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Así que Niki se vistió y me dejó aquel día de agosto para ir a la Gran Revista de Krasnoye Seló sin saber nada, y no recuerdo si me dijo algo más o qué le dije yo, si tomó el baño que yo le había preparado o no, si le vi vestirse o no, o si nos besamos para despedirnos. Solo supe que volvía con Alix y que se quedaría junto a ella durante su confinamiento, y que yo no le vería hasta al cabo de mucho tiempo. En cuanto desapareció por encima del puente, yo empecé a preocuparme. ¿Y si yo no tenía un hijo? Otra hija interesaría muy poco a Niki, y esa falta de interés no bastaría para contrarrestar el escándalo que estaba segura de que iba a sufrir yo. No lo temía demasiado. Aun así, sería un escándalo mucho mayor que el de ¿llevará o no Mathilde unas enaguas con aros? En este, el zar había vuelto con su amante y ella le había dado un hijo.

Las mujeres de la buena sociedad que tenían hijos ilegítimos como resultado de una aventura se retiraban de la vida pública, se iban al extranjero para el parto, si podían, y daban en adopción a sus hijos. Las amantes daban a luz en casa y criaban a sus hijos al margen de la sociedad, empleando las relaciones de su protector para ennoblecer a sus hijos o encontrarles un lugar en la corte, en la guardia o en el cuerpo diplomático. Hasta el hijo de una sirvienta y un aristócrata podía conseguir una cierta posición; la gobernanta de los propios hijos del zar, por ejemplo, era una de ellas. Y las chicas que no tenían protección, como las muchachas pobres del ballet que se quedaban preñadas de jóvenes oficiales que las abandonaban, bueno, esas chicas eran despedidas y volvían a casa con sus familias, y cada una sobrellevaba su desgracia como podía. Yo no encajaba exactamente en ninguna de esas categorías. Yo era una amante, pero mi hijo no pertenecía a mi protector. Era una bailarina que se había quedado preñada, pero mi fecundador no era un joven oficial, sino el zar. Si Alix y yo teníamos hijos varones las dos, ella lucharía por enviarme a mí y a mi hijo al exilio, probablemente a París, para que viviéramos allí codo con codo con Ekaterina Dolgoruki y su hijo, que tenía ciertas reivindicaciones sobre el trono. Pero ¿y si yo no había engendrado un hijo del zar? ¿Y si el hijo que gestaba era, por ejemplo, del gran duque Sergio Mijaílovich? Si yo tenía una hija, Sergio le encontraría marido entre alguna de las grandes familias rusas, porque yo no la sometería a la limitada vida del teatro, y si tenía un hijo, bueno, para un niño las posibilidades eran infinitas. Mi hijo podría estudiar en el Liceo Alejandro, o en el Corps des Pages. Podría unirse a la Guardia. Podría incluso hacer carrera en la corte. Y si Alix tenía otra hija, bueno, entonces sería otra historia totalmente distinta. Mi hijo entonces podía ser zarevich. Pero por ahora, era mejor que mi hijo fuese el hijo de Sergio Mijaílovich.

Habrán visto que yo no podía dejar que la conciencia sobrepasara a la conveniencia (aunque nunca había sido así), de modo que a la vuelta de Sergio solo le dije que había descansado aquellos días de julio mientras él estaba en Krasnoye Seló haciendo maniobras con las tropas, absorto por aquel mundo de hombres, armas y uniformes al cual se retiraban periódicamente todos los varones Románov. Si Alix no hubiese dado a luz aquel verano, Niki habría estado allí con él, con todos ellos, en lugar de meterse en la cama conmigo, con sus guardaespaldas cosacos jugando a las cartas en mi establo como únicos testigos de lo que se suponía que eran largas cabalgadas del zar por el campo. Sí, yo acogí a Sergio en mi lecho con grandes prisas y con un falso ardor que le hizo sonreír. Sí, yo le chupaba con mi negra lengua, y frotaba mis cenizas, mi polvo de carbón y mis guijarros cubiertos de hollín por todo su cuerpo, y él se limitaba a sonreír y decir «cuánto me has echado de menos, Mala», antes de que mi cuerpo le escupiese hacia un sueño en el que yacía indefenso, terroríficamente inconsciente de mi malignidad.

A finales de octubre mi cuerpo había empezado a cambiar de una forma que solo yo podía notar, pero que pronto notaría Sergio también. La temporada de teatro había empezado también, aunque yo podía ocultar mi embarazo por el momento bajo mi tutú de alta cintura si tenía mucho cuidado con el perfil que presentaba en escena (gracias a Dios, no actuábamos en leotardos como hoy). Al final tendría que retirarme el resto de la temporada con la excusa de alguna enfermedad y de Sergio con algún pretexto más complicado. Elegí una tarde gris, mientras íbamos en su coche por la Perspectiva Nevsky, en el paseo habitual. Al cabo de unos años, a los coches de caballos se les unirían los automóviles, pero por ahora, compartíamos los amplios bulevares solo con bicicletas y drozhkis y taxis de caballos llamados izvozchiki, y también troikas y tranvías eléctricos.

Como todas las mujeres que viajaban en esos vehículos, yo llevaba un velo que me protegía el pelo y la cara del viento y el polvo. Es mejor ir velada cuando una tiene dos caras. Las lluvias de septiembre habían terminado ya; la nieve de noviembre no había llegado aún. No estábamos ni aquí ni allá, un día estupendo para una mentira. Paseando a nuestro alrededor veíamos a los oficiales con sus uniformes de invierno y capas grises, hombres con sobretodo y capas oscuras con escarapelas que indicaban su rango, estudiantes con sus mantos negros, campesinos con túnicas con cinturón y chaquetas de piel de cordero, mujiks con camisas rojas. Mujeres campesinas con pañoletas llevaban a sus niños en brazos, y las institutrices, algunas extranjeras y otras eslavas, llevaban de la mano a sus pupilos o iban en un pequeño desfile, y las que llevaban bebés empujaban unos cochecitos muy historiados. Me toqué el pelo, las muñecas y el hueco entre las clavículas. Cuando abrí la boca, las altas y esbeltas ventanas de la ciudad me miraban desde los edificios de cuatro pisos que se alineaban en las calles.

– Sergio, estoy embarazada de un hijo tuyo -dije, y las palabras calientes casi abrasan la tela de mi velo. Contuve el aliento. ¿Me creería? Se volvió hacia mí, con el barbudo rostro lleno de alegría. Ah, sí. Me creía. Terrible. Tuvimos que correr hacia mi casa en la Perspectiva Nevsky para brindar a la salud del niño, y Sergio vertió el vodka en los vasitos enjoyados que me había regalado Niki como presente por la inauguración de la casa, diez años antes.