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Ella tenía diecisiete años, una jovencita que paseaba por un parque, junto a los Campos de Marte.

Y yo también tenía diecisiete. Y la semana después de la graduación, con mis mejores galas, el cabello bien rizado a la moda de la época, anduve no por el Jardín de Verano, sino a lo largo de la Perspectiva Nevsky, ansiosa de que mi primer encuentro con Niki fuera seguido por otro, durante el gran paseo que se daba cada tarde después de la comida y que acababa antes de que anocheciera, momento en que los trabajadores colocarían sus escalas de calle en calle y encenderían las lámparas de gas a mano, antes de las reuniones, fiestas, cenas y bailes nocturnos. Quizá debería decir aquí algunas palabras sobre Petersburgo, a la que aquellos que fuimos tan afortunados como para vivir allí llamábamos simplemente Peter. La ciudad es un puñado de islas divididas por canales y ríos, todos frente al golfo de Finlandia. Más de una docena de puentes unen todas las partes separadas de Peter: la isla del Almirantazgo, con sus palacios y teatros; la isla de la Liebre, con la fortaleza de Pedro y Pablo; Vasilevski, con el barrio alemán y la bolsa; la isla de Petersburgo, con sus casas de madera y más tarde sus mansiones art nouveau; el lado de Viborg, con sus barracones militares y luego sus fábricas. En 1611 éramos solamente una fortaleza sueca, Nyenshants, que significa «reducto del Neva», pero fue Pedro el Grande, en 1703, quien decidió construir en aquel lugar su capital. «Aquí se fundará una nueva ciudad / Aquí nosotros, a instancias de la Naturaleza / Abriremos una ventana hacia occidente.» Pushkin, en «El Caballero de Bronce», a quien, a diferencia de Lérmontov, sí que leí. En realidad es una ciudad que no es oriental ni occidental, sino ambas cosas. Es europea, como París, en sus avenidas, plazas, parques y sus edificios de granito y mármol, pero es única por sus largos y bajos palacios reflejados en el agua, los ríos y los canales, que dan al aire su luminosidad. Cuando sueño con Peter, sueño con luz. Sí, la ciudad tiene un diseño occidental, pero son plenamente orientales sus colores -rojo ladrillo, amarillo mostaza, verde lima y azul aciano-, y también era oriental la costumbre de tener animales en nuestros patios, como si fuéramos campesinos, junto a las grandes pilas de leña cortada… Yo misma, para disponer de leche fresca, tenía una vaca en mi mansión de la isla de Petersburgo en 1907. Y en las habitaciones, las más privadas, detrás de las fachadas clásicas de granito, detrás de los salones pálidos y dorados, encontrarán que la decoración se inclina hacia las alfombras con dibujos, preciosas telas forrando las paredes, la ubicua estufa rusa negra o de baldosas vidriadas, que se debe atizar de septiembre a mayo, el samovar de plata refulgente o de latón, lleno de té hirviendo. No tuvimos tiempo de librarnos plenamente de lo que teníamos de orientales, pero siguiendo las órdenes de Pedro, la ciudad fue erigida tan rápidamente como un escenario teatral, en solo cincuenta años. Los rusos dicen que Pedro levantó su ciudad en el cielo y luego la hizo bajar hasta el suelo, ya completa. Pero no fue Pedro quien construyó esta ciudad: siervos y reclutas excavaron los cimientos con sus manos desnudas, se llevaron la tierra en los faldones de sus camisas, trajeron y apilaron mármol, granito, pizarra y arenisca. Doscientos mil trabajadores murieron de agotamiento, frío y enfermedades mientras transportaban y erigían aquella piedra, y decimos que la ciudad está construida encima de sus huesos, y sobre sus huesos paseaba el beau monde de Petersburgo cada tarde.

Sí, Petersburgo empezó como fortaleza e incluso en 1890 era todavía una ciudad militar; sesenta mil hombres permanecían acuartelados en unos vastos barracones en el bulevar Konnogvarleiski, detrás del ménage de la Guardia Montada, en el extremo más occidental del Campo de Marte o en el distrito de Viborg, y la ciudad estaba coloreada por los uniformes gris verdoso de los granaderos, blanco y plata de los guardias montados, las casacas escarlata de los húsares y el azul y dorado de los cosacos. Esos hombres y sus oficiales no estaban en Peter solo para hacer maniobras, sino también para actuar. La temporada alta social empezaba en enero, espoleada por los doce bailes que celebraba el zar en el Palacio de Invierno. Los mensajeros de la corte, con sus chaquetas verdes, sus gorros negros con plumas y sus guantes entregaban miles de tarjetas de vitela almidonada grabadas con las águilas doradas de dos cabezas solicitando la asistencia de los convocados a palacio. Aquellas noches, sus grandes salones estarían iluminados por diez mil velas de cera de abeja y adornados con ramas de árboles frutales en enormes macetas y jarrones llenos de rosas de color rosa, violetas de Parma y orquídeas blancas enviadas al norte en tren en vagones con calefacción desde la cálida Crimea, junto con enormes cuencos llenos de frutas que llevaban grabada la silueta del zar. Cientos de troikas y carruajes atestarían la plaza ante el palacio, acercándose a los braseros, con sus llamas que se alzarían como surtidores rojos hacia el cielo negro, y sus conductores llevarían botellas de agua caliente, mantas de marta cibelina y botellas de vodka, pues ni siquiera las mantas ni los braseros bastaban para mantener calientes a aquellos hombres. Esos bailes duraban hasta las tres de la mañana, hasta la última polonesa; si uno tomaba demasiado vodka esperando a su amo, sin embargo, se sentía demasiado caliente… y si se quitaba la túnica tomaba el camino seguro hacia una muerte por congelación. Aunque la plaza estaba resguardada del golfo de Finlandia por la inmensidad del palacio mismo, no hay palabras que puedan describir el frío de un invierno de Petersburgo. Las luces del edificio iluminaban un mundo blanco y negro: hielo brillante, copos, ventiscas de nieve, el aliento humeante y negro de los caballos y los hombres que esperaban.

La temporada terminaba con la llegada de la Cuaresma, y después la sociedad se iba al campo -a las islas que había fuera de Petersburgo, a Crimea, al mar Negro, o a propiedades que tenían en torno a Moscú- hasta que al final del verano las maniobras militares los atraían al pueblo de Krasnoye Seló, junto a Peter, que se vanagloriaba de tener un enorme campo de maniobras en torno al cual se encontraban formando una hilera las villas de madera de los oficiales. Ah, qué ritmo más encantador el de aquellos días. A principios del otoño la corte viajaba a Europa, pero cuando llegaba el otoño de verdad, el ballet, la ópera, el teatro francés empezaban otra vez para adornar los escenarios, y su público volvía y empezaba una vez más a poblar las plateas y los palcos de terciopelo azul y a aplaudir el arte que nosotros, actores, bailarines y músicos perfeccionábamos solo para ellos. Durante mi época había diecinueve cortes en Petersburgo: la del zar, la de su madre y diecisiete grandes cortes ducales; varios miles de personas, contando a todos los miembros de la familia y a los cortesanos, y esos aristócratas, junto con los embajadores y el cuerpo diplomático y la Guardia, y de vez en cuando la nobleza provinciana, acudían a los teatros cada noche durante la estación. Deben recordar ustedes que no existía la televisión, ni la radio, ni el cine; los días del invierno ruso son muy cortos, y hay muchísimas horas de oscuridad que llenar. Los Teatros Imperiales montaban obras teatrales, óperas, operetas, conciertos y ballets, y de estas representaciones del Mariinski, cincuenta eran de ballet, y de ellas, cuarenta eran solo por suscripción. Correspondía al director de los Teatros Imperiales, Iván Alexándrovich Vzevolozhski, aristócrata a su vez que podía remontar su linaje a Riúrik y los príncipes de Smolensko, supervisar la producción de todas aquellas diversiones, y a Marius Petipa, el bailarín francés que llegó a Petersburgo en 1847 y consiguió abrirse camino y suceder a St. Léon como maestro de baile del Ballet Imperial, crear todos los pas para ellos. Le ayudaba el segundo maestro de ballet, Lev Ivánov, que se había convertido en amigo de la familia y a quien encantaban los platos de mi padre, y desplegaba su servilleta de lino y decía: «comamos un poquito», pero nunca se le reconoció mérito alguno por su trabajo, ya que era un ruso en una corte francófila. M. Vzevolozhski prefería los teatros de Petersburgo a los de Moscú. ¿Por qué no? La corte, después de todo, estaba allí. En el Mariinski uno veía las mismas caras noche tras noche. Éramos como una familia, enfrentándonos unos a otros a través de las candilejas, unas relaciones muy vocales, porque los balletómanos nos interpelaban libremente, «venga, Mala», o «más papeles para Tata», para que bailásemos con más entusiasmo o para que los directores recompensaran algún talento excepcional. Y, por supuesto, también había abucheos y silbidos. Fue el gran interés de la corte lo que condujo finalmente a que el gran Chaikovski compusiera para ballet, y al florecimiento del arte. Cuando me hice famosa, iba posponiendo mi regreso a los escenarios cada vez más y más en la temporada, hasta los meses más prestigiosos de diciembre y enero, como si yo también fuese una aristócrata que acabase de volver de Europa. Pero para eso aún falta. En este momento tengo aún diecisiete años.