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Sin embargo, en cuanto hube desempaquetado mis trajes y los hube colocado en mi guardarropa, cada traje numerado con una pequeña plaquita, los grandes cañones de Pedro y Pablo empezaron a disparar las tradicionales salvas que señalaban que había nacido un hijo del zar. Era el 30 de julio. Corrí hacia el balcón y agucé el oído en dirección a las islas de la Liebre y del Almirantazgo. Nadie en Peter escuchaba más fervientemente que yo el número. Noventa y nueve. Cien. Ciento uno. Ciento dos. Y los cañones no se detuvieron. Pensé al principio que me había equivocado, o quizá que me había dejado engañar por los ecos peculiares de la ubicación de mi casa nueva, pero las salvas continuaron, tantas y durante tanto tiempo que me di cuenta de que mi error no era aritmético, sino que tenía otro sentido mucho peor. Hacia los ciento cincuenta ya estaba llorando. Cuando llegaron a los doscientos diez me recompuse. Hacia los trescientos el teléfono empezó a sonar (¿he mencionado que yo tenía el número de teléfono prestigiosamente bajo de 441?), pero no atendí la llamada de los artistas del teatro ni de mi ridícula familia, que quería decirme: «¿Piensas que es verdad?», y que no tenían ni idea del desastre que representaba para mí aquel acontecimiento. Por la tarde apareció en todos los periódicos la confirmación de que el zar había engendrado un hijo varón: «Mediante el manifiesto del 28 de junio de 1899 nombramos sucesor nuestro a nuestro amado hermano el gran duque Miguel Alexándrovich hasta que llegase el momento en que nos naciese un hijo varón. A partir de ahora, según las leyes fundamentales del imperio, el título imperial de Heredero Zarevich y todos los derechos pertenecientes a él corresponden a nuestro hijo Alexéi».

Alexéi. Le habían dado el mismo nombre que Alexéi Mijaílovich, Alexéi I, Alexéi el Pacífico, el padre de Pedro el Grande, el amable zar que tanto había admirado siempre Niki. Era un nombre poco habitual para un Románov, para una familia tan llena de Konstantín y Nikolai, Vladímir y Mijaíl, Sergéi y Alexánder, pero Niki adoraba al último zar moscovita, el último antes de que su hijo Pedro, tan amante de lo europeo, erradicase las antiguas costumbres rusas, hiciera que todos los hombres se afeitasen la barba y que las mujeres se pusieran corsé, y los puso juntos para que cenaran y bailaran igual que lo hacían en La France. En su propia coronación, Niki se había sentado en el trono de Alexéi, que tenía setecientos cincuenta diamantes incrustados. Pero había un motivo por el cual la familia había puesto aquel nombre a sus hijos tan esporádicamente: el nombre pertenecía no solo al padre de Pedro el Grande, sino también al hijo, aquel hijo a quien Pedro había hecho asesinar clandestinamente cuando empezó a sospechar que podía estar conspirando contra él. Ese Alexéi asesinado era aquel a quien recordaba el pueblo cuando empezaron a susurrar que traía mala suerte el nombre de aquel pobre niño nacido de una mujer que les llegó detrás de un ataúd.

Doblé el periódico que contenía el ucase del zar. Subí la pequeña escalera de diecisiete peldaños que conducía a mi dormitorio suite en aquella casa que era mía desde hacía tan poco, y que quizá ya no fuese mía dentro de poco. Me dirigí al enorme cuarto de baño cubierto de azulejos azules y plateados que albergaba la gran bañera empotrada que había hecho colocar para el zar, y en la cual no se había bañado todavía nadie, puse el tapón al desagüe y abrí el grifo. Me metí en ella totalmente vestida, y mi plan se fue desarrollando ante mí a medida que lo llevaba a cabo. El agua lentamente fue cubriendo mi cuerpo, empapando primero la tela de mi vestido, luego incluso las capas más intrincadas de mis enaguas, y finalmente hasta la camisa que llevaba, el cubrecorsé y la lona de mi corsé, todo lo cual actuaba como lastre. A medida que iba subiendo el agua, mi pelo y luego mis brazos empezaron a flotar hacia la superficie, y cuando tuve la cabeza plenamente sumergida, miré hacia arriba, al baño inundado, con sus azulejos plata y azul iluminados por pequeños riachuelos de luz. Me encontrarían allí, conservada como una rareza del museo Científico de Pedro el Grande, y en mi placa pondría: Antigua amante del zar Nicolás II. Tendría que haberme puesto un vestido mejor, pero era demasiado tarde. Tendría que haber llevado un crucifijo entre las manos, pero también era demasiado tarde para eso. Abrí la boca para respirar, pero al entrar agua en lugar de aire, mi cuerpo explotó, indignado, y salí disparada tosiendo. Parece que no tenía lo necesario para morir, para desaparecer, cosa que habría sido muchísimo mejor para todo el mundo excepto, quizá, para mi hijo, que ahora comía manzanas cortadas a trocitos en la cocina con mi cocinera. Una vez yo desaparecida y con el zar entretenido con su hijo legítimo, Vova acabaría al cabo de poco tiempo adoptado por mi hermana y relegado a la escuela de ballet como los demás en mi familia, y acabaría por desvanecerse en la maraña de aquel teatro y emerger sesenta años después como un anciano con un reloj de oro. ¿No había ninguna otra carrera posible para un Kschessinski? No, parece que no. Solo si yo estaba viva podía asegurarme de que aquello no ocurriese. Solo si yo seguía viva podía asegurarme de que Vova tuviese la vida que se merecía. De modo que me puse de pie, con las faldas que pesaban cien kilos, y escurriéndoles toda el agua que pude, pasé la pierna por encima del borde de la bañera. Arrastrando el vestido, fui andando con mis zapatos empapados hacia el dormitorio e hice las maletas para irme a Strelna, como si ya fuese el momento de mis habituales vacaciones de verano. Allí pensaría qué hacer a continuación.

No había pasado ni una semana desde mi llegada a Strelna, donde ni siquiera se suponía que debía estar, cuando el jefe de policía me llamó para informarme de que se estaba cerrando el puente de Peterhof a Strelna y el emperador venía de camino para verme. Y yo pensé: Niki viene ya a pedirme la llave de mi palacio, y a pagarme otros cien mil rublos. Ya tiene redactados los documentos oficiales para que se los firme. Pero no llevaba ningún documento cuando vino. Antes de poder saludarle siquiera, antes de llegar siquiera a los escalones de la veranda donde yo había salido al oír su caballo, me dijo:

– Mala, el niño está enfermo. -Y cuando lo miré, sin comprenderlo, me dijo-: Alexéi tiene hemorragias.

Y se sentó de golpe en los escalones de la veranda y yo me senté a su lado y puse su cabeza en mi regazo, y la radiante luz del sol bajó del cielo y lentamente mi antigua desesperación fue dando paso a la compasión. Acaricié el pelo del zar de la misma forma que había acariciado hacía poco el cabello de mi niño para que durmiera la siesta después de comer.

Esa enfermedad hemorrágica había hecho su aparición antes en la familia de Alix. La reina Victoria, sus hijas y nietas llevaban la enfermedad en su cuerpo, porque las mujeres eran portadoras y los hombres quienes la sufrían, y como esas mujeres se casaron con primos suyos que eran príncipes y reyes, la enfermedad se infiltró en las casas reales de Inglaterra, España, Alemania y ahora, al parecer, también Rusia. Cuando Alix solo tenía un año de edad, su hermano Fritzie murió de una caída sufrida por la mañana que lo mató al acabar el día. Cuando tenía doce años, su tío Leopoldo se cayó y murió de hemorragia cerebral. Solo seis meses antes de que naciese el hijo de Alix, su hermana Irene había perdido un hijo. El sobrino de Alix, Henry, que tenía cuatro años, tardó varias semanas en morir después de un golpe en la cabeza, semanas de chillidos incesantes y de la desesperación más absoluta de los padres. Alix asistió al funeral ya embarazada. Mal presagio. De modo que Alix sabía que si un niño sufría de hemofilia, cualquier caída, cualquier golpe o contusión, cualquier tropiezo podía significar semanas de dolorosas hemorragias, coágulos de sangre corrosiva bajo la piel que podían inmovilizar una articulación, dañar los órganos, incluso matar. Niki me dijo que tenía que haberse casado con la princesa francesa Hélène, o con la prusiana Margaret, como deseaban sus padres. ¡No me mencionó a mí, por supuesto! Ahora creía que aquel era el motivo por el que Alix lloraba desconsolada el día de su compromiso. El destino se guardaba aquella negra carta en la manga, apartada de la vista, pero Alix de alguna forma la había visto. Él mismo nació bajo el signo de Job. Él era aquella carta. Estaba destinado a unas pruebas terribles. No recibiría su recompensa en esta tierra, ni tampoco Alix. Cuando empezaron las contracciones, dijo Niki, ella estaba sentada en un sofá en el salón del Palacio Inferior de Peterhof, y los paneles de espejo que estaban colgados tras ella saltaron hechos añicos espontáneamente y la cubrieron de fragmentos de cristal, igual que había ocurrido con el azogue del espejo en escena en la representación de mi último ballet. No había que ser ruso para darse cuenta del presagio que representaba aquello. Y mientras él hablaba, yo le acariciaba el pelo y murmuraba sonidos ininteligibles, «ea, ea», y me alegraba mucho de que él no pudiese ver mi cara, que ahora estoy segura de que resplandecía con un deleite creciente. Su hijo estaba enfermo, no viviría mucho. No era mi vida la que quería llevarse Dios, sino la de Alexéi. A pesar de todos los esfuerzos de Alix por burlarme, el destino había intervenido. El cielo no quería que el hijo de Alix fuese el siguiente zar. El cielo no quería que Alix fuese emperatriz. Niki la había dejado en Peterhof y había venido a verme a mí. La llave de mi nueva casa seguiría en mi bolsillo.