Luego, en el preciso momento en que acabó el servicio matutino en la capilla de palacio, las bandas empezaron a tocar el himno nacional y unos soldados a los que no veíamos gritaron su saludo, antes de que Nicolás, con aire bastante regio, dirigiera a la familia imperial y su séquito de cosacos por los escalones de piedra del muelle hacia el río; desde los kokoshniks enjoyados de las mujeres flotaban largos velos blancos, y parecía que sus almas flotasen detrás de sus cuerpos, tan puras como si careciesen de color y formasen parte del cielo de un gris blanquecino. La cabeza de Niki, por tradición, iba tan descubierta como la de sus guardias, porque aquel día él representaba a Cristo dispuesto a ser bautizado por san Juan, y representaba bien aquel papel, porque, ¿acaso no sufría él también, como Cristo, el oscuro conocimiento de lo que iba a suceder? El metropolitano local y sus obispos y archimandritas y sacerdotes llevaban vestiduras de oro tan solemnes que se podía pensar que eran ellos, y no el emperador, quienes estaban a la cabeza de la Iglesia, pero la realidad es que era Nicolás quien tenía los nombramientos de aquellos hombres en sus manos. Desde donde yo estaba sujetando a Vova, que llevaba un diminuto sombrero de castor, no se podían oír las palabras exactas de la liturgia, solo llegaba el sonido de las voces de los sacerdotes rozando el hielo entre un aroma a clavos de olor y rosas. El viento hinchó los carrillos y sopló su aliento frío, húmedo y voluptuoso por encima del hielo, y Vova enterró el rostro en el cuello de marta de mi shuba. Enterró el rostro porque tenía frío. Era demasiado pequeño para conocer la vergüenza, pero pronto empezaría a preguntar: «¿Dónde está mi padre?». Y ¿qué le respondería yo entonces? «Tu padre está muy lejos», porque después de todo, ¿no está el zar muy, muy arriba? Aunque en aquel momento se encontraba a menos de una versta de distancia.
En el momento álgido de la ceremonia, el metropolitano metió tres veces una gran cruz de plata que colgaba de su larga cadena en el agujero recortado en el hielo, y con ella nos bendijo a todos. Las campanas de Pedro y Pablo repicaron, los cañones dejaron escapar sus truenos y las mujeres que se encontraban a mi alrededor empezaron a chillar al oír aquel sonido, pensé al principio, hasta que me di cuenta de que algún arma invisible había empezado a perforar el hielo a nuestro alrededor. Pequeños fragmentos de hielo salieron volando y nos golpearon en el rostro y las manos, y Vova empezó a gimotear. Las mujeres que estaban a mi lado echaron a correr, con los niños bien sujetos bajo el brazo, resbalando un poco, a pesar de sus botas de fieltro, arrastrando con ellas sus jarras vacías. Averiguamos después que un terrorista había conseguido sustituir la habitual munición de fogueo por otra real, y al seguir disparando los cañones, parte de esta munición llegó hasta el lugar donde nos encontrábamos nosotros. La comitiva imperial fue salpicada con metralla también, y se disgregaron, conmocionados. En el muelle vi a un policía caer, y su sangre formó un rastro rojo que se iba dispersando desde la alfombra color carmesí. Oímos que se rompían los cristales de las ventanas de la Sala de Nicolás, donde esperaban los invitados vestidos de corte el regreso del emperador. Yo di unas palmaditas en la espalda de Vova para tranquilizarlo y miré por encima de él. No podía irme de allí hasta saber si Niki estaba a salvo o no. Vi que estaba ya rodeado por sus guardias, que otros guardias rodeaban al resto de la familia imperial, y cuando los cañones se callaron al fin, Nicolás se movió a través de su séquito tranquilizando a sus miembros, y haciendo que el grupo, un poco como una mujer con el vestido en desorden, se recompusiera y se tranquilizara para retirarse con dignidad. Nunca le había visto tener que tomar el mando en una situación pública que no estuviese minuciosamente coreografiada, aquello se salía de lo previsible, y al parecer los diez años que llevaba como zar le habían preparado para lo inesperado mejor de lo que él mismo suponía. También aquello formaba parte del hecho de ser emperador. El cargo no solo llevaba consigo, después de todo, recepciones, procesiones y ceremonias, sino también el gobierno real y las protestas contra este. En su coronación, Niki había hablado en contra de los «sueños sin sentido» de reforma de aquellos que, como las generaciones antes que la suya y remontándose hasta la guerra con Napoleón, esperaban traer reformas al gobierno monárquico de Rusia. Quizá Niki encontrase su camino con aplomo, a través del embrollo que formábamos nosotros. Cuando la familia imperial se desvaneció en el Palacio de Invierno, el hielo rápidamente se despejó, pero yo me quedé, me agaché a coger un puñado de la metralla que yacía allí, sin que nadie se diera cuenta, con los bordes de metal todavía calientes e irregulares al tacto, aun a través del cuero de mis guantes.
¿He mencionado que Rusia aquel año estaba en guerra con Japón? No me extraña no haberlo hecho. Se trata de una guerra que es mejor olvidar. Mientras Niki me construía una casa en la isla de Petersburgo, también estaba completando el ferrocarril transiberiano, acortando la ruta que planeaba establecer al atravesar Manchuria, una tierra china que obstruía el camino directo desde Irkutsk hasta Vladivostok, el puesto de avanzada más oriental de Rusia. Se había sobornado a los chinos con rublos y con la promesa de una alianza con Rusia contra los enemigos de China, y respeto por su soberanía. Pero mientras los hombres colocaban las vías, Niki decidió, violando aquel acuerdo, anexionarse Manchuria y convertirla en otra de sus conquistas asiáticas, cosa que los chinos, a pesar de sus protestas, eran demasiado débiles para impedir. Si Niki se hubiese detenido ahí, todo habría estado bien. Pero no lo hizo. Quería reclamar también los bosques de la península de Corea, y convertirse en amo de más tierras para Rusia. Después de todo, ¿no era el zar? Desgraciadamente, los japoneses también querían aquellos bosques coreanos, y así, cuando Niki se negó a firmar un acuerdo con «los monos amarillos» para contener sus intereses en Manchuria y dejarles los bosques coreanos, los japoneses atacaron. Los monos amarillos de los que nos reíamos (en las caricaturas de los periódicos nuestros cosacos cogían japoneses a docenas con sus gorros de piel), no solo rechazaron a la flota rusa y hundieron nuestros barcos en los estrechos de Tsushima -un desastre al que el hijo de Vladímir, Kyril, comandante de la Marina, sobrevivió a duras penas-, sino que también acribillaron a nuestros hombres con sus anticuadas cargas de bayoneta en Manchuria. Costó siete meses a la flota del Báltico navegar en torno al mundo para llegar a Port Arthur y ayudar a nuestros hombres, interminables días para que los suministros viajasen los diez mil kilómetros por tren desde las grandes ciudades de la Rusia occidental a la frontera entre Manchuria y Corea. Niki, en un momento dado, envió a sus hombres un cargamento de iconos para que los ayudasen en combate (bonitos retratos ovales del Salvador con cadenas de oro) y al desempaquetar aquellas cajas, un general se rió: «Los japoneses nos están machacando con sus ametralladoras pero no importa: nosotros los machacaremos con nuestros iconos». Supongo que la guerra fue la cerilla pora la yesca y la metralla. Lo que yo tenía en la mano era el artefacto de un intento de asesinato. Al año siguiente habría una oleada de asesinatos: el ministro del Interior de Niki, Plevhe; el gobernador general de Finlandia, Bobrikov; el gobernador general de Moscú, su propio tío, el gran duque Sergio Alexándrovich; y más tarde su primer ministro, Stolypin. Sí, aquellos hombres morirían todos, pero el zar todavía no.
Ahora, la yesca.
Justo tres días más tarde, el 9 de enero, explotó cuando el padre Gapón, un sacerdote que trabajaba con los campesinos pobres de las fábricas, se sintió empujado a dirigir a aquella gente sufriente hacia el Palacio de Invierno para contarle sus penas al zar. Gapón quería que este tuviese noticia de los humos ponzoñosos que llenaban las fábricas sin ventilación, el tifus y el cólera generados por los desechos industriales, los niños campesinos que trabajaban dieciséis horas durante la larga noche rusa, la maquinaria que sacaba ojos o arrancaba miembros (después de lo cual al trabajador se le pagaban unos pocos rublos y se le despedía), los registros de los trabajadores que se llevaban a cabo a las puertas de la fábrica, los azotes que sufrían por cualquier transgresión, el dinero que se les descontaba por usar el lavabo, las pilas de ropas que se usaban como lecho en los barracones de las fábricas o en las bodegas o escaleras donde los trabajadores dormían como bestias serviles abandonadas a la merced de los patronos hacendados de su fábrica. La ironía del deseo de Gapón era que la policía del zar le pagaba para que apoyase a unos sindicatos destinados expresamente a hacer que los trabajadores soportaran esas condiciones y evitar que se uniesen a los Demócratas Socialistas y sus sindicatos, que instaban a los trabajadores a rebelarse en lugar de aguantar. En las reuniones de Gapón reinaba el decoro: los trabajadores bebían té, recitaban el padrenuestro, cantaban el himno nacional. Pero supongo que la compasión de Gapón por ellos al final se sobrepuso a su misión de sojuzgarlos, y por tanto se le ocurrió la idea de representar una gran «marcha» teatral, para provocar una solución a aquella esclavitud. Su zar los ayudaría. Desconocía su miseria porque sus ventanas solo daban a la belleza del río. O quizás había demasiadas habitaciones seguidas una tras otra, y la noticia del sufrimiento de los trabajadores no acababa de penetrar. O quizás el zar hubiese estado demasiado ocupado con los documentos de su despacho y las preocupaciones de la guerra con Japón, con la mente ocupada en asuntos lejanos, y por eso no había visto el sufrimiento que tenía ahí mismo, a media versta de las paredes de su despacho. Pero en cuanto conociera las condiciones intolerables en las cuales trabajaban los campesinos en aquellas fábricas, su zar-batushka seguramente se echaría las manos a la cabeza y lo arreglaría todo con los adecuados rasgos de su pluma. De modo que alimentando aquella esperanza en su pecho, Gapón y los trabajadores se reunieron a cientos de miles en seis puntos determinados de la ciudad e iniciaron su marcha a pie a lo largo de las calles diseñadas como los radios de una rueda por los arquitectos europeos del estimado siglo XVIII (Lambert, Trezzini, LeBlond), unos radios que conducirían al Almirantazgo y al Palacio de Invierno, el centro de todo.