Nuestro idilio. Déjenme que les hable de nuestro idilio. Niki a menudo dejaba a sus padres en el palacio de Anichkov, por la noche, y venía a mi casa en la Perspectiva Inglesa, su segundo hogar. Todavía recuerdo mi emoción al volver del teatro y ver su abrigo ya en el vestíbulo, y la forma que tenía mi cuerpo de sonrojarse mientras yo me desplazaba desde la calidez perfumada de violeta de mi carruaje (porque la violeta era mi flor), durante un breve momento por el aire frígido de Petersburgo y luego de ahí a mi casa, a mi propia casa, donde me esperaba mi amante, cuando todas las demás chicas de mi edad vivían todavía con sus padres. ¡Qué triunfo! Y en mi casa, en la mesa con tablero de mármol del salón principal, se encontraba el gabán oscuro del heredero del trono ruso. Algunas noches cenábamos a última hora solos; otras noches cenábamos después del teatro junto con algunos amigos del ballet o las compañías de ópera o con sus primos, los Mijaílovich, o con sus compañeros oficiales. Yo servía zakuski (champiñones con salsa de crema, salchichitas pequeñas, huevos y cebolla), esturión y rabihik, perdiz, y brindábamos a nuestra salud con los ocho vasitos de vodka de cristal pintado y piedras semipreciosas incrustadas que el zarevich me había regalado para inaugurar la casa. ¡Ya no tenía que beber en vasos sencillos! Las comidas iban seguidas por juegos de charadas, mientras Niki sujetaba su cigarrillo entre los dientes y fingía dirigir una orquesta que se extendía por encima de nosotros, por todo el techo, mientras los demás teníamos que adivinar qué sinfonía era, y el yeso se iba apartando para acomodar a los músicos e instrumentos. Todavía puedo ver el perfil de su mandíbula, la forma que tenía de tirar el cigarrillo para abrazarme y besarme, mientras sus primos golpeaban la mesa, aprobadoramente. O bien jugábamos al bacará, el inicio, supongo, de mi desagradable afición por las cartas y el juego. Después, a lo largo de mi vida, me convertí en habitual de las mesas de juego de Montecarlo. Me llamaban Madame 17, porque siempre apostaba a ese número. ¿No adivinan por qué? Después de todo aquello, Nicolás y yo nos metíamos en la cama, que yo había hecho de lo más cómoda, no como su lecho de campaña en el palacio Anichkov. Sí, el emperador, para no mimar demasiado a sus hijos, les hacía dormir en catres de campaña y lavarse por la mañana con agua helada. Los primos de Niki lo hacían también, una extraña tradición imperial de privaciones para esos niños que al crecer tendrían tantas cosas, como si un lecho duro y un baño frío pudieran darles humildad y fortaleza de carácter. Mi cama tampoco era como la del Palacio de Invierno, enfundada en un edredón que llevaba bordado el monograma de Catalina la Grande, y con la cubierta tan tiesa y resbaladiza que se caía al suelo en cuanto uno cambiaba de postura. No, yo tenía una cubierta de marta cibelina, que poníamos debajo o encima, y Niki se quedaba conmigo algunas noches hasta la mañana. Yo dormía rodeándole con los brazos, o con los suyos rodeándome a mí, y a veces, justo antes de irse, nos examinábamos el uno al otro a la luz invernal, ante la cual desnudos éramos de distinto color del que habíamos sido la noche antes, a la lámpara de aceite, una versión más pálida de nosotros mismos no menos agradable. Él me llamaba Mala, Maletchka, Panni (abreviatura de Panuschka, un término cariñoso para referirse a una jovencita polaca), o bien «mi M.K.». Yo le llamaba «mi Niki», y ese interludio en los meses antes de convertirse en zar y asumir las responsabilidades que exigía el gobierno fueron los últimos días de su juventud. Él jugaba como un niño hasta un mes antes de la muerte de su padre, al otoño siguiente. Niki y su primo Jorge montaron una gran batalla arrojándose castañas en Gatchina, y pocos días después se enzarzaron en otra con piñas de pino. Castañas, piñas, teatro, cartas, unos cuantos deberes imperiales y yo: así pasó el año 1893 Nicolás II antes de convertirse en Nicolás II. Aquel año, el zarevich me visitaba casi cada semana, en algunas ocasiones dos veces, y entre visita y visita nos escribíamos cartas de amor el uno al otro. Las que me escribió él las perdí en la Revolución, pero las mías a él se conservan aún: están en el Archivo Estatal de la Federación Rusa, en Moscú. Él había conservado mis cartas igual que yo había conservado las suyas, y todas ellas, junto con todas sus propiedades, hasta la última de ellas, fueron confiscadas después de su arresto y muerte. Mis cartas ahora son un testimonio: el último zar vivió y amó en tiempos… ¡me amó a mí!
Hasta los ballets que interpreté aquella temporada estaban llenos de posibilidades para mí.
Aquel invierno representé a Paquita, un nuevo papel hecho para mí en el ballet del mismo nombre. Llevaba un traje encantador con una flor enorme en el pecho y otra en el pelo. El ballet estaba ambientado durante la ocupación española por Napoleón. Paquita le salva la vida a un oficial francés, Luden, pero aunque los dos están enamorados no pueden casarse: ella es gitana y de humilde cuna. Solo cuando le enseña a Lucien un medallón que tenía desde la infancia ella se entera de que en realidad es de familia noble, raptada de niña por los gitanos que ella pensaba que eran los suyos. Y por tanto los amantes pueden casarse, porque en ese ballet, como en todos los de Petipa, la serie de escenas y actos culminaba siempre en una celebración, normalmente una boda, en la cual se podían interpretar una serie de danzas clásicas y de carácter. Debían aprovecharse todos los talentos, como recordarán. La historia de Paquita es un poquito la mía propia, ¿saben? Por mis venas corre sangre imperial, por los antepasados polacos del lado de mi padre. Mi bisabuelo era hijo del conde Krassinski. Quedó huérfano a la edad de doce años, y fue confiado al cuidado de su tutor francés. Al parecer, el conde no confiaba en que su hermano fuese un buen guardián, y con motivo: en 1748, este envió a unos asesinos a matar al niño, y el tutor tuvo que huir con él a Neuilly. Ese tío usurpó los derechos de nacimiento y propiedades del niño y todo lo que le quedó a mi padre fue un anillo con las armas del conde Krassinski: una herradura de plata, una cruz de oro, un cuervo con un anillo de oro cogido en el pico, la corona de un conde, todo ello ante un fondo de azur. Yo tenía un anillo; Paquita, un medallón. Quizás eso me hiciera lo bastante imperial para Niki. Decidí pedirle a mi padre aquel anillo, enseñárselo a Niki y contarle la historia que había tras él. En cuanto supiera que yo también procedía de una casa real, o casi real, él podría hablar con su padre y, ¿quién podía predecir el efecto que aquello tendría sobre el zar? Pero no había prisa, y por tanto yo malgasté soñadoramente todo aquel invierno y primavera, verano y otoño, hasta principios del año 1894, cuando el padre de Niki se puso enfermo repentinamente.
Mi vida, a los veintiún años, ha terminado
Aquel invierno de 1894 Niki vino a verme cada vez menos, a medida que la enfermedad rebelde de su padre le acercaba más y más a su madre y su padre, sus hermanos y hermanas. Una tos que los médicos no podían curar, debilidad y dolor en los riñones, que hacían que el zar no pudiese permanecer de pie, trajeron consigo una preocupación por la sucesión, e hicieron urgente algo que hasta entonces se había dejado a un lado: el tema de una boda adecuada para Niki. Cuántas veces no habré pensado (como todos los rusos) que si el zar no se hubiese puesto enfermo y hubiese muerto a la edad de cuarenta y nueve años, el futuro habría sido muy distinto. Si hubiéramos estado un año más juntos, pensaba entonces, como una verdadera idiota, quizá Niki habría dado mi nombre al zar, en lugar del de Alix. Los médicos habían diagnosticado a Alejandro III una nefritis, provocada por las heridas sufridas en aquel accidente de tren seis años antes, aquel que casi hizo acceder al trono a su hermano Vladímir y que puso a la vieja esposa de Vladímir «tan cerca, tan cerca». Alejandro III, como Atlas, había sujetado el mundo, o en ese caso el pesado techo del vagón restaurante, para evitar que aplastara a sus hijos, y ahora pagaba el precio de su mortal intento de hacer la tarea de un titán.