Ah, pero sí que había zar. Estaba en Tsarskoye Seló, jugando al dominó. Y yo pensé: «Quizá Niki no sepa llevar esto tan bien como había creído».
Aquel día se llamó el Domingo Sangriento, y la sangre que se derramó contaminó con su sabor todo el año de 1905, y la sangre fueron todas las insatisfacciones ruidosamente expresadas en todo el país, no solo por parte de los trabajadores de las fábricas, que pedían unos horarios y alojamientos dignos, sino también de los ciudadanos enfurecidos por la costosa guerra con Japón, los campesinos que habían sobrevivido a la hambruna de la última década y ahora reclamaban el derecho a poseer la tierra que cultivaban, la intelligentsia que exigía derechos civiles y que, junto con unos pocos nobles liberales, pedía un Parlamento nacional, un zemstvo nacional en el cual todos, y no solo el zar, tuvieran voz. Parecía que todo el país empezaba a celebrar asambleas y firmar manifiestos para enviárselos al zar y sus ministros, y se mandaron al Palacio de Invierno sesenta mil peticiones, como los cahiers, las cartas de agravios, enviadas por los franceses al rey Luis XVI en 1789, y todas ellas pedían reformas al zar. Las demandas de un gabinete de ministros y una Asamblea Territorial de representantes de todos los súbditos del zar venía de los propios ministros de este; las peticiones de redistribución de tierra de los señores a los campesinos venía, por supuesto, de los campesinos; y la petición de un sindicato, de sindicatos en los cuales todo trabajador pudiese pertenecer a una asociación preocupada por la libertad política, de abogados, profesores, oficinistas, contables, profesores, judíos, mujeres, empleados de ferrocarril, campesinos… cada uno un sindicato, esta última petición venía de los liberales, la intelligentsia. Y a esas peticiones siguió la acción. Más de cien mil trabajadores del acero y de las compañías eléctricas se pusieron en huelga espontáneamente más tarde, en enero, y una vez más vi marchar a los hombres por encima del puente Troistky, de diez en fondo, y durante unos cuantos días no tuvimos luz. Las escuelas tuvieron que cerrar en pleno febrero. En septiembre los impresores también hicieron huelga, y durante semanas no hubo periódicos. Los ferroviarios hicieron huelga y no hubo trenes ni telégrafo. Tantos de los antiguos alborotadores revolucionarios habían sido enviados o habían huido al extranjero para evitar el arresto que emergió una nueva generación de líderes: el escritor Gorki, el noble príncipe Lvov y otros como él, que hacía tiempo que querían ayudar a los campesinos y defendían la reforma. Escribieron artículos y pronunciaron discursos y pronto la agitación en las ciudades se extendió también al campo. En las provincias rusas, en Tomsk, Simteropol, Tver y Odessa, la gran franja agrícola, los campesinos talaron los bosques de sus señores, les quitaron el heno, destruyeron toda la maquinaria que no pudieron cargar en sus carros y les robaron el cristal, la porcelana, los cuadros y las estatuas. Los campesinos de un pueblo hicieron astillas un piano y se repartieron entre ellos las teclas de marfil. Otras casas solariegas fueron quemadas, y sus bibliotecas, tapices, grandes pianos y alfombras orientales convertidas en cenizas… y las que no quemaron las profanaron, agachándose y dejando montañas de excrementos en las alfombras y los suelos, y embadurnando el papel pintado con sus asquerosas manos. «Estuvimos aquí, en tu casa.» Los señores huyeron a las ciudades y pidieron ayuda a la corte, mientras en el campo los cielos se volvían rojizos por los fuegos y los campesinos, como caballos de tiro, tiraban de sus carros de madera bien cargados con artículos robados por los campos. En Moscú, los estudiantes de la universidad quemaron retratos del zar y colgaron banderas rojas de los tejados de los edificios. Incluso en Letonia, en Finlandia, en Georgia, en mi propia Polonia, hubo huelgas, barricadas y luchas callejeras por parte de la gente que nunca había disfrutado y había soportado a duras penas el dominio ruso. Sí, los antiguos disturbios de Rusia de la década de 1820 habían vuelto, y de repente, con mucha más fuerza aún.
Durante aquel año terrible, Niki se llevó a Alix, Alexéi y las niñas y se retiraron a la rutina del año imperiaclass="underline" invierno en Tsarskoye, primavera en Livadia, verano en Peterhof, Polonia en otoño para cazar, de vuelta a Tsarskoye para el largo invierno ruso. Pero al retirarse de su pueblo, él también se apartaba de mí. No se había dejado ver en la capital desde la fiesta de la Epifanía. ¿No se olvidaría de que yo existía, y mientras el hijo de Alix estuviese sano, se olvidaría también de la existencia del mío? Porque no todos los hemofílicos morían jóvenes. El príncipe Leopoldo de Inglaterra había vivido hasta los treinta y un años. Era posible que mi hijo y yo tuviéramos que esperar treinta y un años más antes de que Niki volviese la cabeza hacia nosotros de nuevo. ¡Por entonces Niki y Vova serían unos completos desconocidos! Lejos del teatro, secuestrados en aquel palacio y en nuestra posición social, Vova y yo éramos invisibles para la corte y por tanto para el zar. Yo nunca había sido invisible. Y por eso, en febrero de 1905, decidí volver al escenario del Mariinski. Como ya había completado mi ciclo obligatorio de diez años como bailarina y por tanto había devuelto al tesoro la deuda que contraje por recibir enseñanza gratis, ahora podía negociar un contrato mejor para mí con el ministro de la corte, y pedir unos honorarios por representación, además de un salario anual. Y yo sabía que el zar aprobaría lo que yo le pidiera. Como había dicho mi padre, de mi arte procedía mi poder, aunque no era exactamente esto lo que él quería decir.
Debido a mi corta ausencia, sin embargo, yo ya no estaba en forma y había ganado algo de peso, de modo que empecé a ayunar y a practicar, cosa que hacía en privado, en casa. Un truco que tenía era colocar cuatro sillas a mi alrededor y comprobar mi precisión y nervios al ejecutar grand battements sin tropezar ni romper la pata de ninguna silla… y cuando pensé que ya estaba de nuevo en forma, me reuní con mi hermana en la Perspectiva Liteini, en la sala de baile de mi padre, donde bailé para ella las variaciones de todos los ballets de mi repertorio, y ella me aseguró que yo ya estaba bien, porque, por supuesto, eso era lo que yo quería oír. Pero al volver al teatro, triunfante, descubrí que la vida había seguido sin mí: se alzaba el telón, los tramoyistas subían y bajaban los escenarios, los antiguos bailarines se retiraban y jóvenes estudiantes recién graduados en ella ocupaban su lugar, Pavlova, Karsávina, Fokine y Nijinski, que finalmente se harían un nombre como Les Ballets Russes. Han oído hablar de ellos porque bailaron en Occidente, pero mi nombre quizá sea un misterio, porque yo siempre preferí bailar en Rusia, en Peter, para el zar. Pero lo peor de todo es que a mis rivales les habían asignado lo que habían sido mis papeles en mis ballets. En los Teatros Imperiales, una bailarina no compartía sus papeles. Una vez que hacía su debut en un ballet, después de retirarse otra, ese ballet le pertenecía hasta que ella se retiraba a su vez. Mientras yo estaba fuera midiéndome la cabeza para probarme la corona, mi antigua rival Olga Preobrazhénskaya había heredado mi papel de Lise en La Filie mal gardée, y al volver a casa, yo, por supuesto, pedí mi antiguo papel. Pero el coronel Teliakovski -un bobo mojigato al que yo nunca había gustado por mi libertinaje con los Románov, que una vez vino a verme mientras yo estaba sentada charlando con Sergio Mijaílovich en mi camerino, vestida solo con una túnica, y levantó la nariz como si hubiese visto un montón de basura, y que en 1924, como todos los exiliados, escribió sus memorias y en ellas me calumnió imperdonablemente no solo como mujer, sino también como bailarina, llamándome «vulgar», «banal» y describiendo mis piernas, maravillosamente bien formadas, como «gordas» (sí, todos habíamos perdido nuestro país, a nuestro zar, nuestro teatro, y sin embargo seguíamos con nuestras ridículas rivalidades, de las cuales nadie se preocupaba excepto nosotros)-, ese coronel Teliakovski, se negó a dejarme que recuperara mi papel. Supongo que pensó que con la pérdida del zar y el gran duque Sergio yo me había quedado sin poderes, una bola de tul que podía alejar soplando con su rancio aliento. Podía haberme dejado volver al teatro, pero pensó que no tenía que programar ninguna danza para mí. Yo podía haberme dirigido al zar, pero no quería que me viera como suplicante, sino más bien como su igual, su consorte. De modo que me encargué del asunto yo misma, con mis propias manos arteras. Literalmente. Durante un cambio de escena de La Filie, una noche, bajando desde mi palco de artista y parloteando alegremente con las bailarinas entre bambalinas, abrí furtivamente la portezuela de la jaula de los pollos. ¿Conocen el ballet La Fille? Ambientado en un pueblecito francés en el año 1750, se inicia en el corral de madame Simone y su hija Lise. Ahora ya no se usan animales vivos en escena, pero a principios del siglo XX en Rusia a menudo usábamos los de pelo, pluma y pezuña. Los forillos pintados no tenían el encanto suficiente para el zar y su corte. Empleábamos caballos en La bella durmiente, una cabra en Esmeralda, pollos en la La Filie… los caballos iban engalanados con mantas bordadas y jaeces con plumas, la cabra iba conducida por una cuerda trenzada y llevaba una campanita en el collar, los pollos picoteaban semillas en sus jaulas, en el corral francés. Para animales más difíciles de obtener (como los monos) usábamos niños de la escuela disfrazados. Por ejemplo, el gran coreógrafo George Balanchine, que entonces era el pequeño Girgi Balanchivadze, saltaba de árbol en árbol disfrazado de mono en La hija del faraón, mientras yo le apuntaba con mi precioso y pequeño arco.