Los sacerdotes ortodoxos aquí en París no darán su bendición a mi deseo de contactar con mis muertos a través de un médium, y tengo tantos muertos… A la iglesia nunca le gustaron las sesiones que hacían furor durante el reinado de Niki en Petersburgo, con las mesas que temblaban y los espíritus que daban golpes en las paredes y hacían que los relojes dieran la hora a destiempo. La emperatriz viuda abría su Biblia al azar y las palabras que encontraba en aquella página las veía como una profecía. ¿Acaso es muy diferente de una sesión de espiritismo? No, la nobleza no era tan distinta de los campesinos, con sus domovoy, los picaros espíritus domésticos a los que se echaba la culpa de cualquier percance en la cocina. Los campesinos dejaban tortitas para ellos en los alféizares de sus ventanas en carnaval. Nosotros nos sentábamos en salones oscuros vestidos de sedas y pieles e invocábamos los nombres de nuestros muertos. Los sacerdotes están celosos de su forma de viajar al cielo y más allá aún, de modo que aun ahora me dicen que tal esfuerzo alteraría sus almas, cosa que dudo, de todos modos, porque son muy pacíficos. ¿Qué se imaginaban los sacerdotes? ¿Qué el alma se extiende como un cirro blanco por encima del cuerpo en su cripta de piedra? ¿O que se sienta en una butaca en el cielo, vestida con carne de fantasma y con ropas fantasma, inmóvil, y que el zarcillo de mi añoranza podría percibirse allí como si les picase o les pinchase algo?
Pero volvamos a lo nuestro.
En 1896 la corte acabó el año de duelo por Alejandro III y la familia imperial volvió al teatro, y yo también. Durante aquella temporada truncada de 1894-1895 en el Mariinski, mi familia se propuso distraerme. Mi hermano me llevó con él a Montecarlo para que actuase ante aquellos miembros de la familia imperial que pasaban las vacaciones en la Riviera, escapando de los rigores del duelo que imponía la corte rusa. Después, mi padre me llevó a Varsovia, al Gran Teatro, donde bailamos juntos las czardas y la mazurca, la especialidad de mi padre, aunque ya tenía setenta y cuatro años. Estuve tanto tiempo ausente de Petersburgo que empezaron a correr rumores de que había muerto con el corazón roto, ese mismo corazón roto que mi familia tanto intentaba volver a coser. Dado que Niki se había casado ya y la rutina de las funciones teatrales se había restaurado, yo esperaba recuperar el buen humor y la exuberancia de la Maletchka que habían conocido antes. Pero la rutina del teatro no era exactamente la misma. Niki ya no visitaba la escuela, ni aplaudía los espectáculos de graduación anuales de los estudiantes; el gran duque Vladímir era quien se encargaba de esa responsabilidad. Alix, parece ser, no quería que Niki volviese a estar nunca tan cerca del harén o de mí. Y aunque Niki seguía asistiendo al teatro, pronto dejó de asistir las noches que yo actuaba. Esta parecía ser la nueva orden, tan permanente como un decreto del zar, tan permanente como el centinela que puso Catalina la Grande en el Jardín de Verano cuando, adelantándose a sus hermanas, vio una flor solitaria que surgía entre la nieve. Puso un soldado en el jardín aquel día para que apartase cualquier copo de nieve que pudiese caer en los pétalos de aquella flor, y como Catalina nunca revocó la orden, todos los días, durante años, se enviaba un guardia a aquel preciso lugar; con lluvia, nieve o calor, allí estaba. Así que imagínense la orden de Alix como algo igual de absoluto.
Sí, eso fue en 1896. Volví al teatro después de la Navidad rusa, que nunca cae el mismo día que la occidental, sino dos semanas después, ni tampoco nuestra Pascua coincide con el día en que Occidente celebra la Resurrección de Nuestro Señor. Nos regíamos por el calendario juliano hasta la Revolución, como sabrán. En 1918 el 31 de enero vino seguido al día siguiente por el 14 de febrero, de acuerdo con el calendario gregoriano que se usaba en la Europa occidental. Pero la iglesia no lo cambió nunca. Así que, ¿quién tiene razón? En 1896, después de la Navidad rusa, yo interpreté un papel nuevo, el de Nikiya, una bayadère o bailarina del templo en el ballet La Bayadère, otro de los cuentos de hadas de Petipa, esta vez con pulseras y saris, bananos y los montes del Himalaya con sus velos enlutados de nieve plateada. Una bailarina de un templo hindú se enamora de un príncipe guerrero, un kshatriya que, ay, ya está prometido con la hija de un rajá. Tanto este como su hija conspiran para librarse de la bayadère, de modo que ella recibe una cesta de flores con un áspid escondido entre sus tallos y pétalos, que salta de repente y le hunde los colmillos en el pecho. Después de su muerte, su Sombra ronda primero los sueños opiáceos del príncipe y luego su boda, inquietando a los novios.
Antes de que la ceremonia se pueda completar, truenos, relámpagos y terremotos destruyen el gran salón del palacio del rajá y entierran entre sus ruinas a todos los participantes. Una venganza perfecta. Curioso, ¿no les parece?, que yo interpretase el papel de una meretriz y bailarina que acaba por arruinar la felicidad nupcial de la joven pareja. Quizá Vzevolozhski, que no había conseguido librarse de mí chismorreando con Polovstov y el gran duque Vladímir, pensó intentarlo otra vez adjudicándome un papel destinado a recordar a Niki y Alix mi pasado con aquel y mi presente como jovencita cuyo fantasma rondaba sus dormitorios, al igual que el fantasma de Alix había rondado en tiempos el mío.
En realidad el plan de Vzevolozhski casi tuvo éxito. Completamente inocente, yo representé el ballet un domingo, 29 de enero. Recuerdo la fecha porque fue el último domingo que bailé casi en todo el año entero. No era difícil ver a la familia imperial aquella noche, situada en su palco, que estaba a la derecha del escenario y no demasiado por encima de este. Había que pedirles permiso para interpretar un bis, que el miembro de más alto rango de la familia concedía con una leve inclinación de cabeza, de modo que teníamos que verlos. Sus rostros aparecían tan claros ante mí como los rostros de los bailarines que representaban a mi enamorado, el príncipe Solor, al rajá y a su hija Hamsatti. Aún me parece ver a Niki con su casaca roja, el fajín, los galones y las medallas, todas de oro; a su madre, con el pelo peinado hacia arriba y cargado con unas joyas que las convenciones dictaban que debían haber ido a parar a Alix, la emperatriz reinante, pero a las que, según me dijo Sergio, María Fíodorovna no había podido soportar renunciar, habiendo renunciado a tantas cosas el año anterior. Y luego estaba la propia Alix. Era la primera vez que yo la veía, y sentí… sentí frío, como si me hubiese bebido una jarra entera de agua helada entre bastidores y esta me hubiese congelado los miembros, en lugar del vientre. Ella era, con aquel cabello de un rojo dorado, exactamente como las princesas alemanas e inglesas del libro de cuentos que mi hermana solía leerme cuando tenía cuatro años. Mi hermana leía mientras yo examinaba las ilustraciones a todo color de la princesa en la torre, la princesa dormida en los bosques, la princesa probándose un zapatito, la princesa soltando perlas y flores al abrir la boca. Alix llevaba un vestido de brocado de plata que confería a su piel un blanco luminoso, y la tiara de perlas y diamantes que llevaba sujeta en su cabello rizado debía de habérsela arrebatado a su suegra tirándose del moño en una riña palaciega. Y yo estaba de pie ante ellas con unos ridículos pantalones bombachos, copiados exactamente de un grabado en el Illustrated London News que documentaba el viaje del príncipe de Gales a la India en 1876, con los brazos cubiertos de pulseras, la piel teñida de marrón como si fuera una taza de té antigua y, en torno al cuello, como una provocación deliberada, el collar del zar. Lo admito: no era totalmente inocente. Quizá no hubiese reconocido el eco de nuestras propias vidas en el ballet, pero ciertamente supe reconocer una oportunidad de irritar a Alix y al nuevo zar. Y les irrité, realmente. Yo no había visto la cara de Niki desde aquella gala para la boda de su hermana, y él no parecía nada feliz de verme. Me miraba desde su palco con expresión seria y recelosa. Sergio me había dicho que Niki estaba disgustado conmigo, y yo no me había percatado de hasta qué punto era así. Había sido un error, quizá mucho mayor de lo que yo creía, organizar accesos de llanto en los ensayos, haber escrito aquellas cartas a Alix, haberme puesto el collar aquella noche. Y al percatarme de todo aquello, mientras el agua helada que chapoteaba en torno a mis miembros se volvía sólida, tuve que arrástrame, levantar brazos y piernas y hacer todos los movimientos del primer acto. Suponía que él no me haría señal alguna para que bailase un bis.