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Por sí mismo Niki quizá nunca habría sugerido aquello. Estaba en su naturaleza dejarse llevar, como un pequeño barquito de vela en aguas cálidas y sin corrientes. Nuestro pequeño asunto amoroso finalmente habría acabado entre los altos juncos de un pantano cuando él se hubiese enamorado de otra persona, quizá de una cantante de ópera, o de una kamer-freilini, una doncella de la corte. Pero no estaba en mi naturaleza dejarme llevar. De modo que después de una noche de apasionados besos, y tras indicárselo yo, por supuesto, Niki accedió conmigo a que sí, que suponía que ya era hora de que yo tuviese mi propia casa. Y así fue como aprendí que Niki, el barquito de vela, necesitaba un empujón.

Al zar Alejandro no le parecía bien cómo se desarrollaba aquello. La relación que tenía Niki conmigo, de repente se volvió demasiado seria para él. Un flirteo con una chica polaca limpia, una bailarina jovencita, bueno; un entreacto, sí. Pero hacerla amante suya, establecerla en una casa, eso no. El emperador era notoriamente puritano. En la capital se decía en broma que Alejandro III era el único marido fiel a su mujer. No quería que el heredero pareciese establecer un hogar en Petersburgo conmigo, darme hijos, como habían hecho sus dos tíos con sus amantes bailarinas y como había hecho también su propio padre con la princesa Ekaterina. Mi padre sentía lo mismo, por supuesto.

Recuerdo estar de pie junto a la puerta del estudio de mi padre durante unos momentos, reuniendo todo el valor necesario para contarle mi intención de establecer una casa con el zarevich, mi intención y las esperanzas que tenía mi padre para mí a punto de colisionar. Yo no era una chica de clase baja: mis padres se movían en los mejores círculos polacos católicos, mi padrino era el señor Satrakatch, propietario de la mayor tienda de ropa de cama de Petersburgo. Mis padres esperaban que hiciese una buena boda. Mi madre, suponía yo, al ser una mujer comprendería lo que tenía que hacer por amor, pero estaba equivocada en eso; ella se apartó de mí durante años, negándose incluso a ver mi nueva casa. Cuando iba a la Perspectiva Liteini a ver a mi familia, ella se quedaba en su habitación y no enviaba mensaje alguno… Pero yo no podía prever entonces todo aquello. No: junto a la puerta de aquel estudio, antes de entrar, solo me preocupaba que iba a romper el corazón a mi padre, de modo que dudaba. En aquellos momentos quería entrar en el estudio a gatas y esconderme debajo de la enorme mesa de mi padre, como cuando era niña, cuando solo el calor de sus pies y el sonido de su aliento mientras escribía o dibujaba en un papel alguno de sus inventos me proporcionaba un consuelo inconmensurable. Yo quería ser niña de nuevo, sentarme en las manecillas de un reloj que se fuera moviendo hacia atrás. Estuve allí tanto tiempo que mi hermana Julia, que se había quedado esperando en nuestro dormitorio, vino a buscarme. Cuando me vio allí de pie, impasible y silenciosa como un champiñón bajo las hayas esperando que alguien lo recogiera, levantó la mano y llamó ella misma a la puerta. Creía que mi asunto con el zarevich garantizaría la buena suerte a toda nuestra familia, de modo que entró en la habitación pasando a mi lado y le dijo a mi padre lo que yo tenía miedo de contarle: «A Mathilde la va a mantener el zarevich». Los tres nos quedamos en silencio mientras el reloj hacía tictac, el péndulo oscilaba, el cuco salía con su lengua de madera y piaba doce veces. Un presagio: el grito del cuco te dice cuántos años te quedan por vivir. Pero aquel era un pájaro de madera, metido en un reloj. La cara de mi padre se arrugó encima de su enorme mostacho encerado, la elegante postura erecta se derrumbó un poco. Finalmente dijo:

– ¿Te das cuenta de que el zarevich jamás se casará contigo y que vuestro idilio será corto?

Yo asentí. Comprendía y no comprendía. ¿Quién lo comprendo todo n los diecinueve anos? Escondida en la manga llevaba la pulsera de zafiros y diamantes que el zarevich me había regalado como anticipo de nuestro nuevo estado, y el cierre de oro me pellizcaba impaciente en la piel.

¿Sufren los padres de todas las amantes como sufrieron los míos? ¿Lloró el padre de la bailarina Anna Kuznetsova cuando el gran duque Constantino Nikoláievich construyó para ella lo que ahora se iba a convertir en mi casa?

Mis padres nunca me visitaron en la Perspectiva Inglesa número 18, por principios. La casa tenía dos pisos, y detrás de ella había dos jardines vallados, uno puramente ornamental repleto de flores y otro convertido en huerto, con una hilera de verduras, un establo y un granero; más allá de ese segundo muro de piedra se encontraba el palacio de uno de los muchos tíos del zar. ¡Qué cerca dormiría yo de los Románov! El tío abuelo de Niki, Constantino, esperaba casarse con su amante, pero el zar le negó el permiso para divorciarse de su mujer. Por supuesto, Constantino podría haberlo hecho de todos modos, pero entonces habría quedado despojado de su título, sus ingresos, sus propiedades, su país… ¿y qué le habría quedado entonces? Una nueva vida en el exilio y una pobre compensación. De modo que sufrió tranquilamente la incierta posición de su amante y la de sus cinco hijos. Sin embargo, antes de su muerte, consiguió que ella y los hijos fueran ennoblecidos por un ucase del zar. En Rusia, el lugar que uno ocupa puede cambiar en cualquier momento: un decreto del zar, por ejemplo, es una vía. Para las mujeres se hacía a través del matrimonio; para los hombres, trepando la escala de la Lista de Rangos de Pedro el Grande. Uno entraba al servicio del Estado en el rango catorce, y cada año acumulaba más chin o rango, hasta que se llegaba al quinto, y entonces se conseguía el derecho a ser llamado Su Señoría. Después, los cuatro rangos superiores estaban llenos de hombres a los que había nombrado directamente el zar, y se les otorgaban títulos hereditarios. Estos no eran miembros del séquito imperial, no eran príncipes ni barones, pero eran nobles, y se habían ganado el derecho a que se dirigieran a ellos como Excelentísimo o Su Excelencia, y sus nombres se añadirían a la lista de los que recibían invitaciones para los doce bailes del Palacio de Invierno. Anna y sus hijos tenían tal derecho. ¿Por qué no podía ser también mi caso, al final?

Sí, el número 18 de la Perspectiva Inglesa era una dirección con una historia muy intensa, una historia que me afectaba particularmente, aunque de sus duras lecciones, por supuesto, yo no aprendí nada. Porque el viejo gran duque, un comandante de la marina de bello rostro, temía siempre ser asesinado como su hermano el zar Alejandro II -mutilado en la calle por revolucionarios que le arrojaron una bomba, los terroristas de Voluntad del Pueblo-, de modo que en la planta baja había colocado unos postigos de acero especialmente diseñados, tan gruesos como la quilla de acero de los buques que él dirigía. Las habitaciones de esa planta, aparte de esto, estaban decoradas con un moderno estilo europeo, con gruesos espejos, consolas francesas y delicados sofás. El dormitorio que reservé para mí fue la única habitación que me molesté en cambiar. Como una niña que mima a una de sus muñecas y olvida todas las demás, no cambié ni un ápice ninguna habitación de la casa. Para mí el dormitorio era la única importante: mi destino quedaría determinado allí. ¿Merecería yo todos los rublos que Nicolás estaba dispuesto a gastarse en mí?

Él pagaba el alquiler y también el salario de mis tres sirvientes, tres, mientras que el Palacio de Invierno tenía seis mil cuando la familia real residía allí. Esa era la comidilla de la capital. Recuerdo que una noche volvía a casa desde el Mariinski y pasé junto a mi hermano Iósif con su bicicleta, llevando sus chanclos de fieltro gris y un abrigo forrado de piel, y me dijo que debía darme prisa, que alguien en la calle le había dicho que el zarevich ya iba hacia mi casa. Toda la ciudad conocía mis asuntos. En el teatro, aquel año, el día de San Nicolás, el público se rio cuando el barítono en Iolanta cantó: «¿Quién puede compararse con mi Mathilda?». Si la corte hubiese sabido que en las visitas de Niki a mi casa de mala reputación no se sentaba en mi pequeño sofá, sino solo, en la butaca Luis XIV que estaba enfrente, como si no fuésemos más que conocidos formales y él hubiese dejado su tarjeta en la bandeja de la entrada… El hecho de establecer nuestra nueva casa inhibió el flirteo, en lugar de hacer que avanzase. Me di cuenta demasiado tarde: era un hombre al que le gustaba «soñar» con el amor, al que le gustaba «la idea» de una mujer, pero no la mujer misma, ya que prefiere a una bailarina de piel blanca que baila al otro lado de las candilejas, una amante que es virgen, que vive en casa de sus padres. Yo había cometido un error, quizás. Había calculado mal. Pero ahí estaba, sentada en la casa que él pagaba. Y ahí estaba sentado él, con su traje de gala, su levita con las trenzas de oro, la amplia y blanca pechera de la camisa con el cuello almidonado cortado en ángulo agudo. Su cuerpo apartado del mío, fumando sus cigarrillos delgados en su boquilla con la mano izquierda y con la derecha acariciándose el bigote mientras me decía que se atormentaría toda su vida si me arrebataba mi virginidad, que si yo no hubiese sido virgen él no habría dudado en hacerme el amor. Aunque yo era una ingenua supe que aquello no era más que una excusa, si bien no estaba segura de cuál era el motivo. ¿Qué objetivo teníamos yo y aquella casa, si no era la consumación? ¿Por qué la había alquilado para mí?, ¿por cortesía simplemente, porque yo se lo había pedido? Empecé a desear no haberme trasladado nunca de casa de mis padres. Echaba de menos la cama que compartía con mi hermana y nuestras cenas familiares hasta altas horas de la noche, cuando todos habíamos vuelto del teatro, en las cuales, hablando unos con otros, rivalizábamos por contarle a mi madre a quién se le había corrido la peluca y quién se había olvidado tal o cual paso y cómo un tramoyista había empezado a girar la manivela y enviar ramas y hojas volando antes de que tocase. Mi padre empleaba su considerable talento como mimo para demostrar exactamente cómo Pavel Gerdt, un poco mayor ya con casi cincuenta años para interpretar al príncipe en El lago de los cisnes, había aterrizado con los pies planos y resoplando después de dar un solo salto que no costaba ningún esfuerzo. Era tan viejo que cuando Petipa coreografió el pas de deux para él y su Reina Cisne, el adagio tuvo que convertirse en un pas de trois, con el amigo del príncipe, Benno, bailando casi rodo, mientras Gerdt se limitó a levantar a la bailarina como porteur. Nos reíamos, solo la familia, en la intimidad y felices unos con otros, y mi padre finalmente sacaba una botella de coñac. Pero ahora yo estaba sola, incómodamente sentada con aquella nulidad con frac, y ellos seguían juntos aún, ignorando mi zozobra. Mas no podía volver y enfrentarme a la humillación que hubiese representado mi retirada, mi retirada tan pública como mi avance, los cotilleos de que incluso teniendo privacidad y oportunidad yo había sido incapaz de atraer al zarevich hacia mi lecho. Y mucho peor aún, yo tomaba todo aquello como una prueba de que sus sentimientos hacia mí no correspondían a los que yo sentía por él, y pensaba que de buen grado o por la fuerza podría hacer que los suyos creciesen. De modo que empecé a darle la lata, una conducta siempre atractiva en una mujer.