No, la primera fui yo. Y yo era también la obediente douchka de Vladímir, que cerró la boca cuando se le dijo y que sin embargo «todavía» estaba siendo castigada. Y así, Vladímir habló por mí a Niki, que accedió y dijo que sí, que volvieran a poner mi nombre. ¡Quería que yo estuviera allí! ¡Lo sabía! Desgraciadamente, Petipa ya había creado un ballet llamado La Perle en honor a la ocasión.
La perla era la gema favorita de la emperatriz, como ya recordarán. Podía elegir las mejores de todas las obtenidas de las aguas heladas de Siberia por Fabergé, Bolin y Hahn, los mejores joyeros rusos. Y para complacer específicamente a Alix, Petipa diseñó aquel ballet que se representaría en una gala en el teatro Bolshói, uno de los muchos entretenimientos planeados para el nuevo zar y la nueva zarina. Aquel era el papel de Petipa como coreógrafo imperiaclass="underline" preparar piezas especiales para coronaciones, visitas oficiales, bodas reales, y si podía al mismo tiempo halagar a la corte, pues mucho mejor. Sus detractores decían que el viejo siempre había tenido un ojo en el escenario y el otro en el palco imperial. Pero ¿y quién no? La mayoría de los hombres clavaban los dos ojos en el zar, de modo que al menos Petipa se guardaba uno para mí. Petipa ya había imaginado unos divertissements para perlas rosas, blancas y negras, y de repente se veía obligado a crear nuevos pasos para una nueva y rara perla, una perla amarilla, y el señor Drigo tenía que componer para mí immediatement una nueva música. Madame Ofitserova tuvo que diseñar a toda prisa un tutú amarillo. Esos preparativos para mí, que no eran distintos de los hechos para todas las demás, pero realizados mucho después que los suyos, llamaron la atención de manera especial. Digamos que suscitaron algo de cólera. Cuánto revuelo por la Kschessinska, la ex concubina del zar. ¿Por qué es tan importante para el zar que se la incluya? Porque, por supuesto, todo el mundo sabía que el teatro no se habría tomado todas aquellas molestias de no ser por una orden directa del zar. Y así empezaron a correr los rumores de que a pesar de las atenciones que me prestaba Sergio Mijaílovich, Nicolás todavía acudía a mi lecho, rumores que yo no hice nada por desmentir. Incluso se comentó que yo le había dado un hijo al zar, y que ese hijo estaba oculto, disimulado entre nosotros, o no, enviado en secreto a París, pero sí que había un hijo, o incluso dos, y «aquel» era el misterio de la lealtad del zar hacia mí. ¿Cómo explicar si no que la Kschessinska todavía se aprovechase del monedero del emperador? Ojalá hubiera sido eso, pero la verdad es que la única explicación que yo podía encontrar era que el zar todavía me amaba. Estuve llena de felicidad durante todas aquellas semanas en que todo el mundo me odiaba. ¿No se forma una perla acaso por un grano de arena que irrita a una ostra?
Y por tanto me disponía a bailar La Verle en la gala de coronación de Nicolás II en el teatro Bolshói, que había sido renovado con grandes gastos para la ocasión: cincuenta mil rublos para las nuevas colgaduras de terciopelo rojo de los palcos y la nueva tapicería de las butacas, sesenta mil rublos para dorar de nuevo todo lo que brillaba como el oro y repintar el mural del techo, cincuenta mil rublos para reparar las arañas de cristal y sustituir la suntuosa alfombra roja. ¡Más rublos de los que se había gastado Niki en mí! La mitad más. Por supuesto, ahora él tenía acceso a mucho dinero. Yo no lo sabía aún, pero el ballet al final quedaría comprimido entre el primer y último acto de Una vida para el zar, un divertimento menor, y como tal no atraería la atención íntegra del público ni de Niki. Mientras su Perla Amarilla bailaba para él, él saludaba a algunos dignatarios en su palco, Alix a su lado con un vestido de brocado de plata. Resultó que no estaban ni furiosos ni irritados. La verdad es que no miraron al escenario siquiera, por enérgicos que fuesen mis giros. Ni una sola vez, mientras yo bailaba los pasos que Petipa había imaginado para mí, con la música que Drigo había compuesto para mí, con el traje que Ofitserova había confeccionado para mí, ninguno de ellos se fijó en la Pequeña K. La diminuta K. Un grano de arena.
Nicolás escribió en su diario de aquella noche que «La Perla es un precioso ballet nuevo». Leyendo esas líneas, setenta y cinco años después (porque yo releo sus diarios una y otra vez) todavía me enfurezco. Porque, la verdad, ¿cómo podía saberlo?
La coronación de un zar siempre tiene lugar en Moscú, no importa dónde dicten las circunstancias que realice su juramento inicial de fidelidad. Moscú es el enclave de nuestro origen eslavo como tributarios de los mongoles, antes de que separásemos nuestro destino del suyo… y antes de que Pedro el Grande desgajase la corte del corazón del país y le diese un giro mirando hacia Occidente, y Moscú es donde los nuevos zares deben formalizar su entrega al pueblo ruso. De modo que Niki fue a Moscú para ser coronado el 9 de mayo de 1896, después de concluir los doce meses de luto oficial por su padre. El plan de de coronación empezó en marzo del año anterior. Se construyeron maquetas a escala para que la catedral de la Asunción, de trescientos años de antigüedad, y las rutas procesionales que conducían a ella fuesen bien estudiadas por los tíos de Niki, Vladímir, Pablo, Sergio y Alexéi, que servían en la Comisión de la Coronación, de modo que cada paso dado por cada una de las personas implicadas en la celebración, que duraría tres semanas, estuviese cuidadosamente pensado. Todos los hoteles, palacios y alojamientos (los artistas imperiales se alojaban en el hotel Dresde) quedaron reservados, y todas las puertas, ventanas y tejados con vista a la ruta profesional se alquilaron por una fortuna durante aquel día. Se gastó casi un millón de rublos en remozar las calles de la ciudad que recorrería la comitiva. El único elemento que no estaba bajo la jurisdicción de la Comisión de la Coronación era el tiempo, y, por supuesto, no se portó bien. La semana antes de la ceremonia llovió cada día, y el tiempo fue tormentoso, ventoso, lúgubre; solo el día de la entrada de Niki en Moscú el sol hizo su aparición. Buen presagio. De modo que el 9 de mayo el zar y la corte recorrieron los seis kilómetros que iban desde el palacio Petrovski al Kremlin. Miembros de la Guardia Imperial, la Guardia de Dragones, los húsares y la Guardia de Lanceros, los granaderos y los regimientos de guardias ulanos estaban en filas de dos al fondo, los cosacos montados entre ellos, y la Policía de Moscú detrás, a los lados de la calle, todo el camino desde la puerta de Tver hasta el Nikolski, todos ellos encargados de proteger la vida del zar.
Durante la coronación de su padre la Policía descubrió varios intentos de asesinato, uno de ellos incluso con bombas escondidas en los gorros de los terroristas, de modo que se prohibió la tradición de arrojar la gorra al aire a medida que pasaba el soberano. Pero la coronación del padre de Niki había seguido al asesinato de su padre, y aquellos tiempos de inquietud ya estaban muy atrás para nosotros. Alejandro III había muerto sentado en un sillón, no en la calle. Las avenidas estaban adornadas con banderitas para darle la bienvenida, y cintas azules, blancas y rojas, de los colores de nuestra bandera, se secaban lentamente al sol en sus postes, en la plaza. Los edificios a lo largo de su ruta habían sido pintados de blanco especialmente para la ocasión, y se habían adornado con ramas de pino, para dar buena suerte, todas las puertas que daban a la calle, y su aroma picante, acre y fresco cosquilleaba la nariz de todos los que esperábamos, un millón, con banderas en las manos, para ver al nuevo zar y sentirnos transportados por su visión.