Nuestra presentación inicial no fue por accidente: ocurrió bajo los designios directos del emperador, como ocurría todo en Rusia. A fin de cuentas, el país entero era el feudo del zar, y existía solo para su placer. Nosotras, las chicas de las Escuelas Imperiales de Teatro, no éramos ninguna excepción. Entre nuestras filas, los emperadores y los grandes duques, los condes y los oficiales de la guardia, elegían a sus amantes y le echaban el ojo a una pierna bien torneada o a una cara bonita. Uno de ellos incluso llegó a describir el ballet como una «exhibición de bellas mujeres, un lecho de flores en el cual todo el mundo podía coger las que quisiera a placer». Los oficiales de caballería seguían a los coches repletos de chicas mientras viajábamos desde la escuela al teatro -una tradición que databa de décadas atrás, previa incluso a la construcción del Mariinski, cuando los coches llevaban a las chicas al antiguo Bolshói en la plaza del Teatro, donde bailaba mi padre antes de que fuese arrasado en 1886-, llamándonos y preguntándonos nuestros nombres, que nuestras damas de compañía nos prohibían darles, aunque nosotras quisiéramos hacerlo. Yo tenía que llevarme la mano a la boca para evitar que se me escapara el mío: Mathilde-Marie. Para mantenernos puras y protegernos de la sífilis, que era una plaga en la ciudad, nos secuestraban de toda influencia exterior… y también nos apartaban de los chicos de la escuela. Las chicas estábamos todas amontonadas en el primer piso; ellos, en el segundo. Dormitorios separados, escuelas separadas, salas de ensayo, comedores separados. Sabíamos que existían los chicos, por supuesto, porque durante las clases de baile practicábamos con ellos los minués y las quadrilles, donde nos veíamos obligados a tocarnos, pero no se nos permitía mirarnos los unos a los otros a los ojos al hacerlo. Las gobernantas nos vigilaban estrechamente, se nos echaban encima al momento ante cualquier señal de conducta descarada y nos regañaban. Nuestra ropa de diario era ridículamente pudorosa, con vestidos llenos de hebillas y delantales encima, y por debajo de las faldas llevábamos medias largas y oscuras; nuestro atuendo para practicar era una versión hasta la rodilla de un vestido de calle; nuestros abrigos forrados de piel eran tan oscuros y sobrios que los llamábamos «pingüinos». Y parecíamos pingüinos vestidas con ellos, balanceándonos por el patio, la única libertad que se nos permitía. No podíamos practicar juegos violentos: nada de bicicletas, ni pelotas, ni trineos o patines para el hielo, nada de espadas de juguete para los chicos. Éramos propiedad del Ballet Imperial, y si nos hacíamos daño no servíamos para nada y el dinero invertido en nosotros se desperdiciaba. A la hora de comer y cenar las institutrices nos contaban de dos en dos, alineadas al acudir al comedor. Por la noche, las demás estudiantes dormían en una enorme habitación con cincuenta camas o más, todos los lechos vestidos de blanco como el ataúd de un niño, y a la cabecera de cada uno, una mesita pequeña con un icono y el número escolar de cada chica.
¿Por qué todos esos números y todo ese recuento? Para asegurarse de que lo que le había ocurrido a una chica hacía algunos años no volviera a suceder. Su fuga con un oficial de la Guardia Montada fue un escándalo impresionante. Cada tarde ella ponía alguna excusa para quedarse en la ventana del dormitorio y verle cabalgar, un espectáculo demasiado seductor para resistirse, con su uniforme blanco y su casco plateado, dirigiendo dos caballos zainos. Debía de ser un espectáculo, porque la calle del Teatro normalmente estaba vacía de tráfico, excepto por los carruajes grandes y anticuados que nos transportaban a nosotras, las estudiantes. Supongo que lo que se contaba de él era un mito: que llegó sin ser observado a través del puente de Anichkov y recorrió toda la fachada posterior del teatro Alexándrinski, y en ese mito, por supuesto, su amada debía ser bella, muy bella… Las chicas de ese tipo de historias siempre son bellas, como princesas. De modo que una tarde ella cogió un chal de una criada (sí, la princesa disfrazada de campesina) y salió por una puerta lateral hacia su futuro, que espero que fuese brillante. Y desde el día de su boda a ninguna joven de más de quince años se le permitió volver a casa para las vacaciones, aparte de los tres días de Navidad y del domingo de Pascua.
Yo no era una estudiante interna. Mi padre era un artista laureado de los Teatros Imperiales que llegó a San Petersburgo con Nicolás I, a quien le gustaba ver el escenario repleto de bailarines casi tanto como le gustaba ver el campo de maniobras lleno de bayonetas. Y mi padre usó su influencia para ahorrarme aquella vida escolar tan espartana, tan poco en consonancia con la efervescencia del teatro auténtico, al que pronto serviríamos. No quería que rompieran mi espíritu. Y quizá fue ese su error.
Sin embargo, mientras vivíamos ya fuera en casa, ya en la escuela, nuestra virginidad era cuidadosamente preservada hasta el día de nuestra graduación, y entonces se ofrecía. Embutidas en vestidos que exponían nuestros cuellos, brazos, pecho y piernas, decorábamos el escenario para el placer de la corte, todos aquellos aristocráticos balletómanos que dejaban en herencia a sus hijos su suscripción junto con sus títulos, que se sentaban en los palcos y las primeras filas de platea de los teatros imperiales para tener la mejor vista, y apuntaban con sus impertinentes o sus anteojos de ópera hacia nosotras. En las salas de fumar, en los intermedios, debatían nuestros méritos. Era una atracción recíproca: necesitábamos protectores para avanzar en nuestras carreras y para complementar nuestros miserables sueldos con comidas, regalos, diademas y flores. Y nuestros trajes imitaban los trajes y las joyas de la corte, de modo que desarrollábamos un enorme deseo de poseer las sedas y terciopelos que llevábamos solo unas pocas horas cada día, el oro que bordaba aquellas telas, las gemas a las que emulaban nuestros cristales de colores. Había muchas chicas en la escuela que venían de la nada (¡hasta Anna Pavlova era hija de una lavandera!), y cuyas aventuras podían hacer la fortuna de sus familias. Era una tradición muy antigua. El conde Nikolái Petróvich Sheremetev, en el siglo XVIII, cuando todo noble tenía entre sus propiedades un teatro propio y una compañía de ópera de siervos propia, una compañía de ballet y una orquesta, convirtió en amante suya a una de sus cantantes de ópera y se casó en secreto con ella. En mis tiempos, los grandes duques Constantino Nikoláievich y Nicolás Nikoláievich, tíos del zar Alejandro III, tenían amantes del ballet, y de los hijos ilegítimos que tuvo Nicolás Nikoláievich con la bailarina Chislova, el chico sirvió en los Granaderos Montados de la Guardia Imperial, y la chica se casó con un príncipe. A veces esos protectores se casaban con las muchachas que habían sido sus amantes, y estas se convertían en matriarcas de algunas de las mejores familias aristocráticas de Rusia. Kemmerer, Madaeva, Muravieva, Kantsyreva, Prihunova, Kosheva, Vasilieva, Verginia, Sokolova… todas fueron bailarinas en la década de 1860 y las primeras que se casaron con nobles. Esa posibilidad, más que la reverencia hacia el arte, motivaba a muchas madres a mandar a una niña guapa o graciosa a las audiciones de la calle del Teatro. Pero algunas de nosotras, por supuesto, solo fuimos amantes.
Las esposas imperiales ya procuraban que sufrieras, de eso podías estar bien segura, incluso aunque la amante del hombre procediera de la propia corte, de una familia noble. No importaba. Cuando el zar Alejandro II, abuelo de Niki, fue asesinado, a su segunda esposa (que había sido su amante durante largo tiempo; ninguna mujer Románov había olvidado aquellos años) no se le permitió acudir a su funeral. Desgraciadamente, él murió antes de convertirla en emperatriz y legitimar así la posición de los hijos que había tenido con ella. A su súbita muerte, la primera familia de él se dirigió de inmediato contra ella. Le habrían arrebatado hasta el título de princesa, si hubiesen podido. ¿Y qué culpa tenía? Tenía diecisiete años, y el emperador cuarenta y siete, cuando se conocieron paseando por el Jardín de Verano, con sus cuatro grandes avenidas que conducían al Neva; sus tilos y sus arces que alzaban muros de verdor a través de los cuales se filtraba el aroma húmedo de aquellas aguas; sus verjas de hierro forjado que impedían el paso a perros; muzhiki con sus camisas de alegres colores y sus altas botas, la clase trabajadora y judíos. ¿Quién pidió a la joven Ekaterina que le esperase en una habitación apartada del segundo piso del Palacio de Invierno? ¿Quién le dio hijos? ¿Quién la trasladó finalmente a aquel palacio? Ella era una Dolgoruki, hija de un príncipe, de una de las familias boyardas más antiguas de Rusia, y aun así las mujeres de la corte la tachaban de intrigante, de fornicadora, de trepadora social. Imagínense lo que dirían de mí.