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Yo no había recibido contestación a mi carta, y Sergio no había visto a Niki leerla, y de ese modo, yo solo podía rezar para que aquello que tenía tanta importancia para mí tuviera el poder de conmoverle un poquito. Iba andando simulando despreocupación por entre los árboles del bosque, los bananos, amras y madhavis, con sus ramas entremezcladas, y junto a la pagoda de Megatshada, porque bailaba una vez más, la suerte lo había querido así, La Bayadère. Tenía una escenografía muy recargada, porque a la corte le encantaba ver un escenario lujosamente adornado y le gustaba también la maquinaria: figuras voladoras, apariciones, torbellinos, trampillas, fuentes y cascadas, misteriosas telarañas y matorrales, grandes castillos que se derrumbaban… Vzevolozhski destinaba gran parte del presupuesto del año a la ópera, pero procuraba que quedase suficiente espectáculo para el ballet. Yo avancé por el escenario hasta la mirilla que había en el telón de terciopelo azul.

El palco imperial estaba desierto. A Vzevolzhsky no lo veía por ninguna parte. Era trabajo suyo recibir al emperador en la entrada privada, y con su paso peculiar, pues tenía la espalda encorvada, o quizá doblada de tantos años de hacer reverencias a los soberanos, escoltarle por el vestíbulo privado y el salón hasta su palco. Quizá Niki hubiese acudido al Mijáilovich después de todo, a ver la obra francesa. Vzevolozhski estaría allí para recibirle. Metí el dedo por la mirilla como si doblándolo pudiera atraer a Niki hacia mí. «Ven aquí, ven aquí.»

En el foso de la orquesta los músicos afinaban sus instrumentos, y fragmentos rotos de diversas melodías de la partitura venían flotando desde abajo: ahora el turti, ahora el vina, las gaitas y la pequeña guitarrita de la danza de la bayadère, ahora el violín usado en el segundo acto en el Reino de las Sombras… El palco imperial todavía seguía oscuro, con la cortina corrida en el fondo, y sentí que me encogía y que las pulseras se caían de mis muñecas. Mientras me inclinaba a recogerlas oí a mi alrededor, compitiendo con la orquesta, una enorme algarabía que expandía la noticia desde el público hasta los bastidores y el escenario: «El zar está aquí. El emperador está aquí». Era como la farsa francesa que después de todo el emperador no vería aquella noche: los administradores del teatro tropezando unos con otros en su precipitación por telefonear al teatro Mijáilovich y hacer que Vzevolozhski, con su casaca azul de gala con la estrella de Vladímir sujeta en la solapa izquierda, corriera hacia al Mariinski para saludar a Niki, y sus esfuerzos por llegar a la entrada privada para saludar a sus soberanos ellos mismos si el director no podía llegar con la suficiente rapidez. ¿Qué le habría dicho Niki a Alix para explicar ese cambio de planes? ¿Sabía ella lo que yo le había escrito? Mi sonrisa, al volverme desde la mirilla, era triunfante. «Sabía que él vendría -le dije a la corte del rajá Dugmanta, ahora reunida y en sus puestos para iniciar el primer acto-. Estaba mirando por el telón para verle.» Y dejé a un lado mi pobre y somnoliento reptil y en su lugar cogí el de goma del armario de atrezzo. Ya bailaba de nuevo los domingos.

Fue una noche grandiosa, porque supe que todavía tenía algún poder, por pequeño que fuese, sobre su majestad el emperador. ¿Y qué haría yo con ese poder?

Emperador y autócrata de todas las Rusias

Así, cuando la emperatriz viuda encontró mi nombre en la lista especial de artistas imperiales destinados a actuar en la gala de coronación, aquella misma primavera de 1896, y dijo: «Sería un insulto que ella bailase ante la joven emperatriz», y cuando Niki se quedó allí de pie silenciosamente mientras ella decía tal cosa, yo actué. Seguramente Niki querría que yo estuviera en Moscú para que presenciase el momento en que colocaba la majestuosa corona de ceremonial de cuatro kilos de peso de Catalina la Grande en su propia cabeza. ¿Por qué no lo dijo cuando su madre quitó el capuchón a su pluma y trazó una línea tachando mi nombre? Porque contradecir a alguien era ser descortés, según creía el zar. Sus ministros nunca entendieron esa característica suya, y se asombraban siempre de que ese zar que parecía tan agradable no hiciera lo que le habían aconsejado que hiciese cuando les sonreía en un momento dado y pedía su dimisión al siguiente. Eso mismo le ocurrió al príncipe Volkonski, que sucedió a Vzevolozhski como director de los teatros y que, después de un contratiempo conmigo, le ofreció su dimisión a Niki. Este le pidió que lo reconsiderase, pero en cuanto Volkonski llegó a su casa, encontró una carta del zar aceptando su dimisión, que ya estaba en su escritorio. Ya les contaré algo de esto más tarde. Niki sabía perfectamente lo que quería, aunque sus ministros no lo sospecharan. Yo sí.

Aquella vez no acudí a Sergio en busca de ayuda, sino al gran duque Vladímir, que como jefe de la Academia Imperial de Bellas Artes era el árbitro supremo para todas las cosas relacionadas con el teatro y que como rugiente tío de Niki tenía a su joven sobrino en el bolsillo. Vladímir y sus hermanos fueron los que decretaron que Niki no podía casarse discretamente en Crimea, como él habría deseado, sino que debía esperar y celebrar una ceremonia de Estado formal en el Palacio de Invierno, en la capital. Fue Vladímir el que coreografió el funeral de Alejandro III, y él quien planeó aquella coronación. Yo también sabía ya que a Vladímir le gustaba mucho ejercer su poder, y como su hermano mayor el zar había muerto y su joven sobrino era un nuevo zar todavía muy bisoño, Vladímir disponía de una oportunidad espléndida para jugar a ser el zar durante un tiempo. Niki ya había tenido que reprenderle por usar el palco imperial del Mariinski sin el permiso explícito suyo. Podría haberme dirigido a Sergio para aquel tema, pero aquello no era cuestión de una actuación de un domingo por la noche, sino un asunto de Estado, y temía que la emperatriz viuda no escuchase a su sobrino nieto. No, el emperador Vladímir era una elección mejor, y de todos modos siempre es mejor tener dos aliados que uno, aparte de que yo estaba segura de que Vladímir me ayudaría a anular la orden de la emperatriz viuda sencillamente porque la odiaba y porque Alix había insultado a su esposa. Cuando Alix llegó a Petersburgo, Miechen trató de acogerla bajo sus alas. Después de todo, ambas eran esposas que habían llegado a Rusia desde pequeños principados alemanes, ambas mujeres tranquilas, amantes de los libros y poco preparadas para el espectáculo de la corte rusa. Cuando Miechen miraba a Alix se veía a sí misma hacía mucho tiempo, con una dote modesta y pocas gracias sociales, aunque Alix era una belleza de cuento de hadas, con su pelo de un rojo dorado, mientras que Miechen parecía más bien un bulldog. Pero como Miechen antes que ella, Alix no tenía a nadie que la guiase a través de las complejidades de la rebuscada corte rusa. La emperatriz viuda estaba muy ocupada ayudando a su hijo a elegir ministros y agarrarse a la corona, de modo que la astuta Miechen vio una oportunidad de meter la mano en el bolsillo de la nueva emperatriz. Pero Alix le dio un palmetazo. La puritana Alix encontraba a Miechen demasiado sofisticada, demasiado acomodada a la aristocracia rusa, amante de los lujos y sexualmente amoral, y por tanto, se granjeó la primera enemiga de las muchas que tendría en Peter.