El quería que nos vistiésemos poco: yo solo la camisa y las enaguas, él la camisa abierta encima de los pantalones de montar. Quería disfrutar en aquella tarde fragante la insignificancia de la gente corriente, que puede andar a medio vestir por el jardín de sus casas vacías. Creo que en aquel momento no quería ser el zar, ni siquiera él mismo. Pero mi casa no estaba vacía, aunque a él le hubiese parecido que lo estaba. Solo tenía un criado, una cocinera y un jardinero, pero cualquiera de ellos podía mirar por una ventana y ver a Nicolás II con su camisa hinchada al viento, anclando a mi lado. ¡Y con qué sorpresa le contemplarían! ¿Qué pensarían, si lo hacían? ¿Que la fortuna de aquella casa pronto mejoraría? Las suelas de las botas del zar doblaban la hierba. Mis pies desnudos rozaban la hierba. En su coronación, cuatro años antes, Niki había quedado eclipsado por la altura de Alexandra, aumentada aún más por los tacones y la corona que llevaba, y eclipsado también por su anchura, incrementada por las anchas y tiesas faldas de su traje cortesano. A su lado era él quien parecía el consorte, y no ella, de menor estatura, con la barbilla hundida en el cuello de su manto. Ella hacía que él pareciese más pequeño, pero a mi lado sobresalía majestuoso, y su paso era el de un emperador. Todo reside en las proporciones, como sabe cualquier escenógrafo. Un pequeño castillo en el telón de fondo parece enorme en la distancia; el segundo piso de una fachada se construye de la mitad del tamaño del primero, para dar la ilusión de una mayor altura; una rueda grande girando hace enana a una joven, un enano junto a ella la convierte en una giganta.
Fuimos andando por mi carretera privada hasta el golfo, y su silencio era tan profundo que yo pensé absurdamente que cuando llegásemos allí, quizás esperaba que nosotros, los dos fornicadores, nos ahogásemos juntos. El viento levantaba su camisa y la mía, pero cuando llegamos al agua, él se detuvo y no hizo movimiento alguno para atarme una gran roca y arrojarme a las olas. No. Quería hablar. Lo que fuera que quería decirme lo quería decir allí, fuera, como si no quisiera que se le pudieran tener en cuenta esas palabras y quisiera dejar que el viento por encima del agua se las llevase a medida que hablaba.
– Alix consultó a un consejero espiritual, un tal monsieur Philippe, y él le aseguró que me daría un hijo. -Volvió la cara hacia mí-. Dijo que esta última niña sería un niño.
Al ver a otra niña más en brazos de Alix, me dijo Niki, tuvo que excusarse y apartarse de la cabecera de su cama y dar un paseo por el parque del palacio de Peterhof para dominar su decepción. ¿Cuál fue la reacción de su hermana Xenia? «¡Dios mío, otra niña!» Eran las seis de la mañana, pero el rocío ya se había secado de los moteados pétalos de las flores, y la esperanza y la fe de Niki se habían secado con sus gotas.
Yo había oído hablar de monsieur Philippe Nazier-Vachod, el ayudante de carnicero procedente de Francia. Todo Petersburgo había oído hablar de él. Daba conferencias, en su francés incorrecto, sobre los orbes celestiales y la Tierra, que en tiempos fue, según él, una bola de fuego, y enunciaba profecías mientras aseguraba: «Yo en mí mismo no soy nada, soy solo el receptáculo de Dios, y actúo en nombre de lo divino». Sus discípulas lo llamaban Maestro y reverenciaban sus poderes psíquicos, creyendo que si él las proclamaba invisibles lo serían. No se saludaban unas a otras por la calle porque se creían tan invisibles como M. Philippe les había prometido, y por tanto no podían verse. Si monsieur Philippe le había prometido a Alix que tendría un hijo, ella se aplastaría cada noche debajo del zar para conseguirlo. Pero Niki se había quedado sin ganas de hacer el amor con Alix, decía, y esos seis años de enfermedades, paranoias y desesperación habían acabado con su paciencia y con su deseo. Hasta su creciente misticismo lo vivía con consternación.
– Mi madre casi no habla con ella; mi padre, si estuviera vivo, la habría repudiado.
Niki empezó a usar su estudio como refugio, su incesante papeleo como barrera, la oscuridad como herramienta de último recurso. Cuando era el momento del mes de concebir para ella, me dijo, haciendo muecas, él conseguía cumplir su parte conjurando los recuerdos de mi cuerpo, que aquí y ahora era tal y como lo recordaba, exactamente igual que cuando tenía veinte años. Y entonces me besó los brazos. Bueno, claro, yo no había tenido cuatro hijos y era bailarina, una ocupación que conserva el cuerpo mejor que si lo sumerges en formaldehído. Pero no dije nada. Que pensara lo que quisiera de la maravillosa condición de mi belleza y la decrepitud de la suya. Que me besara los brazos en toda su longitud. No, yo me deleitaba con sus palabras. Todo aquello era precisamente lo que había esperado oír, los pensamientos demasiado privados para que el zar se los revelase a Sergio, imposibles de revelar dada la relación que tenía Sergio conmigo, la cual Niki podía detener con una sola palabra. Si el zar deseaba recuperar su lugar en mi lecho, Sergio, por supuesto, se vería expulsado de él. ¿Acaso pensé: «¿Dónde está el joven oficial de corazón ligero del que me enamoré hace diez años, y quién es este hombre atribulado que ocupa su lugar»? Pues no, no lo hice. Solo pensaba que no podía esperar para correr de vuelta a mi familia, a mi padre en particular, y decirle: «¡El zar todavía me ama! Estabais equivocados. ¡Mi idilio, después de todo, no es tan breve!».
De modo que durante aquellas largas tardes de julio de 1901, cuando Alix y sus cuatro hijas estaban haciendo la siesta en Peterhof sin saber nada, Nicolás dejaba a un lado los documentos que le habían traído sus ministros de Petersburgo en la cartera de cuero especial con la insignia imperial grabada, montaba su caballo y recorría los once kilómetros que había hasta mi dacha. Me había pedido que vaciase mi casa aquel verano de 1901 para sus visitas: Sergio estaba con su regimiento en Krasnoye Seló, yo no daba fiestas, no invitaba a nadie a quedarse, daba las tardes libres a todos mis criados… y por tanto, nadie nos veía cuando caminábamos hacia los bosques en busca de setas que Sergio había hecho plantar para mí, o cuando el propio Niki llenaba mi cesta de corteza de abedul con los sombreretes negros y marrones, que luego yo prepararía estofados con mantequilla y nata. Yo no tenía los talentos culinarios de mi padre, pero eso sí que podía hacerlo por el zar. Nos sentábamos en la veranda y comíamos con los dedos, como dos niños que se han quedado solos mientras los adultos han salido de visita. Antes de irnos a la cama, nos chupábamos los dedos el uno al otro para limpiarlos. Los dedos que él limpiaba de mantequilla en tiempos ahora están arrugados y resecos, pero entonces no, y los suyos tampoco. Aquel verano no me puse la copa de cera de abeja ni el emperador se puso funda alguna, y aunque él no decía nada, yo sabía qué era lo que quería: un hijo, a cambio del goteo constante de todas esas hijas. El sol sale antes de las cinco ese mes, y forma un arco ocioso por el cielo, y como tarda tanto en su viaje hacia el oeste, nuestras tardes juntos eran interminables: hacíamos el amor con lentitud, largamente, sin aliento por el calor. Solo cuando se acercaba la hora de la cena, él se levantaba de aquella cama y se daba un baño en la bañera más grande que había en la dacha, y que aun así no era lo bastante profunda o larga para él. En los baños de cada uno de sus apartamentos, en cada uno de sus palacios, se habían instalado unas bañeras empotradas en las cuales podía sumergirse por entero. En mi mansión de la Perspectiva Kronversky yo también haría instalar una bañera semejante, pero todavía faltaban dos años para aquello. En mi país nos tomamos el baño muy en serio, cada finca tiene su casa de baños y las manzanas de cada ciudad están llenas de ellas: baños públicos completos, con alfombras persas, forrados de madera, con palmeras en macetones y criados que traen bandejas de brandy y cigarros. Los hombres, fumando y bebiendo, se meten en la piscina y luego se sientan en la sauna mientras unos pajes les golpean con ramitas de abedul o bien se retiran a una habitación privada donde un paje se deja corromper a cambio de un estipendio. Para Niki yo servía igual que ese paje, y en mi dacha él doblaba los miembros en mi bañera, en la cual yo vertía el aceite que le encantaba, de bergamota, naranja amarga y romero, y le pasaba la esponja primero con aquel agua y luego con otra fresca mientras estaba allí echado, con el cigarrillo entre los dientes, la cabeza apoyada contra el borde de porcelana. La ventana por encima de la bañera dejaba entrar un aire acre por la hierba, pinos y abedules, el aroma atrapado e intensificado por el vapor que salía del agua. En su dulce neblina, los dedos de él jugueteaban con los míos, y a veces volvía su rostro hacia mí y yo empezaba entonces ya a temer su partida, lo vacía que se quedaba la dacha en cuanto él se iba, y el espectro de Sergio, que parecía caminar por las habitaciones al salir el zar. A veces corría tras él para decirle: «Lo siento, ya sabes que él fue mi primer amor…». A veces mis dedos tabaleaban en el borde de la bañera, llenos de temor por anticipado, y el zar tranquilizaba mis dedos con los suyos propios. Finalmente, sin embargo, Niki tenía que ponerse de pie, con el agua resbalando por su cuerpo como las aguas de la fuente de Peterhof resbalaban por el dorado cuerpo de Sansón, y la finca y la tarde eran un inacabable fragmento de aburrimiento al cual debía volver ahora el zar, para enfrentarse a la cena, los bordados, la lectura en voz alta, quizá la exhibición de alguna película de la cual, a instancias de la emperatriz, se habían eliminado los momentos indecorosos. A todo esto se veía sujeto el zar, igual que se veía sujeto a las continuas predicciones de monsieur Philippe, que le aseguraba que el hecho de que hubiese nacido Anastasia cuando todas las señales del sol y la luna y las estrellas señalaban el nacimiento de un hijo debía indicar que ella estaba marcada para tener una vida extraordinaria. El siguiente hijo sería un niño, ciertamente, porque Anastasia había abierto el camino. Y entre tanta tontería, el zar guardaba silencio.