Tramé todo aquello mientras Niki estaba en el Polar Star en el mar Báltico, navegando de vuelta a Rusia para la boda de su hermana Xenia con el hermano de Sergio, Sandro, que no hacía demasiado feliz a la familia real, ya que era uno de esos Románov del Cáucaso. Sí, yo conspiraba mientras Niki estaba en el agua, lejos de Alix pero soñando con ella, estoy segura, probablemente leyendo las notas de su diario que hablaban de mí («cuando somos jóvenes, no siempre podemos apartarnos de la tentación»), como si yo fuera la propia serpiente y Niki un ser inocente. Y me preocupaba que Niki, a su regreso, me pudiese rechazar de alguna manera por mi carta, quizás enviándome una nota: «Querida Mala -diría-, demonio vengativo, oscura mientras Alix es luminosa, turbulenta mientras ella es suave, mancillada, mientras ella es pura». ¡Mancillada por él! Así, como estaba ya mancillada no había motivo alguno para que no pudiese aceptar las atenciones y la protección de Niki ofrecida por Sergio. Pero ¿y si Niki estaba tan enfadado después de mi carta que apartaba de mí a Sergio? ¿Dónde quedaría yo entonces?
Y de ese modo, el 5 de julio Xenia se casó con el hermano de Sergio y este dijo adiós a los sueños que tenía con ella, y el 28 de julio yo actué en la gala en honor de los novios en el antiguo teatro Peterhof Palace, renovado para la ocasión, con las galerías llenas de plantas tropicales y tanto el teatro como el largo paseo que conducía hasta él desde el Gran Palacio iluminado con luces eléctricas. El zarevich estaba sentado con su familia en la gradería imperial, que parecía una enorme tienda de terciopelo rojo, soportada por columnas y vigas de oro y rematada con una corona, y no se acercó a felicitarme después de Le Réveíl de Flore, como era la costumbre. Supe entonces que no solo los sueños de Sergéi pertenecían al pasado, sino también los míos. De modo que mientras las doncellas de Xenia guardaban su vestido de novia y mientras Niki se sentía inspirado para escribir a Alix «tú me tienes enteramente y para siempre, alma y espíritu, cuerpo y corazón, todo es tuyo, tuyo», Sergio estaba de pie detrás de mí en mi casa de Petersburgo y me quitaba las horquillas y cintas del pelo como si fuera una niña pequeña a la que hay que acostar, y luego empezó a peinarme el pelo con sus dedos, y a enrollar sus largos y rizados mechones entre sus palmas. No dijo nada y yo tampoco. Era tarde ya, las once de la noche, y el sol se acababa de poner, de modo que el aire de la casa era suave y aterciopelado y nos dirigimos hacia uno de los dormitorios, no el que había compartido yo con Niki. Nos costó algo de tiempo quitarnos toda la ropa, porque entonces íbamos vestidos, vestidos de verdad, y no como ahora, que solo se llevan dos o tres prendas. Yo llevaba una falda que hacía juego con la sobrefalda, una blusa con volantes, una enagua con aros y una más suave de algodón, una almohadilla de tela acolchada que acababa de reemplazar recientemente al polisón y cuando se desataba revelaba un corsé en forma de ese y su cubrecorsé, una camisa bordada con rosas diminutas, unos calzones con volantitos que se ataban por delante con dos lazos de raso y me llegaban a las rodillas y por debajo unas medias largas. Sí, llevaba todo eso en julio. Era suficiente para hacer una pausa, dar una oportunidad para reconsiderarlo, pero nosotros no lo reconsideramos. Sergio me bajó los calzones e hizo algo muy suave con el dedo hasta que yo grité tanto preguntando cómo y por qué que finalmente Sergio se detuvo, riéndose de mí, y me preguntó:
– Pero ¿qué te ha estado haciendo Niki todo este tiempo?
Tengo que decir que Sergio y su hermano Sandro eran conocidos como los dos mayores calaveras de Petersburgo, y ahora entendía el porqué. Y cuando le dije: «Nada parecido a esto», creo que para él el fantasma de Niki salió volando por la ventana, donde quedó saturado con el aroma de la hierba y ahogado por el rocío, porque estaba clarísimo que Sergio ganaba por la mano a Niki en asuntos de cama, si no en asuntos del corazón. Tant pis. Peor para Sergio, que empezó a amarme de verdad, aunque yo no le correspondía, y que toda su vida buscaría ese amor, el amor de una mujer. Aunque yo no lo sabía todavía, junto a su lecho en el palacio Mijáilovich guardaba un retrato enmarcado de sí mismo cuando era un bebé de pie encima del regazo de su madre, con su vestidito de invierno lleno de anchos galones, la cabeza de ella inclinada hacia él, de modo que la mejilla de la mujer tocaba apenas su pelo. Aunque lo sujetó bien durante aquellos minutos ante la cámara, no le mimaba mucho, estaba demasiado ocupada para hacer caso a sus hijos. Era muy estricta y además tenía una lengua muy afilada, y Sergio por tanto se resignó a una perpetua privación de afecto. Ahora, conmigo, pensó que había encontrado la felicidad y eso le hizo expansivo. Tant pis. Peor para él.
Poco después de nuestra primera noche juntos, abrió su abultada bolsa y me compró una dacha en Strelna, en el golfo, en la Berezoviya Alleya número 2, donde veraneaba la nobleza. Mi propiedad estaba justo al lado del palacio Konstantín, separada de sus establos solo por un pequeño canal. Mi casa, con su torrecilla de madera, se encontraba en un bosquecillo de abedules; un camino privado llevaba a mi propia playa. Unas puertas de hierro forjado ornamental, con setos a ambos lados, guardaban la entrada a mi parque. Un cerdo de piedra, una rana de piedra y un conejo de piedra parecían querer beber de una fuente que había en el césped de atrás. Mi jardín se extendía hasta el golfo, con árboles que tocaban el cielo en el borde y se agitaban como plumas negras con el viento nocturno. Al final yo acabaría teniendo una galería cubierta, un almacén para el hielo, un invernadero, un granero y un muelle para mi propio bote. Mejor que un collar de diamantes, ¿no? Porque en Strelna podía ir enhebrando Románov todo el verano. El gran duque Constantino Konstantínovich, el primo de Niki, más tarde me puso en uno de sus poemas, tanto llegué a congraciarme con ellos, subiendo y bajando en bicicleta por las avenidas de sus diversos palacios, aprendiendo, con lo que ellos pensaban que era su ayuda, a hacer bonitas figuras de ocho con mi bicicleta, celebrando recepciones y fiestas a las que empezaron a asistir los grandes duques sin sus esposas, porque, como mi padre, yo sabía recibir muy bien y podía hacerlo con el dinero de Sergio. Sí, K. R., hizo un homenaje a una de esas tardes de fiesta: