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Estaba cómodamente arrellanada en mi palco para presenciar el primer acto cuando uno de los pollos dio contra la puerta de alambres y la abrió de par en par, y al momento siguió un estallido de cacareos, plumas y garras, mientras los tramoyistas y algunos de los bailarines vestidos de chicos pueblerinos perseguían a las aves en círculos y luego, cogiéndolas por el cuello o las patas, o sujetándolas debajo del brazo, intentaban meter a los reacios pollos a empujones en sus jaulas. ¡Cómo se reía el público! Olga se quedó allí plantada, contemplando el caos, con el trozo de cinta azul con el cual se disponía a enlazar a su galán Colín colgando caído entre sus manos. Mi pequeño truco la había puesto tan nerviosa que el siguiente divertissement -en el cual ella y Colin formaban bonitas formas con aquella cinta y se entrelazaban el uno con el otro en ella- quedó convertida en una ruina llena de nudos, de los cuales mi antiguo compañero Nicolái Legat no pudo desprenderse, y todo ello mientras continuaban las risas del público. No chasqueen la lengua. Un pollo suelto, un lazo que cerraba un corpiño suelto, un precio pequeño para asegurar que el público veía a quien realmente quería ver. Mediante tales tretas y travesuras fui recuperando mis antiguos papeles uno a uno, y esperaba que apareciese Niki en el palco imperial para verme actuar en ellos, para recordar lo brillante, lo vivaz y lo encantadora que era yo. Y leal también.

Pero a medida que progresaba la temporada y Niki no hacía su aparición en el teatro, lo hizo la Revolución. Dentro de los teatros, lo crean o no, la Revolución también se hacía sentir a su manera. Los actores y bailarines y músicos empezaron a rebelarse, igual que los febriles trabajadores de las calles, aunque sus demandas eran distintas. Los estudiantes del conservatorio de música pedían montajes mensuales de ópera y una biblioteca, y querían que M. Aver dejara de pegar a sus alumnos en la cabeza con su arco. Rimski-Kórsakov, mi antiguo casero hasta que el zar compró su casa y se la quitó prácticamente de las manos, fue despedido como director del conservatorio por apoyar a los estudiantes, y como si eso no fuese suficiente, el zar también prohibió su música en los Teatros Imperiales. Por mi hermano supe que los bailarines mantenían reuniones furtivas en los apartamentos de sus padres, que desaprobaban todo aquello, y con ello me refiero a los bailarines jóvenes, desde luego, los recién graduados de la escuela con menos experiencia. Lo que querían esos niños (dirigir el teatro mediante un comité) era un absurdo. Circularon peticiones por todas las aulas y los vestuarios, apelando a la libertad de expresión, a la libertad de conciencia, a la libertad de imprenta. ¡Como si supieran escribir! ¡Si hasta un día, una pequeña alumna de la escuela, con un lazo blanco en el pelo, me tendió un documento para que yo lo firmara, en un ensayo de

La bella durmiente nada menos, un ballet creado por Petipa y Chaikovski como canto a la monarquía! Los niños habían preparado un documento pidiendo lecciones para aplicar el maquillaje teatral, una instrucción mejor en materias académicas… y los mayores de entre ellos querían llevar sus propios puños y cuellos con el uniforme de la escuela. Ridículo. Por supuesto, despedí a aquella niña con un pellizco. Los mismos bailarines, en lugar del director o el maestro de baile, querían decidir qué ballets se harían, y quién los bailaría, y qué salarios se cobrarían, y cuántos días bailarían. Claro, yo llevaba muchos años decidiendo por mí misma todas esas cosas, pero la diferencia es que yo me había «ganado» ese derecho… llevaba una década en escena, y era la Kschessinska. Se podía contar en meses el tiempo que esos niños llevaban bailando para el zar. No eran trabajadores de la electricidad, como los de la planta eléctrica de Petersburgo, y por tanto, no podían dejar la ciudad a oscuras, como habían hecho aquellos. Y tampoco eran trabajadores de la planta depuradora de agua, y por tanto no podían impedir que el agua llenase las tuberías. Pero podían intentar que los teatros se quedasen a oscuras. En el teatro Alexándrinski, los actores amenazaban con abandonar sus textos y en cambio aleccionar a su aristocrático público sobre la necesidad de una reforma gubernamental y luego salir de escena. Pero los actores revolucionarios no podían conseguir que sus colegas estuvieran de acuerdo con esto. En el Mariinski, los miembros del comité se metían sin llamar en los vestuarios, antes de subir el telón, y empezaban a arengar al corps de ballet, que estaba muy ocupado sujetándose las pelucas, para que se negasen a bailar en la sesión de tarde, respondiendo a la obstinación de la administración del teatro con obstinación por su parte, pero esos nuevos comités no tenían la lealtad de toda la compañía, y los bailarines bostezaban, y la función de La dama de picas de la sesión de tarde se llevaba a cabo como de costumbre. Hasta mi hermano Iósif, radicalizado por todas las huelgas y marchas y todos esos panfletos y peticiones, tomó parte en aquellas acciones, para gran vergüenza de mi padre y mía. Y cuando supe que la familia real planeaba permanecer en Tsarskoye Seló durante toda la temporada social, decidí que yo misma estaba ya harta de esa extraña y desolada temporada de teatro a la cual había vuelto con tan grandes esperanzas. Cogí a Vova y, con mis padres, nos retiramos a la propiedad de nuestra familia, Krasnitzki, para pasar el verano. Mi hermano, por supuesto, se quedó en la capital.