Los detalles de la boda no pude evitar sonsacárselos a Sergio, que como era uno de los cuatro padrinos de Niki tenía, por así decirlo, vistas desde el palco imperial, los mejores asientos de la casa. Pero él no quiso contármelos y así contribuir a mi agonía. Tuve que besarle para sacarle cada palabra.
– ¿Y qué llevaba ella?
Un traje plateado y una capa dorada.
– ¿Y en la cabeza?
Un diamante kokoshnik.
– ¿Y sus joyas?
Perlas. El diamante imperial Rivière de 475 quilates.
– ¿Y el ramo?
Rosas blancas y mirto.
– ¿Y la cola?
Ribeteada de armiño. La llevaban cuatro pajes.
– ¿Y con qué fue a palacio?
En un coche dorado.
– ¿Y Nicolás dónde estaba?
En la capilla de palacio, vestido con su uniforme de húsar y con botas.
– ¿Y qué llevaban?
Una vela cada uno.
– ¿Y los votos?
Niki se atascó un poco, necesitó que le apuntaran.
– ¿Y luego?
Los sacerdotes bendijeron a la feliz pareja, que besó la cruz dorada.
– ¿Y así acabó todo?
Justo antes de la una.
– ¿Y cuándo dejaron el palacio en su carroza?
La multitud de la Perspectiva Nevsky lanzó vítores.
Cuánto teatro, ¿no?
Yo me regodeé con esto: en la recepción, Alix se encontró prácticamente sola en una de las habitaciones de la larga enfilade, abandonada en la confusión por sus jóvenes pajes de la escuela militar, el Cuerpo de Pajes, que tenían el deber de llevar la cola de la nueva zarina y perdieron tanto la cola como a la emperatriz. Allí, con su pesado traje cortesano, con sus faldas y sus sobrefaldas, sus gruesas mangas y su larga cola, con el pesado kokoshnik y el collar con el diamante de 475 quilates y los pendientes de diamantes tan cargados de piedras que tuvieron que sujetárselos con alambres para que no le desgarraran los lóbulos, Alix se dio cuenta de que no se podía mover. Y por tanto se quedó allí, paralizada, en aquel salón de alto techo. Me pregunto en qué pensaba, allí perdida, en aquel palacio de un país tan extraño para ella que nunca llegaría a entenderlo del todo. Si yo hubiese estado allí, habría susurrado a su oído: «¡Vete a casa!», y le habría dado un empujón hacia Occidente. Pero al final su hermano Ernest se dio cuenta de que ella no estaba y fue a buscarla. Su hermano, ¿se dan cuenta? No Niki.
Aquella noche lloré como solo una jovencita alimentada cada día de teatro podría llorar. Y Sergio, cuya familia había empezado a llamarle mi «perrito faldero», no encontraba truco alguno con el cual distraerme. Y eso que lo intentó.
Yo misma no haría el papel de novia hasta los cuarenta y nueve años. No hubo kokoshnik para mí, ni traje de plata, ni capa de oro, ni vítores en la Perspectiva Nevsky. Petersburgo era solo una ciudad fantasma cuando yo me casé, en 1921. Ninguna carroza de oro recorría las calles. No había emblemas imperiales en las fachadas del Palacio de Invierno; los habían roto y tirado en la plaza del Palacio como ángeles de piedra caídos de los cielos. Tres cuartas partes de las casas estaban vacías. Caballos muertos yacían en las calles. La basura flotaba en los canales. Cuando yo me casé, estaba ya con un pie en el umbral de la ancianidad. Mis labios habían empezado a arrugarse. La piel de mis brazos estaba llena de arrugas y blanda. Tenía que teñirme el pelo de negro. Como novia, yo era Petersburgo.
Les he contado que ahora vivo en París, ataviado para la Navidad este mes, con las luces como dientes de una horca subiendo por los costados de los árboles de los Campos Elíseos, el gran abeto lleno de bombillitas de colores y campanas en Notre-Dame, los puestecitos de madera del mercado navideño llenos de ramas y luces que me recuerdan mucho a los mercados Shrovetide del Campo de Marte, donde los campesinos vendían su artesanía navideña y sus juguetes. Llevo cincuenta años viviendo en Francia, pero esta época es solo como una fina capa de chapa encima de mi carpintería auténtica. De día hablo francés cuando debo hacerlo, pero no en famille, y por la noche sueño en ruso. Me establecí en París antes que en Berlín, adonde huyeron tantos escritores, artistas y músicos después de la Revolución, atraídos por el marco, que estaba barato, y los grandes apartamentos como los que habíamos tenido en otros tiempos en Petersburgo (ahora atestados de familias trabajadoras y campesinas, una familia en cada habitación), todos esos apartamentos de las afueras suroccidentales de Berlín que dejó vacíos la clase media repentinamente indigente, cuyas se vieron completamente destruidas por la Segunda Guerra Mundial. Pero los Románov, o lo que quedaba de ellos, se trasladaron en su mayoría a Francia, a sus villas de la Riviera, y por tanto yo también lo hice, y desde allí, a medida que nuestra situación económica iba declinando más y más, a París, donde la luz, las plazas y los bulevares de la ciudad antigua eran tan parecidos a los de Petersburgo. París en invierno huele a castañas asadas al carbón; las calles de Petersburgo en invierno estaban salpicadas de hogueras, no para cocinar, sino sencillamente para caldear el aire. En París, los oficiales del Ejército Blanco trabajaban como taxistas y chóferes; los hombres de negocios como trabajadores de las fábricas; los condes y los barones, de camareros. Y los bailarines del Ballet Imperial abrieron academias de danza. Yo di clases en la avenida Vion-Whitcomb durante treinta y cinco años en mi propio estudio, el Estudio de la Princesa Krassinski. Cerré la academia en 1964. Ya tenía noventa y dos años. Di unas pocas clases a la gran Margot Fonteyn, seguro que la conocen, y a Pamela May, ambas del Vic-Wells. Enseñé a Mia Slavenska y a Tatiana Riabochinska, la última de una gran familia de banqueros rusos, y ambas se convirtieron en estrellas del Ballet Russe de Montecarlo, esa compañía que recogió lo que quedaba de Les Ballets Russes después de la temprana muerte de Diághilev. Enseñé El lago de los cisnes a Alicia Markova, una chica inglesa llamada Alice Marks que se disfrazó con un bonito nombre ruso porque, gracias a los zares, Rusia era sinónimo de ballet; ¿qué bailarina que valiese la pena no era rusa? Y yo, que en tiempos fui la mejor bailarina imperial, ahora vivo de la caridad de viejos amigos y de mis antiguas estudiantes. Sí, yo, la Kschessinska, vivo de la caridad.
En mi cómoda, junto con los pocos francos que tengo, conservo un recibo por once cajas de plata y oro depositadas en 1917 en las bóvedas del Banco de Azor y Don de Petersburgo. Once cajas ahora vacías. En 1920 Lenin liquidó los bancos, cogió todo lo que estaba en ellos y que no le pertenecía para apuntalar su tambaleante régimen. ¿Saben qué más tengo en mi cómoda? Dinero viejo, papel moneda, rublos impresos con el águila imperial o con la cara del zar, la cara de Niki. La gente acumulaba esos billetes durante la Revolución, gastaban los rublos del gobierno provisional y no estos, o más tarde, sus rublos bolcheviques con sus hoces, martillos o la cara de Lenin, como si escondiendo el dinero del zar pudieran protegerle a él, al régimen y a sí mismos.