De modo que Alix puso los labios en la oreja de su paciente y susurró: «Hazme regente de tu hijo. Declara a tu hermano heredero temporal, no zarevich. Ignora a tu madre. Estoy segura de que ahora llevo un niño». La verdad, tengo que reconocerlo: no carecía de capacidad para la conspiración, la treta y el ardid. Y entre sus delirios acalorados, Niki también veía lo mismo que ella: el paisaje de la ausencia de poder, los árboles sin hojas, los tallos sin flores, humo y cenizas. Hasta yo, en San Petersburgo, podía verlo… porque ese futuro era solo mío, y se dirigía hacia mí con la noticia de la enfermedad de Niki. Quizá no tuviera nunca la oportunidad de completar mi destino con Niki, y yo también era capaz de conspiraciones, tretas y ardides. Había visto durante tanto tiempo en Alix al instrumento de mi perdición que había dejado de preocuparme por el asesinato o la enfermedad. Mucha gente moría de tifus. Quizá no volviese a ver nunca vivo a Niki. Intenté representarme su imagen mientras iba cabalgando junto a mi dacha, pero lo único que veía era mi propia imagen con el vestido blanco y el bonito pelo suelto. Tendría que haberme puesto una cinta. Me quedé echada en la cama, en Strelna, un día entero en camisón… ¡una eternidad!, esperando la noticia de la muerte del zar, pero la noticia no llegó nunca, y a fin de cuentas, ¿cuánto tiempo puede pasar uno en la cama? Tenía que levantarme. Y lo mismo ocurrió al final con el zar.
En diciembre ya estaba sentado en su butaca.
En enero ya había vuelto a Petersburgo, para alivio de su madre y su hermano, y para la disimulada decepción de sus tíos los grandes duques y sus primos de mayor edad.
En junio ya estaba en Peterhof, donde, el cinco de ese mismo mes, para la desesperación de toda la familia imperial al completo, Alix dio a luz a su cuarta hija, Anastasia.
Y a finales de junio Niki recorrió la Gran Carretera Volkonski hasta mi dacha de Strelna. Sus dos guardaespaldas cosacos se quedaron en los establos mientras nosotros caminábamos hacia la casa, y el viento intentaba quitarnos la ropa, que nos quitaríamos de todos modos muy poco después, y las hojitas y ramitas tendrían como blanco nuestras caras y cuerpos, la tarde súbitamente estridente.
Mi idilio no será breve
Ah, es casi demasiado doloroso recordar aquella tarde triunfante mientras permanezco aquí echada en esta cama.
Diré que parecía, después de todo, que Niki había cedido a la naturaleza voraz de su abuelo, quien, al no quedar plenamente saciado con su esposa y su amante, encargó al artista Mijaíl Alexándrovich Zichi unos grabados pornográficos para obtener mayor placer aún. Esos objetos eróticos (en uno de ellos Zichi representaba a mujeres empaladas por unos falos alados, como si la mujer de espaldas recibiendo el falo del demonio no bastase para él, y los miembros desencarnados pudiesen también fornicar simultáneamente a su lado) fueron descubiertos ocultos en el escritorio de Alejandro II en el Palacio de Invierno por los bolcheviques cuando arrasaron el palacio en 1917, y posteriormente publicaron los dibujos en libros para que todo el mundo los viera. Pero ¿qué llegaría a saber el mundo de «esta»mujer de espaldas, recibiendo el falo del zar?
Cuando acabamos tras su bramido satisfecho, Niki se levantó a buscar sus cigarrillos, que llevaba metidos, como siempre, en el bolsillo de la casaca o en el bolsillo del sobretodo, dondequiera que iba. Puso uno en su boquilla, que era exquisita, como todos los objetos que poseía, por muy pequeños que fuesen, como una pluma, un tintero, un cepillo o un botecito, todos de plata o de oro, o con incrustaciones de nácar o con gemas engastadas. Tenía una colección de pitilleras de Fabergé en el vestidor de su baño. ¿Poseería algún objeto sencillo? Nunca vi ninguno. Los bolcheviques tampoco encontraron ninguno cuando se llenaron los bolsillos con las chucherías de palacio, hasta los jabones imperiales grabados en relieve eran un buen botín. Me chupé una punta de un mechón de pelo, un hábito infantil, y miré al zar, que aspiraba por su preciosa boquilla, inclinándose de vez en cuando hacia delante para ofrecerme una calada, algo que, gracias a Sergio, sabía cómo hacer. Me gustaría decir que pensaba en los sentimientos de Sergio Mijaílovich en aquel momento, y no solo en los truquitos que me había enseñado, pero la verdad es que no era así. Solo pensaba en lo desalentador que resultaba el anillo de oro que brillaba en el dedo anular de la mano derecha de Niki, y el hecho maravilloso de que, aun así, él yaciese desnudo en mi cama. Y él ya no era un fauno, sino un hombre; pesaba más que seis años antes, y tenía arruguitas en los rabillos de los ojos, y aquellos seis años como emperador del país y emperador del dormitorio habían anulado sus titubeos, sus reservas como amante. Yo descansé la barbilla en el muslo de Niki y con mi pelo le hice una improvisada hoja de parra, mientras él estaba sentado apoyado en las almohadas, fumando y mirando por la ventana las cabezas altas, amarillas y moradas de los tulipanes de mi jardín, los más osados de aquellos tulipanes tan orgullosos, tan grandes, que era imposible que supieran que el viento los arrancaría de sus tallos antes el verano. ¿Pensaba él acaso en Sergio, a quien acababa de desplazar? ¿En Alix, a quien acababa de traicionar? Yo tenía la mente en blanco… el placer y el triunfo lo habían borrado todo, pero aún sentía en un rinconcito unas cuantas palabras que se iban formando poco a poco, y que rompieron filas cuando Niki dijo abruptamente: «Demos una vuelta».