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Ya me imaginaba cómo se sentía en aquel momento, sin embargo, al ser objeto de tantos miramientos. Después de todo, el teatro era mi medio, y yo misma, personalmente, había sido objeto de miramientos y proveedora de tales técnicas escénicas. Es difícil olvidar, cuando estás ahí de pie, resplandeciente, que no eres tú la maga que ha obrado semejantes milagros, aunque has procurado que el público pensara eso, boquiabierto, asombrado por ti. Sí, como Alix, yo también había disfrutado de momentos semejantes. Justo dos meses después de la coronación yo estaba en Peterhof en una pequeña gruta en la isla de Olga, llamada así por la hermana favorita de Nicolás I, donde se había construido un escenario en el lago y los invitados eran conducidos en pequeños botes a sus asientos en unas gradas construidas en la isla, donde se habían colgado unas luces eléctricas por encima, en los árboles. Cuando empezó el ballet, yo salí de mi pequeña gruta a un espejo, que flotaba en el lago, apoyado en unos pontones, y los tramoyistas tiraron de las poleas que me llevaban hacia el escenario. Era como la reika, una pequeña plataforma en un largo carril construida en un principio para el ballet Cascanueces, en la cual el Hada de Azúcar permanece erguida haciendo arabescos, con su mano apoyada en la del príncipe, mientras los tramoyistas van tirando del alambre para moverla por el escenario, y el hada se desliza sobre este como por arte de magia. Para los reunidos allí, parecía como si yo fuese andando por el agua, y sus «ooohs» y «aaahs» venían flotando hasta mí. Yo caminaba por encima del agua, Alix iluminaba una ciudad entera con sus dedos. Pero su actuación impresionó a mucha más gente que la mía.

Las semanas de la coronación, aunque estuvieron llenas de milagros, no carecieron tampoco de bajas. Dieciocho personas murieron en el tumulto que se produjo cuando unos heraldos con sus túnicas doradas y sus sombreros con plumas negras y rojas distribuyeron pergaminos de recuerdo anunciando la fecha de la coronación. El carruaje en el que iban fue asaltado por un mar de cuerpos y despojado de sus emblemas imperiales, que se convirtieron también en recuerdos, supongo. Pero eso no fue nada comparado con los dos mil campesinos que murieron aplastados en el campo de Jodynka, a las afueras de Moscú, donde cuatro días después de la coronación, según la tradición, se daría de comer a los campesinos y se abrirían barriles de cerveza, llenando unas copas rojas, azules y blancas esmaltadas que llevaban estampadas las iniciales del zar, en cirílico H II, con la imagen de la corona por encima y la fecha 1896 debajo. Aunque parezca increíble, las tiendas y las mesas se habían colocado en un campo lleno de agujeros, zanjas y trincheras, donde hacía las maniobras la guarnición de Moscú. ¿Quién cometió aquella imbecilidad? Tiendas y mesas balanceándose en un suelo plagado de huecos… Ya en la coronación de Alejandro II un puñado de campesinos murieron pisoteados allí, pero aquel año había quinientas mil personas en aquel prado, y cuando algo (un rumor, un grito, el desmayo de una mujer) encendió el pánico, la multitud empezó a empujar. Algunos quedaron asfixiados de pie, otros cayeron en las zanjas, donde fueron pisoteados y sus caras, ojos y bocas abiertas quedaron cubiertas de barro. Los cuerpos aplastados, con los brazos como si fueran los brazos de papel de unas muñecas sobresaliendo de los troncos aplastados, yacían como una lona que protegiera encima del campo las zanjas y baches que los habían matado. El caos fue filmado por los horrorizados hermanos Lumière, que estaban allí para rodar el banquete, pero la policía les confiscó la película. Tuvieron tiempo de pensar en ello mientras ellos y los cosacos colocaban los cadáveres en sábanas, y cuando ya no hubo más sábanas, en el mismo suelo. Y luego ya ni siquiera hicieron eso, se limitaron a esperar a que llegasen los carros de los campesinos, llenos de paja, para poder limpiar el campo antes de que empezase el baile organizado por el embajador francés aquella noche en el palacio Sheremetev, en la ciudad. Los carruajes de los asistentes a la fiesta tendrían que pasar por aquel campo de camino hacia Moscú.

La emperatriz viuda dijo a Niki que cancelase el baile de aquella noche, pero los tíos de Niki insistieron y él y Alix asistieron mientras los cadáveres yacían apilados en morgues improvisadas, o bien en el mismo lugar donde habían quedado asfixiados, los que no pudieron ser trasladados a tiempo, debajo de las gradas del campo imperial. La madre de Niki tenía un olfato político agudo (teníamos eso en común, yo me habría llevado muy bien con ella), pero los tíos decían que sus invitados franceses habían traído tapices, candelabros y fuentes y bandejas de oro para el acontecimiento, y que Francia era el aliado más importante de Rusia, y que el sentimentalismo era algo inútil. En aquel momento de su reinado, llevando solo diecisiete meses como zar, Niki era todavía el sobrino obediente que hacía caso de los tíos que llevaban más tiempo sirviendo al imperio del que él mismo llevaba vivo. Su padre los hubiese considerado unos idiotas incompetentes, pero Niki sentía que no había nadie menos competente ni menos tonto que él. Le aterrorizaba cometer un error. Todos los nombramientos burocráticos o ministeriales que le sugería el ministro del Interior de su padre (y suyo por tanto), Sergéi Witte, recibían la misma respuesta: «Se lo preguntaré a mi madre», cosa que hacía que el señor Witte se riera disimuladamente de Niki. Pero decidir algo y decidirlo mal era una humillación mucho peor. Era muy joven, tan joven que deberíamos perdonarle. Ni siquiera en el propio baile, donde Sergio Mijaílovich y sus hermanos apartaron a Niki y le pidieron que saliera un momento con ellos, diciéndole que todavía no era demasiado tarde para cancelar todos los bailes y actuaciones y revistas y en lugar de ello celebrar un servicio religioso, Niki, espiando las pétreas caras de sus tíos Vladímir, Pablo, Alexéi y Sergio Alexándrovich, fue capaz de decidir lo que le dictaba su propia conciencia. Los del Club de la Patata menos uno, irascibles, salieron en masa, creando un revuelo del que Niki temía formar parte, ya que los tíos iban susurrando detrás de los jóvenes: «Traidores». Sergio le abandonó a aquellos tíos, cuyas políticas conservadoras Niki seguiría para perjuicio suyo durante las dos décadas siguientes. Habría sido mejor que Sergio hubiese caminado del brazo de Niki, razonando con él de la misma manera suave que razonaba conmigo cuando yo me ponía testaruda. Pero no, Sergio le abandonó, y Niki se quedó bailando aquella noche tres horas en el vestíbulo del palacio de Sheremetev, endulzado por el aroma de cien mil rosas que procedían del sur de Francia. Al día siguiente celebró una comida en el palacio Petrovski. Asistió a una cena de Estado aquella noche en la sala de la orden de San Alejandro Nevsky. Bailó de nuevo en el baile del gobernador general. Y luego dirigió la revista militar de sesenta mil hombres de la caballería, artillería e infantería. La revista se llevó a cabo en el campo Jodynka.

Nicolás había deseado imitar a su zar favorito, Alexéi I, Alexéi el Pacífico. Pero cuando volvió a Petersburgo, el pueblo ya le llamaba Nicolás el Sangriento.