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Sí, yo también estaba allí, asomándome desde la ventana de mi hotel, por encima de los rebaños de mujeres campesinas que llevaban sus pañuelos anudados por debajo de la barbilla, con telas amarillas o con estampados o rayas de colores intensos, por encima de las más guapas, que abrían sus sombrillas para protegerse del sol, por encima de las chicas de la ciudad, más a la moda, que vestían sombreros con cintas dispuestas para que formasen grandes lazos o brotes de flores (vi a una mujer con un sombrero puntiagudo, que le daba el aspecto de un Pierrot), todos emocionados como si estuvieran en un circo. ¿A quién no le gusta un circo?

Podíamos oír el gran desfile mucho antes de que llegara hasta nosotros: el saludo de veintiuna salvas que sonó al principio de la comitiva, el obligado repique de las campanas de la iglesia -cientos de campanas que repicaban al estilo ruso, llevando los badajos con cuerdas hacia la campana y no haciendo oscilar las campanas contra los badajos-, y luego los hurras de la multitud ante nosotros, el sonido de botas que pisaban, de caballos, las trompetas y tambores de la orquesta de la corte, que iba avanzando con sus hombres todos de uniforme. La Guardia Imperial fue la que llegó primero, con sus cascos dorados, luego los cosacos con sus sables, la nobleza de Moscú, con la orquesta tras ellos, el montero imperial, el caballerizo mayor y el maestro de los perros, los diversos regimientos de asiáticos con los uniformes y sus provincias sometidas -después de todo, somos un pueblo muy vasto, que llegamos desde muy al este hasta muy al oeste, muy al norte y muy al sur-, los lacayos de la corte con sus pelucas blancas empolvadas, los negros de la guardia abisinia con sus gorras adornadas con borlas y sus casacas bordadas, la corte imperial de Petersburgo con todos sus atavíos militares, viajando en coches o carruajes descubiertos, y luego Niki con su caballo gris, Normando, en cuyos cascos habían puesto herraduras de plata que, como mis zapatitos, ahora se encuentran en un museo de objetos históricos. Detrás de Niki avanzaban los grandes duques con sus carrozas doradas, Sergio entre ellos, y luego la carroza roja y dorada de Catalina la Grande, con una réplica de su corona montada encima, tirada por ocho caballos que transportaba a la emperatriz viuda, llorando porque solo trece años antes se había celebrado la coronación de su marido y la suya propia. Detrás de su carroza, otra: la dorada de la Verdadera Creyente Alexandra Fíodorovna, con la cara pétrea y sin sonreír, porque la multitud se quedaba silenciosa y suspicaz cuando ella pasaba. «Levanta la mano y saluda, idiota -pensé yo-. Sonríe.» ¿Pensaba que ella era la única que había tenido que actuar ante un público hostil? Con todas las intrigas del teatro y las claques de los balletómanos que vitoreaban a sus bailarinas favoritas y abucheaban al resto, yo había aprendido hacía mucho tiempo a sonreír ante el rostro de mis enemigos, a atraerlos hacia mi terreno. Si hubiera sido yo la que hubiese ido en aquella carroza, habría pegado mi cara al cristal, habría sacado los brazos por la ventanilla y les habría saludado. Pero Alix no había aprendido como yo, y cuando acabó la procesión a la plaza de la Catedral, cuando ella y Niki hicieron una reverencia a su pueblo tres veces en la Escalinata Roja, Sergio me dijo que lloraba abiertamente, la muy idiota. Detrás de ella venían las carrozas de las demás grandes duquesas, que sabían comportarse mejor, y luego los diversos príncipes extranjeros a lomos de sus caballos. «Una buena banda de príncipes», como los describe Niki en su diario, príncipes de Alemania, Inglaterra, Francia, Grecia, Italia, Dinamarca, Rumanía, Bulgaria, Japón, todos ellos para presenciar la que sería la coronación del último zar de Rusia.

Las procesiones las filmaron, como sabrán, por primera vez en la historia de Rusia, los hermanos Lumière de Lumière Cinematographe, moviendo a mano las manivelas de sus cámaras. Pero las películas y fotografías en blanco y negro de aquellos tiempos no pueden reflejar ese acontecimiento. Cualquier evento grandioso queda disminuido por una fotografía: todo en ella es pequeño, marrón y silencioso, pero no había nada marrón ni silencioso mientras los coches y las carrozas y los regimientos pasaban a nuestro lado en una vibrante ondulación de rojo, morado, verde, plata y oro, tanto oro que debió de ser como mirar embobado la corte de Luis XIV en Versalles. A veces me pregunto qué ocurrió con todos aquellos pasos, aquellos programas, aquellos trajes y todos esos discursos pronunciados por sacerdotes y soberanos. ¿Están en algún sitio guardados, apuntados, conservados? No importa. Ya no hacen falta. Aquel día las mujeres que estaban debajo de mí levantaron los brazos y vitorearon a Niki al pasar, y había hombres a lo largo de toda la ruta que caían de rodillas y exclamaban: «¡Moriríamos por nuestro zar!». Pensaban que él era uno de ellos, y su deseo de morir por él lo probaba. Pero yo le miré en silencio mientras pasaba junto a la ventana de mi hotel y era como un extraño para mí, mi rostro un primo pálido del suyo, aunque él no tenía ni idea de que flotaba por encima de él. Agarraba las riendas con la mano izquierda, la derecha permanentemente levantada saludando a todos y a nadie en particular. Para simbolizar su humildad al entrar en el Kremlin y empezar formalmente su reinado, llevaba su guerrera corriente del ejército. Podía jugar a ser humilde porque nadie ni nada más a su alrededor lo hacía, no fuera que alguien pudiese tomar la humildad del nuevo zar por debilidad. Pero iba cabalgando en medio de un espectáculo tan vasto, tan abigarrado y orgulloso, que me temo que una chispa debió de subir al cielo y metérsele a Dios en el ojo.

Sí, yo estuve en Moscú en la coronación del último zar, el último emperador y autócrata de todas las Rusias, zar de Moscú, Kiev, Vladímir, Novgorod, Kazán, Astrakán, Polonia, Siberia, el Quersoneso Táurico, Georgia, señor de Pskov, gran duque de Smolensko, de Lituania, Volinia, Podolia y Finlandia, príncipe de Estonia, Livonia, Curlandia y Semigalia, Samogotia, Bialystok, Karelia, Tver, Yuguria, Perm, Viatka, Bulgaria, señor y gran duque de Novgorod inferior, de Chernigov, Riazan, Polotsk, Rostov, Yaroslav, Belozero, Udoria, Obdoria, Condia, Vitebsk, Mstislav y toda la región del norte, señor y soberano de los países de Iveria, Cartalinia, Kabardinia y las provincias de Armenia, soberano de los príncipes circasianos y los príncipes de la Montaña, señor del Turquestán, heredero de Noruega, duque de Schleswig-Holstein, de Storman, de los Ditmars y de Oldenburg.

Habría sido más fácil hacer una lista de lo que no era emperador.

Por supuesto, yo no estaba entre los dos mil invitados a la catedral de la Asunción para la propia coronación, ni tampoco estaba en la lista de invitados para ninguno de los desayunos o almuerzos o cenas o revistas militares o bailes. No, yo vi las procesiones con la gente común y con ellos corrí al Gran Palacio del Kremlin para ver el espectáculo de luces de aquella noche. Grandes proyectores enviaban rayos de luz blanca hacia el cielo y a través del balcón que dominaba la orilla izquierda del río Moskova, y allí Niki y Alix salieron, así iluminados, a saludar a la multitud. El alcalde de la ciudad entregó un ramo de flores en una bandeja de plata a la nueva emperatriz, y cuando ella cogió la bandeja de manos de él, un interruptor oculto envió su mensaje a la central eléctrica de Moscú, que a su vez envió la corriente necesaria de vuelta para iluminar todas las pequeñas bombillitas rojas, verdes, azules y moradas que se habían colgado a lo largo de la aguja de San Juan el Grande, y todas las cúpulas, tejados y antepechos de las iglesias y todos los árboles de los patios y todos los edificios altos dentro del Kremlin. Yo respingué igual que todos los demás, pero en realidad era un truco muy viejo. En Pascua, los sacerdotes de San Isaac tendían una larga cuerda aceitada a través de la parte superior de las velas votivas apagadas que llenaban las cornisas y rodeaban la cúpula de la catedral, muy por encima de la congregación. A medianoche, la cuerda se encendía por una punta y una llama corría por toda la iglesia, iluminando las mechas de todas y cada una de las velas por turno, en un eco del milagro de la Resurrección. ¿Por qué se había dispuesto que Alix realizase un milagro similar? Pues para hacerla divina ante un pueblo que deseaba creer que ella lo era, para hacer que pareciese que era su voluntad que la ciudad resplandeciese, que solo de su mano surgía el polvo mágico que convertía Moscú en un cuento de hadas. Y ¿qué pensaría aquella princesa alemana al mirar la antigua capital iluminada desde arriba, desde la cual los primeros príncipes rusos gobernaban aquella parte del mundo? ¿Se creería entonces una verdadera rusa? Porque nunca lo sería.