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¿Han visto el huevo de Pascua de la coronación que hizo Fabergé aquel año para la esposa de Nicolás el Sangriento? Es una cáscara de oro envuelta en red de oro que se abre, y una miniatura de carroza imperial roja y dorada sale suavemente de su nido de terciopelo dorado. Fabergé fabricó cincuenta y seis huevos de Pascua para los zares antes de huir de Rusia en 1918. Alejandro III encargó uno cada año para su emperatriz, empezando en 1884, y después de su muerte Niki encargó dos al año, uno para su madre y otro para Alix, cada huevo reflejando una ocasión gozosa de su reinado (una coronación, la canonización de un santo, la finalización del ferrocarril siberiano, el Tricentenario de los Románov), y si no había gran acontecimiento que celebrar, entonces era un huevo lleno de fantasía y deleite. El huevo de Pascua de 1916 durante la guerra parecía de muerte: la cáscara gris, más granada que huevo, se elevaba mediante cuatro balas, y el brillo del huevo se había embellecido con un águila de doble cabeza de oro, con la corona del zar en forma de mitra fijada encima, donde se encontraba la anilla de la granada. En el interior, un retrato en miniatura sobre un caballete en miniatura representaba al zar y el zarevich en el frente consultando con los comandantes del ejército, un árbol sombrío sin hojas al fondo, el cielo gris y nublado. Los huevos de Pascua que Fabergé hizo para el año 1917 no los pudo entregar: por entonces Niki había abdicado y estaba prisionero con su familia en Tsarskoye Seló. Pero aun así Fabergé le mandó la factura.

Sé que sueño con una Rusia que ha desaparecido, una Rusia que «no existe en el mapa, ni tampoco en el espacio», como escribió Marina Tsvetaeva en su exilio aquí, prominente poeta en Moscú pero que, como yo, perdió tanto su país como su público después de la Revolución. La vi por última vez en el funeral por el príncipe Volkonski, en 1938, en la iglesia ortodoxa de la calle François Gérard, de pie a un lado. No habló con nadie, nadie habló con ella. Se había unido al gobierno provisional que depuso al zar y ningún monárquico de París lo olvidaría jamás. Después, ella acabaría por volver con su familia a Moscú. Algunos de los nuestros hicieron lo mismo, aquellos a los que parecían tan grandes nuestra pérdida de objetivos y de lugar aquí que superaron el miedo y desconfianza hacia una Rusia con Lenin o Stalin. Sí, ella volvió, como otros (el compositor Prokófiev, el escritor Gorki). Stalin adoraba a esos artistas, les dio apartamentos, dachas, premios: el premio Stalin… Pero Tsvetaeva allí era como una paria, su poesía simpatizaba demasiado con el antiguo régimen y con el gobierno provisional que lo había reemplazado brevemente. Era como si se hubiese visto mancillada también por el tiempo que pasó en Occidente. Sin el abrazo protector de Stalin, la gente tenía miedo de ser vista con ella, de hablar con ella incluso. Su marido, que había luchado con los blancos, fue arrestado y fusilado poco después de su regreso, bajo sospecha de ser espía de Occidente. Su hija, Alya, fue enviada a servir siete años en un campo de trabajo por el mismo motivo. Al final Tsvetaeva se ahorcó. Había encontrado la respuesta a su única pregunta, la que hacía en «Poemas a un hijo»: ¿Se puede volver a una casa que ha sido arrasada?

No, no se puede volver, excepto en los sueños o en los recuerdos.

Así que volvamos mediante los recuerdos.

El cetro y el orbe

En 1897, Niki y Alix tenían ya dos hijas, Olga y Tatiana. Pensarán ustedes que después de presenciar tal espectáculo de consumación yo habría dejado de amar a Niki, pero aunque se había celebrado dos veces el nacimiento de aquellas hijas con ciento una salvas, el país solo estaba tan feliz como podía estarlo por el nacimiento de una hija, y ahí se encontraba mi esperanza. ¿Y si Alix solo podía darle hijas a Niki? El país había reaccionado con decepción, igual que debía de haberlo hecho Niki, sobre todo la segunda vez, cuando los cañones se detuvieron después de la salva número cien en lugar de seguir con las trescientas gloriosas que anunciaban que había nacido un varón y heredero. Niki necesitaba un heredero, pero en lugar de eso la familia usaba la belleza de sus hijas como cebo para asegurarse el amor del pueblo, distribuyendo fotos, postales y calendarios con imágenes de las hijas de Niki vestidas con sus enaguas, gorritos ribeteados de piel y chaquetitas abrochadas hasta el cuello de piel, y a medida que se iban haciendo mayores, fotografías de ellas vestidas con perlas y encajes, con el largo cabello atado con cintas y en parte cayendo por la espalda y los hombros. Los bellos rostros de esas niñas que habían nacido entre púrpuras inspiraban adoración: los cosacos que las custodiaban guardaban como iconos sagrados cada florecilla o piedra que las niñas les entregaban como regalitos. Pero por muy lindas que fueran las niñas, no eran niños. Y aunque Elizabeth Petrovna había sido emperatriz, igual que dos Catalinas, y aunque Victoria reinaba en el trono de Inglaterra, ninguna de las hijas de Niki podía ser heredera. Durante los últimos cien años en Rusia solo los hombres habían heredado el cetro y el orbe. Pablo I había decretado aquello, y sus leyes provenían del odio que sentía por su madre, Catalina la Grande, la princesa alemana que se casó con el zar Pedro III y luego hizo que lo asesinaran, se apropió del trono y mantuvo al margen a su hijo enviándolo a un palacio de provincias del cual no fue liberado hasta la muerte de ella en 1796, de camino hacia el retrete. Entonces ella le dejó una carta en la cual le decía que el zar ni siquiera había sido su padre, y que era hijo de un amante suyo, un oficial. Una carta de dudosa veracidad, porque Catalina sí que había compartido el lecho de su esposo durante un tiempo, antes de negárselo, y esa carta estaba destinada a ser una última estratagema para que su hijo perdiera confianza incluso después de muerta. Sí que se puso nervioso: ¿y si él no era siquiera un Románov? Para un país con rey, el nacimiento lo es todo. Pablo volvió a sellar la carta de su madre y la guardó con instrucciones de que solo debía leerla cada nuevo emperador que hubiese, a lo largo de los cien años siguientes. De modo que Niki sabía que necesitaba un varón. Las hermanas de Alix tenían hijos todas. La hermana de Niki, Xenia, tendría seis. Y sin embargo, Alix solo podía darle niñas al zar.

Cuando yo acudía al Jardín de Verano y veía a las nodrizas paseando por allí con sus sarafans bordados de oro (de seda azul o de algodón debajo del hilo de oro, si estaban amamantando a un niño), con un montón de collares de ámbar colgando del cuello para alejar la enfermedad, pensaba: «Si le hubiese dado un hijo a Nicolás…». Y cuando veía a un niñito jugando con el aro o con una pelota o subido en un columpio en verano, y en invierno llevar un trineo a la gran colina de hielo construida en la plaza del Almirantazgo, pensaba: «No tenía que haber usado la copa de cera de abeja que me enseñó a llevar mi hermana para evitar que mi padre y mi madre se murieran de vergüenza si tenía un niño…». La semana antes de Cuaresma, yo habría cebado a aquel hijo con blinis empapados en mantequilla. Y justo antes de Pascua, le habría hecho pastelitos en forma de alondra que traen consigo el buen tiempo, metiendo en la masa uvas pasas en lugar de ojos, y le habría comprado huevos pintados de rojo y huevos de chocolate y juguetes de madera, un palacio de madera en miniatura con un coche de madera, hojalata y cristal haciendo juego para que esperase delante. En Navidad habría comido galletas de jengibre y le habría comprado una marioneta de oso que bailase al tirar de sus cuerdas, y un pajarito vivo en una jaula. Sergio Mijaílovich era un buen correo de los secretos de Niki y los míos, pero un hijo habría sido un correo mucho mejor aún… una trampa. Si yo hubiera tenido un hijo, Niki se habría sentido obligado a verle, y por tanto, a verme a mí. La primera Navidad después de que Niki se comprometiera con Alix, yo fui entre Navidad y Año Nuevo a que me leyeran el futuro, como era la costumbre. Las jovencitas siempre querían saber quién sería su marido. Pero yo quería saber otra cosa. No «¿cuál es su nombre?» sino «¿cuándo volveré a verle de nuevo?». Pero los trucos de los adivinos no me dijeron nada. La vela se fundió en un cuenco lleno de agua, pero no formó ninguna silueta distinguible. El trozo de papel quemado sujeto contra la pared no formó la sombra de figura alguna, solo un borrón. Los espejos reflejaron uno en el otro solo paredes vacías. El caminante que pasaba por la calle estaba mudo, y no podía decirme si era un Sergéi, un Alexánder o un Nikolái.