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– Llevas una flor muy bonita en el pelo, Mala. -Me sonrió-. Estás muy guapa hoy.

¡Estoy guapa hoy! Después de todo, parece que no tendría que decirle nada. Él pensaba lo mismo que pensaba yo, y lo único que tuve que hacer fue decir:

– Sí, eso parece.

Él soltó mis dedos de su manga y me besó la palma, luego cogió mi otra mano y besó la palma también. Así es como nosotros, los rusos, firmamos nuestras cartas a amigos y familiares: beso tus manos, una frase llena de amor y fidelidad. El sol se volvió tan radiante a mi alrededor que sentí que marcaba a fuego mi silueta en la pared del granero. Cerré los ojos. Lo próximo que sentiría serían sus labios sobre los míos. Pero Niki me soltó las manos. Abrí los ojos para ver por qué. De un bolsillo de su uniforme blanco sacó los documentos que Sergio me había enseñado en marzo, abril y mayo. Y Nicolás dijo:

– Mala, necesito que me firmes esto.

Me tendió a continuación una pluma, una pluma estilográfica esmaltada en azul y oro, de esas que se acababan de inventar recientemente, y desenroscó el capuchón. Mientras sujetaba un papel y luego otro contra la burda pared del granero, yo firmé con mi nombre una vez, dos veces. Mathilde-Marie Kschessinska. Recuerdo que pensé lo extraño que era que unas marcas de tinta en un papel propusieran la disolución de un vínculo humano. Cien mil rublos y la casa de la Perspectiva Inglesa eran míos, y Niki se volvió cabalgando hacia Peterhof.

Pensarán que yo tuve el buen sentido de ceder al fin. Pero no fue así. Perdí todos los sentidos. El dolor me los arrebató.

Debo decirles que yo no había sido la primera de las amantes del zarevich procedente del Ballet Imperial. Hubo otra antes que yo: María Labunskaya, con el pelo largo y rubio, a determinada luz demasiado pálido incluso para ser llamado rubio, largas piernas, el rostro de una aristócrata rusa, no de una campesina. Aquellos amplios rostros orientales de fuertes huesos, gruesos labios y ojos almendrados no eran tan apreciados en la corte; se preferían los rasgos noreuropeos, mucho más delicados. Los primeros eslavos, no sé si lo saben, se mezclaron con los normandos cuando bajaron de Escandinavia a Rusia, y así Ingwarr al final se convirtió en Ígor, y Waldemar se convirtió en Vladímir, y el legendario príncipe escandinavo Hroerekr se convirtió en el primer gobernante ruso, Riúrik, en las crónicas históricas del siglo IX. Todavía aparecen rastros de esa herencia del norte en nuestros rostros, como en María Labunskaya. Cuando el consejero del zar, Konstantín Pobondonostov, sugirió al soberano que debían buscarle a Nicolás alguien adecuado para que disfrutase antes de los rigores del matrimonio, el jefe de policía, buen amigo del zar, señaló con su grueso dedo a María en el corps de ballet, y le dijo al zar que ella sería perfecta. Ya les he contado que los hombres venían al ballet a buscar amantes. Traían sus carruajes justo hasta la entrada privada del teatro Mariinski, reservada para la familia imperial, ante las ventanas bajas de nuestros camerinos, para que pudiéramos asomarnos y charlar con ellos antes de las representaciones. Éramos su harén. María Labunskaya iba unos pocos años por delante de mí en la escuela, y estaba comprometida con un oficial de la guardia, pero sus nuevos deberes horrorizaron tanto a su futura suegra que los planes de matrimonio se fueron por la borda. ¿En qué posición se hallaba María para decir que no al soberano? Se le pagaron dieciocho mil rublos al año del bolsillo del zar para que estuviera siempre disponible cuando la llamaran a palacio. Pero Nicolás, con su carita de niño y su principio de bigote, prefería dibujar escenas campestres a aquella violenta asignación de un par de piernas pagadas por su padre. Dos años más tarde ella seguía todavía en la nómina real, y Nicolás todavía no la había llamado… porque, en efecto, había empezado a flirtear conmigo.

Pero ¿por qué me llamaba el zarevich a mí, cuando la hermosa María Labunskaya levantaba sus blancos brazos en el escenario del Mariinski?

¿Ya les he dicho que yo no era hermosa?

En el teatro empecé a propalar rumores sobre ella. Que la Labunskaya había dicho que el zarevich era sifilítico, el emperador un fraude, la emperatriz una puta por haberse comprometido primero con el hermano del emperador… Al cabo de unos meses, la Labunskaya fue exiliada de Rusia y despedida del Ballet Imperial.

Y por eso pensé que quizá los mismos conjuros que usé para apartar a María del zarevich en 1892 repelerían ahora a Alix de su lado. ¿Qué se puede hacer en una competición de belleza en la cual la belleza propia es menor, sino disminuir la belleza de la rival?

Yo no estaba lo suficientemente cerca de Alix para susurrar mis difamaciones acerca de Niki y dejar que fueran zumbando y aleteando por el aire con sus alas negras hasta su oído, de modo que escribí los hechizos con mi propia y diminuta mano (sí, ya sé que tenía ya veintiún años), sellé los documentos con lacre y se los envié a ella a Coburgo. ¡Niki no era el único que tenía documentos! Dije cosas tan terribles que Alix seguramente ya no le amaría más, y cuando ella abriese mi carta, las páginas escupirían sus calumnias y ella se apartaría de Nicolás igual que los petersburgueses se habían apartado en tiempos de las deformidades del museo científico de Pedro el Grande: un hombre con dos dedos, un hermafrodita, un feto con dos cabezas. Yo le escribí que su prometido había arrebatado la virginidad a una jovencita y luego la había despreciado, que no se podía confiar en él, que toda la capital decía que el zarevich era un vividor, un libertino, un fornicador, que tendría una suerte terrible si se casaba con un hombre con un alma tan negra, y que su matrimonio estaría maldito de principio a fin. «Apártate -acababa yo-. ¡Apártate de Rusia!» Pero Alix entonces todavía era una persona muy práctica, no se había vuelto aún una rusa supersticiosa, no era todavía de los nuestros, con nuestros iconos, velas y acrósticos con los que formamos nuestros nombres, buscando presagios, aunque luego recuperaría el tiempo perdido y nos sobrepasaría. No hubo emperatriz más medieval que ella, al final. Pero por entonces, cuando vio mi letra infantil en aquel papel, le enseñó mi carta a Nicolás, que había vuelto a visitarla, y él inmediatamente reconoció aquella letra como mía. ¿No le había escrito yo bastantes cartas quejosas en aquel mismo papel, con aquella misma letra? «Me aburro terriblemente si no te veo. El tiempo se arrastra interminablemente. ¿A quién mirabas tanto tiempo en el patio de butacas?»

Fue Sergio quien me dijo lo furioso que se había puesto Niki con mi carta, y yo me encogí al imaginarle leyéndola. En mi imaginación (en una escena no demasiado bien pensada) sería Alix sola quien leería mi carta, que se desmayaría llena de despecho y luego, al recobrar el sentido, empezaría a redactar una carta a Niki a su vez, expresándole su disgusto. «Tu vida -escribiría ella- es lamentablemente viciosa. Aquí te envío los diamantes, esmeraldas y perlas para que se las entregues a otra chica que las merezca más. Seguramente debes de conocer alguna.» Algo por el estilo. Pero no fue eso lo que ocurrió. Por el contrario, ella le enseñó la carta, otra posible situación, por supuesto, y Niki, que no tenía en su alma lugar para la mentira, se vio obligado a contarle a Alix lo de su amante bailarina del demi-monde, abrirle las páginas de su diario un poco antes de su noche de bodas para mostrarle todas las anotaciones sobre la Pequeña K igual que me había enseñado a mí una vez todas las anotaciones sobre Alix. Y a todo esto, ella escribió en el margen de sus anotaciones: «Te amo mucho más desde que me has contado esta pequeña historia».