De modo que Niki podría visitarnos discretamente cuando quisiera, y planeaba hacer excavar un túnel por debajo del Neva que fuese desde el sótano del Palacio de Invierno hasta el de mi nuevo palacio. He oído decir que los visitantes a mi mansión, ahora museo Estatal de Historia Política, hasta el día de hoy piden ver la entrada al túnel secreto que en tiempos conectaba el palacio de la bailarina Kschessinska con el palacio del zar. La historia política no les interesa, yo sí. El pasaje secreto, el túnel subterráneo, no carecía de precedentes, dados los inviernos rusos. En Moscú había túneles que conectaban el palacio Yusúpov y el palacio del tío de Niki, Sergio Alexándrovich, con el Kremlin. En 1795 se excavó un túnel de ciento cincuenta metros entre el sótano del palacio de Alejandro en Tsarskoye Seló y su cocina, situada en el otro extremo del jardín. En 1814, el ingeniero Marc Brunel propuso a Alejandro I que se construyese un túnel bajo el Neva, y cuando el emperador por el contrario decidió tender un puente, Brunel excavó un túnel bajo el Támesis. De modo que en el Neva ahora habría también un túnel, y la Kschessinska tendría pronto su palacio. Hasta entonces debería contentarme con sus escasas visitas a mi dacha, donde yo permanecía fuera de la vista, ya que era el único lugar donde Niki podía visitarme y donde, una o dos veces, yo pude convencerle de pasar un rato agradable en mi cama. Sí, sí, accedí. Debía ser paciente. Pero la paciencia, lo admito, no era mi fuerte.
Casi todos los grandes emperadores tuvieron dos esposas, ¿saben? Miguel Románov, Alexéi Mijaílovich, Fiódor Alexéivich, Pedro el Grande. Niki no me dijo directamente nada de esto, pero yo comprendí que era una posibilidad, y él también debía de creerlo así. Por supuesto, había que hacer desaparecer a la primera esposa. La primera mujer de Pedro el Grande no supo morirse a tiempo, de modo que después de una década de matrimonio, él la obligó a retirarse a un convento y tomar el velo. Más tarde, Pedro se casó con una chica campesina que trabajaba en la lavandería del regimiento. Y fue el hijo de esta última quien se convirtió en el siguiente zar. ¿Saben que al final de su breve vida el abuelo de Niki maniobró para convertir en emperatriz a Ekaterina, colocando en la línea de sucesión a su hijo, Georgi, en lugar del hijo de su primera esposa, Alejandro, el padre de Niki? A Alejandro II nunca le gustó la fría recepción que dieron los hijos de su primera esposa a la segunda… ni a los hijos que tuvo con ella. ¿Lo tolerarían el país y su familia? ¿Podría pasar por alto al insensible Alejandro en favor de su encantador Georgi, hijo del amor de su vida? Niki tendría que maniobrar con la misma delicadeza. Sí, primero me haría llevar a palacio. Luego me daría un título: princesa Krassinski-Romanovski. Luego enviaría a Alix y a su rebaño de niñas a París… o la devolvería, con las niñas escondidas bajo sus grandes faldas, a Hesse-Darmstadt, donde podrían convertirse todas en luteranas, si lo deseaban. Sí, si Alix no quería que Niki tuviera una segunda esposa, tendría que darle un hijo. Tant pis.
Para prepararme para mi fabuloso futuro, decidí retirarme de los escenarios (como si alguien pudiera olvidar que en tiempos había bailado en ellos) al final de aquella temporada. En 1700 quizá la emperatriz pudiera ser una lavandera, pero en 1900 no podía ser una bailarina.
Mi hermana ya se había retirado con la bendición de mis padres, aunque lo había hecho tras veinte años en el teatro y con los ingresos de su pensión. Pero cuando yo fui a la Perspectiva Liteini a decirle a mi padre que me quería retirar, él no se sintió muy feliz con esta última ocurrencia mía. Lo encontré en el salón de baile donde daba sus clases de danza. Las niñas estaban ya saliendo en fila, con las cintas del pelo torcidas, para reunirse con sus institutrices, que esperaban en el vestíbulo con los abriguitos forrados de piel de sus pupilas y sus botas también ribeteadas de piel. La larga sala de baile estaba luminosa y húmeda, y en su interior mi padre era como un alto sauce con levita. Aquellos del teatro que daban clases de danza llevaban corbata y frac, y a veces incluso iban así a los ensayos, si tenían un horario demasiado apretado, y esos hombres eran conocidos como «el grupo de la levita». Mi padre parecía delgado, un poco demasiado, con su levita. Se estaba haciendo viejo, me di cuenta. Justo cuatro años antes celebró los sesenta años en los escenarios del zar. Recibió tantos regalos que cuatro tramoyistas tuvieron que izar cada baúl lleno de bandejas de oro y copas de plata desde el foso de la orquesta hasta la mesa colocada en el escenario donde, en el intermedio, el telón permaneció levantado para que el público pudiese apreciar la gran estima en la que tenían a mi padre.
En aquel momento yo pensé: «Mi padre bailará siempre», pero entonces me di cuenta de que no sería así. Con una voz mucho más discreta y menos grandilocuente que la mía habitual, le conté mis planes, y antes de hablar él cogió una toalla pequeña de la silla junto al espejo y se secó el rostro cuidadosamente, eliminando también a la vez su sonrisa. Entonces supe que no me iba a desear buena suerte, ni expresarme sus mejores deseos. No.
– Mala -dijo-, tu hermana, bendita sea, era una bailarina bastante buena. Que interprete ahora el papel de madre. Pero tú, Mala, eres otra historia, totalmente. Recuerda, tu poder procede de tu arte.
Quizás era de ahí de donde recogía él su poder, pero yo ahora tenía otra fuente, menos efímera que el arte, y no pensaba entregarle mi hijo a mi hermana, por mucho que me presionaran mis padres. Como bailarina una se tiene que acabar retirando, pero yo podía vivir hasta una edad mucho más avanzada que la de mi padre y morir como emperatriz. Mi padre seguramente se dio cuenta del aspecto obstinado de mi cara, porque dobló la toalla, se la puso encima del hombro y me tendió los brazos.
– Ven, Maletchka -dijo, y durante unos momentos dimos unos pasos de vals en la sala de baile; en la puerta, algunas alumnas se quedaron mirando al hombre alto y la mujer diminuta que circulaban con gracia por toda la sala vacía, donde ellas mismas, unos minutos antes, habían ejecutado esforzadamente la polonesa, la mazurca, la cuadrilla y ese mismo vals.