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– Mi hijo es el hijo del zar -les conté-, no de Sergio, y un día será zar.

Mi padre dijo:

– Mala, por favor, basta.

Mi hermano se burló:

– ¿Tu hijo el zar de todas las Rusias? ¿Es que tu ambición no tiene límites?

Seguramente había perdido el juicio por todos esos grandes duques que cenaban en mi mesa y se entretenían conmigo en mi cama, dijo. Ni con el mayor esfuerzo de la imaginación se podía pensar que Vova fuese otra cosa que el hijo ilegítimo de una bailarina, tan marginado por la sociedad como cualquier otro hijo ilegítimo. ¿Acaso pensaba yo que con todos mis truquitos podía aligerar las circunstancias de su nacimiento? Yo chasqueé los dedos. Mi padre pidió a mi hermana que me hiciera recapacitar. Yo la miré, indignada. Ella había visto las cartas que yo enviaba al zar con Ali. Ella había pasado con mi coche junto a los tres terrenos que el zar me había comprado en la isla de Petersburgo. ¿Creía ella que todo eso eran fantasías por mi parte? ¿Estaba solo siguiéndole la corriente a la pequeña Mala? Supongo que pensaba que Ali había roto y tirado mis cartas al zar, y que mis terrenos pertenecían al barón Brandt, que vivía al lado. Me resultaba odioso que me mirase con esa superioridad suya tan Kschessinski. Bueno, pronto vería. Todo el mundo lo vería. Y todo el mundo incluía a Alix, de quien yo sabía que estaba haciendo todo lo posible para librarse de mí.

No tuve que esperar mucho.

Porque tan pronto como empezó en el Neva el deshielo primaveral y se abrieron los cimientos para mi magnífica y nueva casa en la isla de Petersburgo, Alix empezó otra vez a promover la canonización del monje Serafín de Sarov. El año anterior quería que se llevase a cabo la canonización antes del nacimiento del que pensaba que sería su hijo, pero el procurador del Santo Sínodo, jefe de la Iglesia ortodoxa rusa, se había resistido. Si hacían santo a aquel monje justo entonces, creía ella, intercedería ante Dios en su favor y Dios esta vez le daría un hijo, en lugar de un fantasma. Serafín de Sarov, el monje del monasterio de Sarov que murió en 1833 y que vivió como un eremita en una choza fuera de sus muros, se decía que había realizado milagro tras milagro en Siberia, y que también había hecho profecías. Predijo el reinado de Niki, les nombró a él y a Alix como zar y zarina cincuenta años antes de que nacieran, incluso predijo que el zar y toda su familia un día acudirían a Sarov. Alix creía que si Serafín la había conocido cuando solo existía en la mente de Dios, entonces también conocería a su hijo, el niño que estaba destinada a tener, cuyo espíritu todavía esperaba a ser invocado. En anticipación de todo aquello, Serafín sería el santo patrón de Nicolás y Alexandra.

Por entonces ella había perdido ya toda su paciencia con la Iglesia. No le importaba si Serafín cumplía o no los requisitos necesarios para la santidad. No le importaba que su cuerpo se hubiese descompuesto, mientras que el de un santo debía ser dulce e incorrupto. Cuando el obispo Antonio de Tambov, que también era de la provincia donde había vivido Serafín, protestó por aquella glorificación, Alix insistió en que el obispo fuese enviado a lo más profundo de Siberia, como un revolucionario silenciado. Le dijo al procurador:

– Todo responde al poder del emperador, incluso el hecho de hacer santos.

Finalmente, Niki tuvo que dar un paso: la canonización debía llevarse a cabo, aunque solo fuera para tranquilizar a la zarina. Yo sabía que Niki solo intentaba calmarla, hacer que su ruptura final con ella fuese más fácil, si ella creía que lo habían intentado todo y que ella le había fallado por completo. De modo que la Iglesia declaró que el pelo, dientes y huesos eran prueba suficiente de santidad, aunque en tal caso, por supuesto, todo cuerpo yacente en una tumba habilitaría para ello, y a pesar de los cientos de cartas de protesta, el Santo Sínodo presidió una canonización que no deseaba. Que Alix canonizase a todos los monjes vagabundos de Rusia, pensé yo. Ni uno solo de ellos conseguiría que tuviera un hijo.

En julio, mientras se elevaban las vigas y los pilares de mi palacio, toda la familia imperial acudió en tren a la estación de Arzamas, en medio de la nada, y allí subieron a unos carruajes abiertos para viajar hacia el antiguo monasterio de Serafín. Campesinos a miles se alineaban junto a las carreteras sin pavimentar, y Niki detuvo el convoy para que la gente le pudiera saludar, besar sus manos, tocar las mangas de su chaqueta, llamarle batushka y Padre Zar. Antes de su regreso a San Petersburgo, más de cien mil campesinos se aglomeraron para ver a Niki en toda su divinidad, y fue llevado a través de la multitud a hombros de sus ayudantes para que el pueblo pudiese verlo sin pisotearse unos a otros. «Hermanitos», les llamaba Niki, mientras intentaba abrirse camino entre la multitud, antes de que sus ayudantes finalmente le levantaran en hombros. Cada día había milagros y curaciones en la catedral, en la cabaña de Serafín, en plena naturaleza, junto a la corriente donde setenta años antes Serafín se limpiaba la tierra que tenía bajo las uñas. Los niños se curaban de la epilepsia, hombres con las piernas atrofiadas podían andar, etc., etc., y Niki y Alix visitaron aquel río milagroso también la tercera noche que pasaron en Sarov. Desnudos, se sumergieron en el agua oscura y helada, vigilados a distancia por unos pocos oficiales de caballería discretos. Mientras tanto, mi casa y yo nos habíamos convertido en objeto de intensos chismorreos en la capital. Unos dibujos del diseño proyectado aparecieron en la publicación Architect. ¡Yo misma se los había enviado al editor!

¿Me preocupaban a mí acaso todos aquellos milagros y plegarias y baños en riachuelos? Ni lo más mínimo. Ni siquiera en octubre, cuando supe que Alix estaba embarazada de nuevo.

Mi casa estaba construida al estilo art nouveau, que entonces hacía furor: los ladrillos claros brillaban como el oro al sol; las guirnaldas y ramilletes de hierro forjado serpenteaban por encima de las muchas ventanas, y las paredes de cristal del invernadero subían dos pisos. Aquellas ventanas estaban cerradas por unos pestillos de latón que yo había pedido a París, como una extravagancia. Mi Salón Blanco podía albergar un concierto. La seda amarilla besaba los muros de mi salón pequeño, y roble ahumado el grande. Tenía también un comedor, una sala de billar (porque al zar le encantaban los billares), un estudio, una docena de dormitorios en el piso de arriba, una cocina y una bodega abajo, un ala entera para los criados, una cochera, establos y un granero con una vaca para que mi pequeño zarevich pudiese beber siempre leche fresca. El balcón de su habitación daba a la Perspectiva Kronoverski. Yo contraté a un dvornik (mayordomo), dos lacayos, un despensero, un jefe de cocina y dos cocineros, una fregona, un calderero, un chófer, dos doncellas para mí y un valet para Vova. Mi mansión se terminó en el verano de 1904. Vendí la casa del 18 de la Perspectiva Inglesa al príncipe Alexánder Romanovski, duque de Leuchtenberg y uno de los muchos parientes de Niki, y solo cuando crucé el puente Troitski hacia la isla de Petersburgo mi familia creyó lo que les había contado. Incluso me convertí en protagonista de una nueva cancioncilla que corría por la capitaclass="underline"

Como un ave volaste del teatro y sin escatimar las piernas llegaste bailando a tu nuevo palacio.

Sí, que Niki se quedase junto a Alix mientras ella estuviese confinada, porque yo había conseguido llegar bailando a un palacio.

Y estaría allí, en una postura de reposo en una de las chaise-longues de mi Salón Blanco, cuando llegase Niki, mejor que en mi dacha, en una de sus visitas clandestinas, para decirme que Alix había dado a luz a otra niña llamada Ekaterina, o Elizabeth, o Elena, o que de nuevo no había niño… Yo intentaría no saltar triunfante y gritar: «¡He ganado yo, Mathilde-Marie!».