La corte ya se había cansado de venerar la música, ópera, literatura y lenguas francesas, italianas y alemanas. ¿Dónde estaba lo nuestro? A principios del siglo XIX hacía furor un juego de salón en el cual los participantes solo podían hablar en ruso, y si uno decía por error una palabra francesa, sus compañeros de juego exclamaban «forfeiture»… ¡en francés!, porque no había palabra que describiera ese hecho en ruso. En la década de 1830, Pushkin nos devolvió nuestra propia lengua, pero el ballet ruso de 1890 todavía estaba dominado por europeos: bailarines italianos importados, maestros de baile franceses importados también (Didelot, Perrot, St. Léon y Petipa) atribulaban al pobre Lev Ivánov, que había tenido la desgracia de ser ruso y por tanto que le pasaran por alto y le pagaran menos como segundo maestro de ballet, por detrás de un francés. Y les digo una cosa: ¿a quién le importa el ballet italiano o francés ahora mismo? Fue Rusia, bajo los Románov, la que perfeccionó el arte, y yo era la primera ballerina rusa, no una de esas chicas italianas que traían para hacer los honores del papel de ballerina mientras las Svetlanas, las Ekaterinas y las Olgas bailaban tras ellas. Yo fui la primera en aprender los trucos de Zucchi y Grimaldi y de Brianza y Legani, el fouetté, el double tour, los entrechats sept royal. Después de mi debut en enero de 1893 como Aurora en La bella durmiente -y ahora mismo me estoy adelantando un poco otra vez-, el propio Chaikosvky vino a mi camerino a decirme que quería crear un ballet para mí. Era como si a una la llamase Dios. Ante mi puerta hizo una reverencia, con la cara muy roja, la barba y el pelo casi completamente blancos, los ojos ribeteados de oscuro muy brillantes, la mano derecha jugando con los quevedos que siempre llevaba colgando de un cordón negro, y con su mezcla habitual de francés y ruso alabó mi interpretación de Aurora. Solo tenía cincuenta y dos años. El año anterior, en la quincuagésima representación de La bella durmiente, le regalamos en el escenario una corona de hojas de laurel de oro. Así era como se honraba a nuestros artistas en la Rusia zarista… con ceremonias y tesoros. Lo recuerdo porque yo misma fui elegida para regalarle la corona. Llegué tarde a la ceremonia entre bastidores, porque estaba flirteando con un trío de grandes duques, y la compañía, que lo sabía, bullía ante el retraso, pero no podía decir nada al respecto. Sí, Chaikosvky pensaba que tenía años por delante para hacer ballets con el gran Petipa, y para montar muchos más espectáculos y cuentos de hadas. Chaikovski, Vzevolozhski y Petipa crearon juntos las tres obras maestras del repertorio del ballet:
La bella durmiente, Cascanueces y El lago de los cisnes, que ahora bailan compañías de todo el mundo, música que se interpreta en pianos desafinados en escuelas de ballet de todos los continentes mientras las niñas practican sus battements y tendus. (¡Qué amable era Chaikovski con los estudiantes! Después de la primera representación de su Cascanueces, en 1882, envió dos cestas grandes de dulces a todos los de la escuela que habíamos representado papeles infantiles en el ballet.) Petipa enviaba a Chaikovski sus notas (todos trabajaban solos) y luego, en los ensayos en el pequeño escenario del teatro de la escuela, hacía que este acortase o alargase su música para adecuarse a los bailes. Petipa se mostraba deferente, porque, ¿qué compositor serio podría soportar trabajar así, tener que meter la tijera a sus frases? La reputación de Chaikovski sufrió un poco al principio por escribir para el ballet. Normalmente hacíamos que escritorzuelos como Pugni, Drigo o Minjus, hombres de la nómina del teatro, ya fuese como compositores o como directores, crearan la música para nuestros pasos. ¿Y quién los escucha ahora? Nadie. Pero todo el mundo sabe tararear una pieza o dos de Chaikovski. Para La bella durmiente, Petipa le mandó unas notas: «Al agitar de nuevo el hada su varita mágica, Aurora aparece de nuevo en escena. 6/8 por 24. Un adagio voluptuoso. Un alegro coqueto. 3/4 por 48. Variación para Aurora». A partir de estos simples detalles, Chaikovski soñó esa música ricamente bordada. ¿Saben lo que le dijo Alejandro III de su música, después del ensayo general con vestuario de su magistral La bella durmiente, interpretado ante un público real invitado? «Muy bonito.» Quizá pensaba que Chaikovski le estaba satirizando en la persona del torpe rey Florestán, que no es capaz de supervisar adecuadamente a sus cortesanos y por tanto condena a su corte a cien años de sueño. El músico se deprimió durante días; siempre creyó que cada uno de sus triunfos fue un fracaso. Después del debut de su ópera Reina de Picas iba andando por las calles desesperado hasta que oyó que tres jóvenes oficiales cantaban las notas de una de sus arias. ¿Qué música habría creado Chaikovski para mí? ¿Qué historia (porque él creaba la historia de sus ballets también, el libreto de El lago de los cisnes era un pastiche propio de cuentos de hadas y fragmentos de óperas wagnerianas) habría soñado para adaptarse a mis talentos? Quizás Ondina, el ballet que pensaba componer desde 1886; quizá yo habría sido la inspiración final que él necesitaba… Pero nunca lo sabremos, porque Chaikovski murió en la epidemia de cólera de aquel mismo año. A pesar de los enormes carteles que se habían colocado por la ciudad en todas partes advirtiendo que no debía beberse agua sin hervir, Chaikovski pidió un vaso de agua en un restaurante y se lo bebió como un hombre que desea morir, una historia que a mí me asombraba, porque yo era joven y no sabía nada todavía de la vergüenza entrelazada con la encarnación del amor. Cuando fui al apartamento de su hermano, Modeste, donde Chaikovski estaba tendido vestido con un traje negro en un ataúd bajo, forrado de satén blanco, no pude comprender cómo un hombre de su edad, que a mí me parecía tan grande, pudo dejarse llevar de ese modo por la pasión. Yo sabía que Chaikovski amaba a los hombres, pero lo que no supe hasta más tarde era que estaba enamorado de su propio sobrino, y que aquel amor no era correspondido, algo mucho peor aún que estar prohibido. ¿Era igual de desesperado mi caso? Antes de besar la pálida frente de Chaikovski, con todos sus pensamientos de amor ya borrados, alguien que estaba de pie a la cabecera del féretro limpió la nariz y la boca del compositor con un trapo empapado en ácido fénico, y nos dijeron que escupiéramos en un pañuelo propio después de darle nuestro último beso. ¿Qué temían que contrajésemos, su enfermedad o su tormento? El emperador dio permiso para que el funeral se celebrase en la catedral de Kazan, para la que se necesitaba una entrada, como si fuera una representación, pero para este adiós nadie la precisó. Este adiós era solo para los íntimos, para sus compañeros artistas.