas (para disfrazar este último defecto hacía que me confeccionaran tutús especiales con la cintura corta y las faldas largas) pero mi público no notaba esas deficiencias. Solo veían que yo era atrevida, que era rápida, que era brillante. Yo era lo que llamaban una bailarina terre-à-terre: atacaba el suelo con mis agudas pointes. Me describían como diamantine, desprendía luz. Y bailaba para una corte a la que nada gustaba más que los diamantes, el brillo, el oro. Además de mi formidable técnica, tenía ese algo inefable que hace de una bailarina una estrella. Cuando aparecía en el escenario nadie podía mirar a ningún otro sitio hasta que yo me iba. Los decorados, la escenografía, los divertissements de los solistas o del cuerpo de baile… nada de eso podía distraer del impacto de mi presencia. Y yo sabía actuar, si esa es la palabra que describe lo que ocurre cuando uno abre la puerta a un papel y se entrega completamente a él, el fondo de lona, la cara pintada del compañero, más real que la muralla del público y los hombres y mujeres sentados allí. Nadie que me hubiese visto como la trágica y embrujada Odette, la reina de los cisnes, o la abandonada gitana Esmeralda podía olvidarlo jamás. Cuando, como Esmeralda, yo miraba al cielo en el último acto, mi dolor y mis celos ante la tradición de Febus transformadas en resignación, no había nadie en todo el teatro inmune a mi pathos. Y cuando languidecía, resultaba muy seductora. Sujetaba a mi cabello una peluca peinada por el peluquero más de moda en aquel momento, Delacroix, y me ponía joyas -al principio de bisutería, pero después auténticas piedras preciosas que me habían regalado mis admiradores- en las muñecas y el cuello, y debajo de mi traje llevaba uno de los corsés de ballenas que había hecho confeccionar especialmente para mí en una tienda de Petersburgo. Era imposible doblarse, tan apretada, pero en el escenario, como en todas partes, estaba de moda entonces la espalda bien tiesa. Después se rieron de mí Mijaíl Fokine y los nuevos coreógrafos, pioneros de un nuevo estilo de baile mucho más suelto, a principios de siglo. En su Petruchka, la muñeca bailarina con el cuerpo tieso y que agita las piernas es una caricatura mía inventada por Fokine, el de la nariz ganchuda, y su pequeña amiguita, esa perra arrogante de Bronislava Nijinska, una chica polaca como yo que tenía un hermano, Vaslav, que se haría mucho más famoso de lo que nunca llegaría a ser ella, a pesar de los aires que se daba. Cuando más tarde se unió a los ballets rusos de Diághilev junto con su hermano, persuadió a los antiguos bailarines de que no llevaran las joyas en escena, porque no se adecuaba al personaje o al traje ir tan adornados. Pero así era como se bailaba en la década de 1890, con corsés, en ballets de tres actos del siglo XIX, para emperadores, káisers y reyes.