Sí, los que estaban muy cerca del zar y tendían las manos se las encontraban llenas de oro, y había sido así desde hacía cuatrocientos años, aunque a final de año todos los gastos de su corte consumieran el Tesoro y el zar se encontrase en bancarrota. Pero Niki adoraba esas costumbres de la antigua Rusia en las cuales el zar era absoluto y todas las riquezas fluían a través de él. Le encantaba la historia de Catalina la Grande, que ordenó que colocasen un centinela perpetuamente en un puesto en la pradera. Le encantaba que por derecho él pudiese elegir las mejores pieles, vodka, maderas y metales que procedían de las minas de Siberia. Aunque ya estábamos en 1900, quiso cambiar el traje de corte por los largos caftanes del siglo XIV, y cambiar la pronunciación de las palabras por la de la antigua Moscovia. Quería retroceder en el tiempo, mientras el mundo corría hacia delante. En la Rusia medieval, la costumbre mantenía antaño al zar y a su emperatriz protegidos del pueblo, incluso de sus propios boyardos. Observaban las ceremonias de la corte desde su terem, a través de ventanas secretas, como misteriosa e invisible fuente del poder, y como Niki no quería que le mirasen, y a Alix no le gustaba aparecer en la corte, quizás un terem les hubiese convenido a los dos. Pero acudían al pequeño teatro del Hermitage y dejaban que todos los viésemos.
Aquella noche la diversión que había inventado Petipa era Les quatre saisons, para lo cual había coreografiado cuatro bailes: Rosa de verano, Escarcha de invierno, Bacante y Tiempo de Cosecha, y yo representaba a esta última como espiga de cereal. No recuerdo la coreografía, pero no importa, porque no era ninguna obra maestra. Los vegetales no inspiran grandes obras de arte. En el Mariinski, la corte se mantenía a distancia, pero allí Niki estaba sentado ante mí, en una butaca, junto a Alix, justo al otro lado del foso de la orquesta y el proscenio del escenario, que se proyectaba hacia delante en forma de semicírculo. Si lo saltaba, podía aterrizar en su regazo, pero me temblaban tanto las piernas cuando los tramoyistas fueron levantando el telón que no estaba segura siquiera de poder andar. Sabía que Sergio estaba allí fuera, y busqué su rostro para consolarme. Él me hizo una seña con la cabeza, me dedicó una ligera sonrisita torcida, la sonrisa secreta que nos dirigíamos el uno al otro. Como una Jano de dos rostros, se la devolví. Yo me quedé en plan decorativo durante gran parte de los primeros divertissements, con una espiga de trigo en la mano como atrezzo, y fue una suerte, porque ya no me acordaba de lo que se suponía que tenía que hacer cuando mis ojos se encontraban con los luminosos y azules de Niki.
Me parecía que me miraba con afecto. A aquella corta distancia, Alix parecía, a los veintisiete, al menos una década mayor, y aquel mismo año consultaría a sus médicos doscientas veces por el corazón, los nervios, la ciática… Cuando esos hombres no la satisficieran, empezaría su largo y finalmente desastroso viaje de confraternización con curanderos y santones. Todo esto se encontraba aún en el futuro, y sin embargo se podía adivinar algo ya en su cara: en la expresión de cansancio, los ojos lúgubres, la larga nariz que ya empezaba a caer, el pelo encrespado que se erguía como un turbante desde su frente demasiado amplia, ese pelo cepillado y luego sujeto con horquillas en torno a unas gruesas almohadillas de tela que le daban esa forma tan recargada a su peinado. A mi alrededor bailaban mujeres igualmente poco atractivas: la joven Anna Pavlova, con su nariz ganchuda, mi fea rival Olga Preobrazhénskaya y la hija de Petipa, la recia Marie, que parecía una guerrera vikinga, y que si tenía un puesto allí se debía por entero a su padre. No, no había competencia alguna en el escenario que pudiese atraer la atención de Niki, y yo empecé a notar que con mucha discreción sus ojos (solo los ojos) se dirigían repetidamente hacia el lugar donde yo estaba para recrearse en mi silueta, y después volvían a la acción general del escenario. Quería verme con mi traje resplandeciente de oro y mis bombachos, mucho más cortos que mis faldas habituales, y con mi peluca graciosamente rizada. Bueno, ¿quién no se complacería con una visión semejante? Y de pronto empecé a disfrutar de aquella velada. El sudor nervioso que me envolvía y empapaba mi cabello bajo la peluca empezó a secarse y yo esperaba ya impaciente a que me tocase el turno de ocupar el centro del escenario y bailar, en esos momentos en que Nicolás no tendría que apartar sus ojos de mí.
Recuerdo que era Nicolái Legat, mi querido Kolinka, quien me acompañaba en aquel adagio. Ah, era tan agradable de mirar entonces, con su cabello oscuro y rizado, los ojos tan grandes como gajos de naranja, y un labio inferior que cualquier mujer adoraría morder. Fue Kolinka Legat quien me descubrió el secreto de la interminable serie de fouettés de la Legnani, observándola durante los ensayos del segundo acto de El lago de los cisnes, y fue él quien me enseñó que yo también podía girar la cabeza de repente concentrando la vista en un punto central, el truco mediante el cual se puede realizar la serie de treinta y dos giros sin caerse. (Le regalé una pitillera de oro con un monograma por sus desvelos.) Yo era una espiga, pero aquella noche decidí comportarme no como un alegre cereal en su rasposa espiga, sino más bien como una mujer de carne y hueso embrujada por su amante. Nuestra coreografía, muy estricta y reglamentada (aquí juntas la cabeza con la de tu pareja, luego das la vuelta y colocas esta mano aquí y la otra allá) a menudo producía un efecto mecánico en el adagio, una aproximación superficial al amor. Pero aquella noche, y no por última vez, yo decidí encauzar mis sentimientos por Niki usando al inocente Kolinka como médium. No pensaba que a él, como era amigo mío, le importase. Quizás exageré un poco mi papel, le miré con demasiado amor a los ojos y luego los volví hacia el zar, que se encontraba tan cerca de mí. En un momento dado, levanté la mano hacia el zar y luego doblé el brazo y toqué con mi palma la de Kolinka. La cosa continuó así hasta que finalmente Kolinka susurró desde atrás, mientras me sujetaba para hacer un arabesque, «Mala, ¿qué te propones?». Yo casi me echo a reír.
¿Tuvieron mis esfuerzos el efecto deseado? Creo que sí. El zar no tenía ojos ni para la Escarcha de Invierno, ni para la Rosa de verano, la Bacante o la propia emperatriz, sentada allí mirándole con la cara cada vez más agria. Me olvidé de mirar a Sergio. La emperatriz quizá no estuviese muy complacida con lo que veía en escena, pero la Espiga ciertamente complació al zar.
Sergio me dijo más tarde que en la galería del Hermitage, Niki se inclinó hacia él debajo de un Rembrandt, después de los platos principales y la ensalada pero antes del postre, mientras encendía un cigarrillo amarillo, y le dijo: «Mala está muy guapa esta noche». Cosa que Niki esperaba que Sergio, complacido por la aprobación del zar, me repitiera diligentemente. Y Sergio estaba complacido, pero también se mostraba cauteloso.
¿Qué ocurriría después?
Pues un encuentro.
Solo unos meses después el jefe de policía me llamó para decirme que el emperador pasaría junto a mi dacha, por la carretera de Peterhof a Strelna, a la una en punto, y que yo debía procurar estar de pie en el jardín, en un lugar donde el zar pudiera verme.
Fue la primera de varias llamadas semejantes, y el tiempo me enseñaría a recibirlas con mayor dignidad que aquel día. Cuando colgué el receptor, chillé. Luego corrí al jardín, porque tenía poco tiempo, de este banco a aquel arriate, intentando decidir qué posición ofrecería la mejor vista desde la carretera.
Creo que incluso pensé en sentarme encima de la fuente, pero acabé eligiendo obviamente el banco de piedra, en el cual primero me senté y luego me puse de pie, de puntillas, tan ansiosa estaba de asegurarme de que Nicolás me viese por encima del seto recortado que dividía mi jardín de la carretera. Con aquel calor, el aire me parecía arremolinado y líquido, espeso debido a los lengüetazos del mar en el fondo de mi jardín, que se había puesto a florecer con repentina furia, como ocurre en Rusia: después del largo invierno, la súbita primavera, tan súbita que te conmociona. Me sentía un poco como los enanos o los africanos que mantenían los antiguos condes rusos para su diversión, o peor, como una de esas desgraciadas siervas obligadas a pintarse de blanco y posar en el jardín como una estatua cuando pasaba su señor.