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Mientras yo me sentaba inmóvil en una silla, Sergio sacó un fajo de documentos de una carpeta de cuero y empezó a explicármelo. Lo único que tenía que hacer, dijo, era firmar unos pocos documentos transfiriendo el título y accediendo al arreglo. ¿No me parecía bien? ¿No estaba bien? Así de bien. Escupí en los documentos como una campesina de Borjomi y él los dobló de inmediato y se disculpó. La cosa podía esperar unos días, dijo. ¿Unos días? ¡Qué rápido querían saldar cuentas! ¿Realmente esperaban que capitulase así de deprisa? Quizás esperaban dejarme anonadada con su generosidad. Después de todo no era una suma pequeña, aunque aquel día hubiese escupido en ella. Tenía que confesar que mientras escupía sentí un cierto orgullo al ver cuál era la cantidad. Mi salario en el teatro era de mil rublos al año, de modo que Niki pensaba que yo valía cien años, quinientos si se contaba la casa. Pero si firmaba aquel acuerdo, sabía que nunca más volvería a ver a Nicolás a solas, y eso no podía soportarlo. Y por eso no firmé. Pero hasta que Sergio no me hizo de nuevo una reverencia y salió, yo no encontré las lágrimas de autocompasión que antes había sido incapaz de hallar.

A través de Sergio conseguí arrancarle a Nicolás una última reunión. Como Niki ahora estaba comprometido, no hubiera sido adecuado reunirnos en la casa donde habíamos llevado a cabo nuestra aventura, pero aun así Niki quiso que fuera secreta. Ahora veo, por supuesto, que él no quería encontrarse conmigo, pero la cortesía era una virtud cardinal para él, de modo que accedió a mi petición y Sergio nos arregló una cita junto a un antiguo granero, saliendo de la carretera general de Volkonski, a mitad de camino entre Petersburgo y Peterhof, aquel enorme retiro que había construido Catalina la Grande imitando Versalles. Por entonces era mayo, la época en la que el Neva se había declarado ya abierto para la navegación y la familia imperial tradicionalmente dejaba la ciudad y se iba al campo. La carretera general permitía ver a lo lejos el mar, entre los árboles, y de vez en cuando esos árboles clareaban y revelaban unos campos donde vagaban las vacas, rumiando. La carretera general terminaba en el Gran Palacio, con su cúpula dorada rematada por un águila de tres cabezas coronadas, de modo que desde cada ángulo el ave tenía dos cabezas. Pero yo no iba a viajar tan lejos. Fui en mi carruaje con el mismo cochero ruso que me había llevado dos años antes en mis paseos vespertinos por la Perspectiva Nevsky y el bulevar Konnogvardeisky, haciendo círculos por Petersburgo en mi desesperación por encontrar al zarevich en su carruaje. Yo estudiaba la espalda del historiado uniforme que llevaban desde hacía cien años todos los conductores rusos, la blusa verde cerrada por unos botones plateados bajo el brazo izquierdo, el cinturón bordado con hilo de oro del cual colgaba una daga de caza, el sombrero bajo con un ala larga que protegía la nuca del sol. ¿Qué pensaría aquel hombre de mí, de aquella niña que se había arrojado a sí misma como una salpicadura de barro al zarevich y que ahora este se iba a rascar con la uña? ¿Que había tenido suerte por volar tan alto o que ya era hora de que me enterase de cuál era mi sitio? La sociedad podía estar muy dividida: algunos me compadecerían, otros se derretirían de placer. Pero ya nadie volvería a envidiar nunca a Mathilde María Félixnova Kschessinska, a menos que pudiera dar un golpe maestro. Toqué las orquídeas que me había puesto en el pelo y repasé lo que iba a decir. Tenía un plan, tramado en aquellos dos largos meses durante los cuales Alix empezó a estudiar la lengua rusa y a prepararse para su conversión a la Iglesia ortodoxa, y durante los cuales yo oscilé entre la histeria y la desesperación. Mi conducta aterrorizó a mi familia… y luego, cuando se me ocurrió la idea, me calmé de repente… cosa que les preocupó más aún. Me rogaron que volviese a la casa, a la Perspectiva Liteini, y que reanudase mi antigua vida con ellos, con mi hermana, pero yo sabía que si lo hacía, al cabo de unos pocos meses el consuelo que me podía proporcionar el hogar se habría disipado y yo estaría consumida por la nostalgia, por Niki, por el mundo de los Románov, una pizca de cuya vida era mucho más sabrosa en todos los sentidos que la existencia de cualquier otra persona sobre la tierra. Yo quería seguir comiendo en sus platos de oro. Así que me proponía convencer a Niki de que me conservase como amante tras su matrimonio; después de todo, su abuelo las tenía a las dos, la esposa María Alexándrovna y la amante Ekaterina Dolgoruki. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo Niki? No se me ocurría razón alguna para que no lo hiciera, y en cuanto se lo sugiriese estaba segura de que se daría una palmada en la frente y diría: «Mala, ¡tendría que habérseme ocurrido a mí!».

Yo llegué primera al granero justo al borde de la carretera general, y por tanto pude ver la figura de Nicolás mientras se iba aproximando lentamente… al principio como una manchita, luego un borrón, una silueta, un centauro, un soberano a caballo. Parecía tan duro, tan inmutable como la estatua ecuestre de su padre que descubriría un día en la plaza Vosstaniya y sobre la cual correría esta cancioncilla, haciendo reír a todo el mundo:

Zdes soit komod

Na komode begemot

Na begemote sidit idiot

Aquí tenemos una cómoda,

en la cómoda un hipopótamo,

y en el hipopótamo, sentado, un idiota

Pero Niki no era ningún idiota. Su rostro aparecía cauteloso y serio, porque había acudido allí a su pesar para oír los problemas que yo estaba a punto de causarle. Estaba en guardia contra mí, pero no tenía que haberse preocupado, porque una vez desmontó, yo me quedé sin voz. No podía hacer nada, no podía ni moverme. Él se dio cuenta y la mirada cuidadosa y educada abandonó su rostro y se vio reemplazada por otra de compasión, y me ofreció su brazo. Caminamos en silencio un poco en torno al granero, la madera caliente y astillosa contra mi palma, justo fuera de la vista de mi cochero. Mis zapatos, que no estaban hechos para caminar sobre la hierba, hundían sus tacones aquí y allá, pero el zarevich, con sus botas militares hasta las rodillas, caminaba con toda facilidad por encima del prado que escondía los capullos incipientes de las flores silvestres, y me fue ayudando con amabilidad. Si aquella hierba durase para siempre, si pudiéramos caminar sin parar… Yo me cogí a su brazo, la tela de su uniforme de verano estaba terriblemente almidonada, era casi crujiente, la habría mordido. «Que la hierba se convierta en tierra, que este granero nunca se acabe.» Pero se acabó. Y entonces fue cuando Niki dijo: