Pero encontré Krasnitzki muy cambiado también. Cuando salía a dar un paseo por las carreteras que conocía tan bien desde la niñez, o a lo largo del camino de arena que pasaba junto al río Orlinka, de aguas rápidas, si por casualidad me encontraba con algún campesino de la propiedad, este me dirigía solo un leve movimiento de cabeza, y yo tenía la sensación de que incluso este gesto lo hacía de mala gana. ¡Después de todas las amabilidades que mi padre había tenido con ellos! Nuestro vecino encontró una pared de su granero destrozada, una mañana; a otro le habían robado los aperos de labranza. Y así, a regañadientes, fui acortando mis paseos y quedándome mucho más cerca de nuestra dacha. Mi niño ya era lo bastante mayor para ir dando sus primeros pasitos a mi lado junto a los abedules, arrancar las setas que yo le señalaba y ponerlas luego, algunas aplastadas y otras rotas a trozos, en mi cestito de corteza, que llevaba grabadas mis iniciales, M M K. A la suave luz del atardecer, yo le acunaba en mi regazo o mi madre lo sentaba en el suyo, mientras contemplábamos los árboles que se alzaban dos veces más altos que nuestro tejado. Mi padre le regaló a Vova un cochinillo, y mi hijo se lo llevaba a pasear como si fuese un perrito, con una correa hecha de cuerda para tirar de él y un palito para irle pinchando, y me llamaba para que viese cómo pegaba al animal hasta que tuve que quitar el palito a mi Iván el Terrible en miniatura. Como Vova era muy melindroso en la mesa, mi madre le malcriaba recortándole la comida con formas raras: de bellota, de mariposa, de conejo… y le convencía para que comiera de una manera que solo ella sabía, con palabras dulces y unos cuantos revoloteos de la cuchara, y después de comer, ella y yo le enseñábamos a jugar al durachki (que significa «pequeños idiotas»), el juego de cartas que primero aprenden todos los niños rusos. Por la noche, Vova dormía en mi cama, con las cubiertas echadas atrás y la cara sonrojada; debajo de aquella fiebre roja, el sol había teñido de moreno su piel blanca. Yo yacía despierta junto a él, a veces durante horas, mientras el viento movía las ramas de los árboles, la hoja superior de un fajo de papeles, el dobladillo de un mantel, el té en una taza. Yo me sentía como si fuera niña de nuevo y Vova fuese mi hermano pequeño, pero aquella no era la vida que yo había previsto para él, lentos veranos con los círculos católicos de Petersburgo. Solo a diez kilómetros de distancia, en Tsarskoye Seló y los palacios alineados en las avenidas que conducían a él, la familia imperial y la corte también se habían retirado de la agitación que reinaba en la capital, pero esos diez kilómetros igual podían ser diez mil, tanto se había distanciado mi vida de la de ellos. En Tsarskoye Seló, estoy segura de que los árboles también crecían lozanos y verdes y se movían con el viento, inclinándose sobre los canales que la emperatriz Elizabeth había pretendido, antes de que se abandonase el proyecto, que condujesen sin interrupción hasta Peter, para que los zares pudieran recorrer a remo las nueve verstas hasta la capital, como los faraones en su barcaza. Allí, en el palacio Alexánder, yo me imaginaba que Niki pasaba los días igual que nosotros, jugando a las cartas con «sus» hijos, quizás al pinacle o a la tía, leyendo en voz alta de las novelas de Tolstoi, Gógol y Turguénev, pegando fotos en sus álbumes. Pero yo no sabía nada de él desde hacía ya casi un año, aunque el barón Freedericks me transfería cada mes dinero a mi cuenta. A mitad del verano yo me sentía ya muy inquieta y abatida, y mi ánimo acabó más hundido aún por la calamidad.
Durante un ensayo de vestuario para La bella durmiente, aquella temporada que acababa de pasar, una trampilla del escenario se abrió de golpe y mi padre, que tenía la mala suerte de encontrarse encima, cayó por ella. Paró el golpe con los codos en el último momento, pero el impacto de la caída, como si fuera una maldición de cuento de hadas, quebró su robusta salud. Los disturbios en la capital y en el teatro solo consiguieron deshacerle más. Los médicos le hicieron guardar cama, como si lo que fuera que tenía mal se pudiese arreglar solo estando allí, pero durante ochenta y tres años la vida de mi padre se había basado en el movimiento, y se negó a quedarse echado, tapado con las mantas. Sin embargo, en cuanto salía de la cama, me dijo, notaba que las partes de su cuerpo parecían estar unidas de una forma que no era la correcta del todo, que se movía como un hombre mecánico, con huesos de metal cubiertos de papel. Aunque ninguno de nosotros podía ver tal cosa, y le asegurábamos que el verano en Krasnitzki le curaría, ¿quién conoce su propio cuerpo mejor que un bailarín? Mi padre murió repentinamente en julio, un mes después de nuestra llegada. Se había echado porque tenía dolor de cabeza, y cuando mi madre me envió a ver cómo estaba, yo no pude despertarle. Me dije a mí misma: «Solo está durmiendo», y me acurruqué a su lado en la cama, y le pasé el brazo alrededor, y coloqué mi cara junto a la suya, de la cual había heredado tantos rasgos, y luego miré por la ventana, hacia el cielo de un azul resplandeciente. Pensé: «Si no se levanta, yo tampoco seré capaz de levantarme».
Fue en 1905, doce años después de que el cuco de su estudio hubiese tocado doce veces mientras yo procuraba buscar las palabras para contarle mis planes de convertirme en amante del zarevich.
Mi padre había llegado a Petersburgo en 1853, y bailó para cuatro emperadores (Nicolás I, Alejandro II, Alejandro III y Nicolás II). ¡Mi padre estaba en Peter incluso antes que el Mariinski! El vio arder el circo en 1859, y alzarse el teatro Mariinski en su lugar. Él me regaló su ciudad adoptiva y su teatro y su vida, y yo no podía imaginar ninguna de aquellas cosas sin él. En el funeral de Ivánov, unos años antes, en 1901, mi padre suspiró: «quedamos muy pocos de los viejos…», y ahora, quedaba uno menos. Quizá yo pudiera cerrar los ojos y cuando los abriese, mi padre abriría los suyos. Cerré los míos y probé mi magia, pero tenía miedo de abrirlos. Mi madre al final vino a buscarnos a los dos y tuvo que darme palmadas en las manos y llamar a la criada para que la ayudara a sacarme de la cama.
Al cabo de un día, mi hermano y su esposa Sima, y mi hermana y su marido, Ali, coincidieron en Krasnitzki, cenando aquella noche, y después bebimos demasiados vasos de vodka y de coñac y nos reímos de las costumbres de mi padre, de la cara que ponía cuando se sentaba en el camerino pegándose la barba de crin de caballo, y dibujándose los labios muy amplios, con una mueca demoníaca, o aquella vez que mi hermano llegó armando escándalo por la cocina y chafó dos de los kulitsh de mi padre, que él luego tuvo que reconstruir con un montón de glaseado tan dulce que nadie se lo pudo comer, o la forma que tenía mi padre de hacernos sentar a los tres (Julia, Iósif y yo) para echarnos un sermón, como si fuéramos estudiantes de tercer curso, sobre la sedición en el teatro, recordándonos que éramos unos Kschessinski, sirvientes del zar, y que servíamos a su placer, y nosotros nos quedábamos allí en nuestras sillas, intimidados por nuestro padre, y ni siquiera Iósif se atrevía a levantar la vista. Y mientras nos reíamos de nosotros mismos, mi hermano apartó su plato y dijo que quizá mi padre tenía que haber convocado a todos los trabajadores de la propiedad aquel día, también, y sentarlos a todos en sillas junto a nosotros, porque por lo que había oído, a los campesinos les habría ido bien su rapapolvo. Y entonces Iósif cantó para nosotros una melodía que había oído aquella tarde, mientras caminaba junto al río:
Nochyu ya progulivalsya po okrugeh
Ih mne ne vstretilsya nih odin bogach
Pust tolko popadetsya mne khot odin
Ih ya razmozzhu yemy cherep.
Por la noche voy paseando muy ufano
y los ricos no se cruzan en mi camino;
que lo intente alguno de esos ricos
y le pondré la cabeza del revés.