– Ven -le dije a Niki finalmente, y cogí su mano y le conduje hacia el cuarto infantil donde Vova, que tenía dos años, dormía con las mejillas como dos manzanas y la frente como un cielo.
– ¿Respira bien? -preguntó Niki-. Hace demasiado calor aquí, Mala.
Yo me eché a reír.
– Respira bien -le dije, y cogí a nuestro hijo de su camita y se lo puse a Niki en los brazos. Niki lo acunó allí de pie, en aquella habitación tan caliente.
– No podremos vernos durante un tiempo, Mala -dijo Niki por encima de la cabecita de mi hijo-. No puedo debilitar la legitimidad de Alexéi. Quizá viva algún tiempo. No hay forma de saberlo con certeza.
Mientras tanto, yo tendría mi palacio. El ministro de la corte continuaría transfiriéndome un estipendio mensual para mis gastos. Él y Alix no tendrían más hijos.
– Ya tenemos suficientes hijas -dijo Niki, con pesar-, y el riesgo de tener otro hijo es demasiado grande.
Sí, el riesgo era demasiado grande. La Casa de España tenía dos hijos hemofílicos. Los principitos llevaban trajes acolchados para jugar en el jardín de palacio, donde los árboles también estaban acolchados, pero aun así los niños sufrían. Los dos hijos de la hermana de Alix, Irene, eran hemofílicos; antes de que el niño muriera, mantuvo a su hijo menor, Henry recluido en palacio en Prusia para ocultar las pruebas de su padecimiento, para que el país no supiera que tanto el heredero como su hermano eran hemorrágicos y la Casa de Prusia estaba corroída por la enfermedad. De modo que Alix decidió que ella haría lo mismo con Alexéi. Al año siguiente, la familia se trasladó a Tsarskoye Seló. Se escondieron en el palacio Alexánder, y ocultaron a Alexéi y su enfermedad tan celosamente que casi nadie se enteró. Hasta 1912 el tutor de los niños, Pierre Gilliard, no comprendió cuál era la enfermedad que padecía el pequeño, por qué estaba tan pálido y tenía tan mala cara, y por qué pasaba semanas en la cama de vez en cuando. El médico de Alexéi, Eugene Botkin, nunca dijo una sola palabra de la enfermedad del zarevich, ni siquiera a su propia familia. Incluso la familia de Niki, durante más de una década, no supo qué era lo que le pasaba al chico. Se entregaban fotos de Alexéi a la prensa, pero raramente aparecía en ceremonias públicas, y se daban diversas excusas para su ausencia. Y así empezaron de nuevo los rumores: el niño era retrasado, era epiléptico o había sido víctima de una bomba revolucionaria.
En cuanto a mi propio hijo, Niki promulgó un ucase secreto otorgándole el estatus de noble hereditario. Y eso sería únicamente Vova hasta que ocurriese lo inevitable, lo impronunciable, aquello que yo esperaba, malvada, de manera impaciente, lamentando incluso la espera. Recuerdo que pensaba: «¡Ah, si hubiera costado tanto crear las representaciones teatrales del Mariinski, el zar se habría tenido que sentar en su palco durante décadas sin poder ver nada!»
La llama a la yesca
Para ver alguna vez a Niki, algo que tanto añoraba, me veía obligada a asistir a acontecimientos públicos, de modo que en enero de 1905 me acerqué al muelle Dvortskaya para contemplar la ceremonia de la Epifanía. Esa bendición de las aguas inicia el ciclo del Carnaval, una explosión de alegría que tenía su culminación en la Semana de la Mantequilla, justo antes de Cuaresma. Pronto se colocarían unos puestos en aquel mismo lugar, y en las calles, y en el Campo de Marte, y los siguientes meses serían muy bulliciosos. Los campesinos se mantenían entre cosecha y cosecha con sus ventas en esos puestecitos de madera, montados rápidamente y llenos de banderitas y colgaduras, y malabaristas y gitanos bailaban entre los puestos a cambio de los kopeks que les quisiéramos echar. Yo pensaba sacar a Vova para que viera las representaciones con marionetas donde a los arlequines les daban en la cabeza unos malvados villanos con sables y porras, a oír a los gitanos cantar sus canciones folclóricas, atiborrarnos de blinis rellenos de caviar y resbalosos por la mantequilla, dar de comer a Vova galletas de jengibre, avellanas, nueces ucranianas o nueces griegas tostadas allí, al aire libre, en braseros de carbón, igual que hacen los vendedores en París, usando sus palas de latón para echar los frutos secos en unos cucuruchos de papel. ¿Han visto el ballet Petruchka? Entonces ya saben lo que es una feria Shrovetide y las marionetas en las que se basa ese ballet, el pequeño arlequín Petruchka, el Negro con su espada, la bailarina Columbina, con sus tiesas falditas rosa. En uno de los puestos le compraría a Vova un pajarito en su jaula y un juguete de madera. Aquel día, de camino hacia el muelle, le prometí que en cuanto empezase el Carnaval le buscaría un carrito de madera con ruedas que diesen vueltas de verdad, con los costados pintados de un color rojo intenso, amarillo y azul del este de Rusia.
La bendición misma era un ritual anual en el cual el zar y su familia salían andando por el helado Neva encima de una larga alfombra roja que corría desde el Palacio de Invierno, bajando por los escalones del muelle, y seguía por el hielo hasta una capilla improvisada, llena de crucifijos brillantes, columnas de yeso, un altar de madera y cálices de plata, y los estandartes e iconos de san Juan Bautista. Guardias del regimiento se alineaban a los lados de la alfombra y formaban círculo en torno a la capilla. Se había cortado un agujero en forma de crucifijo en el hielo en aquel lugar, y el agua fría corría lentamente por debajo, mientras el blanco polvo de nieve soplaba por encima de todos nosotros. Aquel día fingíamos que el Neva era el Jordán, y por una vez, los invitados reales esperan dentro del palacio, mientras el pueblo ruso era testigo de una ceremonia. Era nuestro día, uno de los pocos en que podíamos estar con nuestro emperador. Algunas mujeres llevaban jarras para llenarlas con el agua del Neva en cuanto hubiese sido bendecida: un niño o un marido estaban enfermos o lisiados en casa. Algunas mujeres llevaban a un niño con problemas para sumergirlo rápidamente en las heladas aguas, y luego envolverlo en una manta de piel. Yo llevé a Vova, aunque su única enfermedad era su ilegitimidad, y sumergirlo en el agua no remediaría aquello, ni echar un vistazo al emperador remediaría lo que me aquejaba a mí. Aun así, Vova y yo esperamos. Ningún guardia movió un dedo ni pronunció una sola palabra, todos estaban firmes, como soldados de plomo, con la cabeza descubierta y los cascos a sus pies, mientras el viento soplaba por encima del hielo y hacía vibrar los puntales de la capilla.