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Más tarde, en París, después de la Revolución, cuando fueron publicados sus diarios, yo leí todas las anotaciones, pasando por alto los asuntos privados de su corazón. Ya lo sé. De todos los grandes acontecimientos anotados en esas libretas, la coronación, la terminación del Ferrocarril Transiberiano, el Domingo Sangriento, yo buscaba solo las menciones a mí. Algunas de las primeras anotaciones, por supuesto, ya las había visto. Era una costumbre rusa que el novio compartiese sus diarios con la novia cuando estaban a punto de casarse, para revelar su vida anterior y cualquier relación o contacto que contuvieran. Tolstói lo hizo con su esposa, Sonia, y Niki lo hizo con Alix, que empezó a escribir en las páginas, y que escribió en su noche de bodas: «Al fin unidos, unidos para toda la vida». ¿Tenía pues algún significado que Niki compartiese sus diarios conmigo? No me los dejó, yo no cogí una pluma y escribí en ellos para que lo viera la posteridad, sino que me leyó algunas cosas. Con mi primera aparición, en 1890, me leyó algunas notas: «Charlando junto a su ventana con la Pequeña Kschessinska» o «me gusta mucho Kschessinska II», pero más tarde, en 1892, me leyó: «Hace ya tres años que me enamoré de Alix H. y constantemente acaricio la idea de que Dios me permita casarme con ella algún día… Pero desde el campamento de 1890, he amado apasionadamente a la Pequeña K».

Ella era el «algún día». Yo era el aquí y ahora, y quizá más allá. Pero hasta 1893, cuando Alix rechazó la primera proposición de matrimonio de Niki, yo no triunfé realmente. En el diario de aquel año, Niki apuntó el relato de su fallida empresa e incluyó en su anotación algunas líneas de la carta de Alix en la cual proclamaba que era «un pecado cambiar las creencias en las que me han educado y que tanto amo». Para casarse con el heredero al trono ruso ella debía convertirse a la Iglesia ortodoxa rusa, y eso no quería hacerlo… aunque yo lo habría hecho en un abrir y cerrar de ojos. ¿Dónde hay que firmar? ¿Ante quién me inclino? ¿Qué estatua tengo que besar? Alix era luterana, y toda su religión era una reacción contra la Iglesia ortodoxa y sus espectáculos, sus ídolos, sus vestiduras historiadas y su insistencia en la necesidad de un sacerdote como intercesión para llegar a Dios. Alix podía hablar con Dios por sí sola, en su propia iglesia sencilla, danke schön, en la cual se había confirmado solo dos años antes, y ese sacramento era tan importante para ella como el del matrimonio. ¿Cómo iba a renunciar a él ahora, de repente? Pero no podía ser luterana y al mismo tiempo la futura emperatriz de Rusia… El emperador era la cabeza visible de la Iglesia ortodoxa, y cualquier heredero al trono debía nacer de una madre ortodoxa. El calendario anual de la corte rusa se regía por las observancias ortodoxas. Era imposible que la emperatriz fuese luterana. De modo que los padres de Niki, a quienes de todos modos no les gustaba demasiado Alix, y que habían estado reservándose su permiso para la unión, se sintieron muy complacidos ante la negativa de esta a convertirse, aunque su placer no podía acercarse ni de lejos al mío, y empezaron a sugerir aquella alianza o esa otra, quizá la princesa Helena de Francia, o la princesa Margarita de Prusia. Pero todo aquello debía considerarse al final, y el final está a un largo día de distancia a caballo del ahora. Por el momento, al menos, el fantasma de Alix con su larga cabellera, que hacía guardia ante Nicolás en la ventana de mi dormitorio, retrocedió, se perdió en la distancia, y desesperado por su desaparición, Nicolás se acostó con la pequeña princesita polaca, en lugar de la alemana. Eso ocurrió el 25 de enero de 1892. Les puedo decir incluso la hora.

Por supuesto, no puedo describirles cómo era hacer el amor con el zarevich porque tales cosas son privadas. Pero su cuerpo desnudo impresionó incluso a los bolcheviques que lo sacaron del agua fría del pozo de la mina a doce millas desde Ekaterinburgo, el día después de su muerte. Antes de cortarlo a trozos y quemarlo, se maravillaron al ver lo bien formado que estaba, con las mejillas tan rojas por el agua helada que parecía vivo. Aquella noche de enero conmigo estaba «vivo», su cuerpo entero y caliente, bajo mis dedos y mi boca, y sus miembros todos unidos a los lugares correctos. Después escribió en su diario: «Volé hacia mi MK… todavía estoy bajo su hechizo, la pluma tiembla en mi mano». No era un Pushkin, no era un Lérmontov, de acuerdo, pero era el zarevich, y por lo tanto, no tenía por qué serlo.

Me temo que durante un tiempo en el teatro me volví insoportable. Recibí un broche de diamantes de Niki, y para señalar el deleite de nuestra consumación, un collar de enormes diamantes, cada uno tan grande como una nuez, que yo llevaba ostensiblemente en escena junto con el broche, ya interpretase a una joven campesina o a una princesa. No era inusual que las bailarinas hicieran tal cosa, llevar en escena las joyas que su protector les había regalado, pero nadie había recibido jamás un collar como aquel. Los Románov tenían unas bonitas joyas, extraídas de las minas de la rica tierra de los Urales, en Siberia, desde el siglo XVII, y los zares elegían primero las mejores de todas. Alix quizás hubiese devuelto su broche de diamantes a Niki, pero yo me quedé mi broche y mi collar, que todos llegaron a conocer como el collar del zar, y que yo valoraba muchísimo y durante años me negué a vender. Con aquel collar en torno a mi cuello yo era intocable en el teatro. Se me había subido un poco a la cabeza, y cuando no conseguía lo que quería, todos en el teatro llamaban a mis ataques de despecho «Su Imperial Indignación».