No, Chaikovski nunca escribió un ballet para mí, pero había muchos papeles existentes listos para que los encarnase. Uno que codiciaba especialmente era Esmeralda, la protagonista del ballet basado en la obra de Víctor Hugo Notre Dame de París, el de la bailarina gitana que pierde a su gran amor, Febus, por otra mujer. Aunque yo lo deseaba, no conseguiría bailarlo hasta 1899: todavía no había aprendido a dirigirme al zarevich y a la corte para conseguir lo que quería en el teatro. A los veinte años aún era la chica obediente que escuchaba al regisseur, al maítre de ballet, al directeur. Sí, yo estaba loca por interpretar a Esmeralda, pero Petipa no me dejaba. «Escúchame, ma belle», empezaba cuando se lo pedía. Llevaba cincuenta años en Rusia y todavía hablaba solo francés. En la corte no era ningún problema, porque todos hablaban ese idioma, pero sí que lo era para nosotros en el teatro, donde, aparte de los términos de ballet, que siempre eran en francés, lo que conocíamos mejor era el ruso. No es raro que a Petipa se le diera tan bien la mímica. En su ruso defectuoso me dijo: «¿Tú ama?». Y cuando le aseguré que sí, que amaba, se acarició el bigote encerado. «¿Tú sufre?» A lo cual respondí: «Claro que no». Era una respuesta equivocada; solo un artista que comprendiera el sufrimiento que acompañaba al amor, me dijo, podía bailar aquel papel. El sabía de qué hablaba. Había estado casado dos veces y tenía aventuras con todas, desde una costurera a una bailarina.
Un día yo sufriría, y un día Esmeralda se convertiría en mi mejor papel.
Era su muñeca que había cobrado vida
Pero en 1892 yo no sufría. El zarevich me visitaba en casa; me enviaba rosas y orquídeas a mi palco en las carreras de caballos del domingo, en la escuela de equitación Michel; me ofrecía pequeños regalos, joyas, un broche de oro, unos pendientes de esmeraldas, que al principio rechazaba, pero cuando vi que mis negativas le entristecían -y al fin y al cabo, me gustaban mucho aquellas chucherías- cambié de manera de actuar, felizmente. La codicia triunfó en mí por encima de los modales, y no por última vez. Sí, la timidez del zarevich y mi inocencia fueron buenos compañeros en su largo cortejo. Mi deseo por Niki todavía no era del todo el deseo de una mujer por un hombre, sino más bien el de una niña por el trofeo más importante que puede exhibir ante los demás con regocijo. Mis padres se habían ablandado un poco al ver que el cortejo de Niki beneficiaba a mi carrera, y mis hermanos estaban emocionados ante las posibilidades que tal alianza prometía para ellos. Aunque yo aceptaba las atenciones del zarevich «fuera» del escenario, parecía que las llevaba conmigo también sobre este, y ser la favorita del heredero aumentaba mi atractivo y el de toda mi familia. Los abonados balletómanos luchaban para conseguir entradas para las noches en que los cuatro Kschessinski actuábamos juntos en el mismo ballet. Una noche mi padre actuó como rey Florestán XIV en La bella durmiente, yo como Aurora, mi hermana como un paje del Hada de las Lilas y mi hermano Iósif era el príncipe Fortuné, un papel pequeño como porteur de Cenicienta en el divertissement del tercer acto.
Luego, una noche en el teatro, entre los actos II y III de Copelia, acabó mi larga infancia. Acababa de salir de escena junto con el amigo de mi padre, Stukolkin, que representaba al doctor Copelius -un papel que mi padre también representaba a menudo-, y yo a Swanhilda disfrazada de la muñeca Copelia, que el solitario doctor había fabricado para sí como hija, igual que Gepetto en el cuento de Pinocho se hizo una marioneta para que representara a un hijo suyo. Copelia había engañado al doctor para que pensara que era su muñeca que había cobrado vida; Stukolkin representó su asombro y luego su furia al verse engañado, y yo pensé que sus jadeos mientras corría detrás de mí y bajaban el telón eran fingidos, para obtener un efecto cómico. Con su calva de goma pegada a la cabeza, dos grandes mechones blancos de pelo agitándose ante cada oreja, los quevedos bailándole encima de la nariz, empezó a cogerse a los bastidores que había entre bambalinas y con la otra mano se agarró el brazo izquierdo. Debajo de su maquillaje anaranjado, su piel era como una máscara brillante y blanca. Y entonces, con un hondo suspiro, cayó al suelo, y el trozo de lona pintada que había agarrado quedó libre al abrirse su mano; cuando cayó, víctima de un ataque al corazón, movió todo el atrezzo del escenario, y la propia cabaña con su techo de heno. En aquellos momentos, mientras yo me arrodillaba junto a él con mi traje de muñeca, vi que sus ojos detrás de las falsas gafas se ponían turbios. La gruesa pintura facial cubría su rostro como una máscara de porcelana, y con aquellas pupilas vidriosas era él quien parecía un muñeco. Los columnistas cantaron sus alabanzas a la semana siguiente: «Murió como un soldado en su puesto, sirviendo al arte que amaba apasionadamente, hasta el último minuto». ¿Era aquello lo que quería yo, una vida vivida solo en el escenario? ¿Un asunto amoroso que parecía alojarse solo allí, solo de cara a la galería? Porque Swanhilda se había disfrazado de Copelia no solo para engañar al pobre y ofuscado doctor, sino también para recuperar la atención de su pretendiente, Franz, que había quedado prendado de la bonita y nueva muñeca que el doctor había colocado, como si estuviera leyendo un libro, en el balcón de su casa. El zarevich, comprendí yo, era también una bonita muñeca colocada en «mi» balcón, el escenario del Mariinski, o el escenario más pequeño de la casa de mis padres, donde yo debía de parecer algo mucho peor que una muñeca: ¡una niña! Si quería que el zarevich me viese como una mujer real, tendría que romper el abrazo de mis padres. Necesitaba mi propia casa… ¡y rápido! Porque, después de todo, uno no vive eternamente.