Yo escuché, preguntándome: «¿Quién es el rico al que se referían en la canción? ¿Mi padre?». ¿Era su cabeza la que querían poner del revés? Y luego, al cabo de un momento, volví a empujar el plato de Iósif hacia él, mientras veía que desaparecía todo lo agradable que había entre nosotros, y grité:
– ¿Ves lo que has conseguido? Tú le has matado, intentando volver del revés su teatro.
Y Iósif contestó:
– ¿Yo? ¿Porque me niego a aceptar órdenes de Teliakovski como si fuera un esclavo? Yo no puedo acostarme con el emperador y con su primo como has hecho tú, Mathilde-Marie, y dar órdenes desde esa posición.
Yo repliqué entonces:
– ¡Ja! ¡Vaya bolchevique! Ya veo que tú elegiste a una princesa para casarte…
Porque su esposa era Serafima Astáfieva, hija de un príncipe que sirvió como general en el ejército imperial, de modo que Iósif no siempre volvía la cara a la corte, sino que besaba la mano a algunos miembros de esta… y entonces las lágrimas de mi madre y mi hermana, que intentaban acallarnos, hicieron que mi hermano se levantara de la mesa para que no pudiéramos seguir gritándonos el uno al otro. Pero a causa de los disturbios que apoyaba Iósif no pudimos viajar a Varsovia a enterrar a mi padre junto al suyo, como él había deseado. Yo siempre pensé en mi padre como un petersburgués auténtico, pero quizás él, polaco de uno de los ducados del imperio, nunca se sintió cómodo en el áspero abrazo de Rusia, que había dejado a Polonia, tal y como decía mi hermano, «pobre, rota y deprimida». Los polacos odiaban tanto a los rusos que si se pedía algo de comer en ruso en Varsovia, los camareros se negaban a escucharte. Pero no podíamos llevar a casa a mi padre: el campo ruso estaba en llamas, los trenes no se movían. Tampoco pudimos trasladar el cuerpo de su madre, que llevaba todos aquellos años yaciendo en el cementerio de Petersburgo y a quien mi padre quería que se enterrase con él y con su padre en Varsovia. No tuvimos otra elección que llevar el cuerpo de mi padre de vuelta a Petersburgo y colocar su ataúd en la cripta de san Estanislao, hasta que el torbellino de aquel verano se calmó un poco. Iván Félix Kschessinski tendría que continuar yaciendo solo en la cripta familiar, en el cementerio Powalsky, esperando a su mujer y su hijo.
Incluso ahora, a veces deseo haber podido decir a los muertos: «¡No sabes, no sabes todo lo que nos está pasando!».
La corte envió una corona de flores y el emperador mandó una nota de condolencia a la familia.
Hasta principios del otoño, después de que Niki dejara la caza y anotase en su libro de cuentas el número de ciervos y faisanes cobrados, no prestó atención seriamente a la gran agitación social. ¿Han visto alguna vez esas bonitas escenas pintadas a la acuarela de la caza imperial? Una cartulina de cuarenta y ocho centímetros de largo contenía la ilustración de un paisaje de otoño/invierno: un río fangoso que fluía por un campo cubierto de nieve, un bosquecillo de abetos y abedules con las hojas color naranja a un lado, un trineo, hombres vestidos de invierno, perros, y con tinta marrón, la cuenta de faisanes, perdices, liebres y ciervos, y el recuento firmado por el jefe de la caza imperial. El Viejo Mundo. Niki guardaba esos registros en su biblioteca neogótica en el Palacio de Invierno. Le gustaba el orden, odiaba el desorden. El año 1905 fue muy desordenado, pero nadie lo habría dicho por el registro de caza de aquel año. Sí, hasta octubre, después de la caza, Niki no pudo levantar la cabeza y observar los disturbios, y en ese momento, a regañadientes, hizo un llamamiento para la paz con Japón, para traer al ejército a casa y volverlo contra su pueblo. ¿No les había dado ya tiempo suficiente para que lo arreglaran solos? Pero como Rusia era un país de muchos millones de almas, cada alma poesía una voz. El estruendo no tenía fin. El ejército trajo orden a las ciudades, que por lo visto la policía y los regimientos locales no podían establecer, y luego reprimió a los campesinos en el campo. Niki llamó al ejército tres mil veces para que ayudasen a los cosacos (que obligaban a los campesinos a quitarse gorros y pañuelos e inclinarse ante ellos, después de lo cual ejecutaban a los hombres y violaban a las mujeres) y finalmente aplastó los levantamientos campesinos. Lo que el ejército no pudo acabar lo hizo el nuevo ministro del Interior de Niki, Piotr Arkádievich Stolypin. Este, con su cabeza calva y su bigote ridículamente encerado, podía ser uno de los aristocráticos ministros de Niki, pero se negó a ser uno de los aduladores cortesanos del zar: no le acompañaba en su cacería anual, por ejemplo, como hacía el resto de su séquito, de modo que a Niki realmente nunca le gustó Stolypin, si bien era efectivo. Había colgado a tantos miles de hombres (quince mil) para restablecer el orden, que la gente empezó a llamar al nudo corredizo «corbata de Stolypin», y a los vagones de tren que llevaron a los cuarenta y cinco mil revolucionarios a Siberia, «vagones de Stolypin». Y aunque yo más que nadie quería ver restaurado el orden, no estaba segura de los medios empleados.
Desde luego, esa brutalidad solo podía hacer que el pueblo odiase aún más a Niki. Por otra parte, mira lo que pasó con su abuelo, que ofreció reformas y le mataron en plena calle por preocuparse. Eso es lo que se consigue con atenciones y tolerancia: el regicidio. De modo que Niki hizo restallar el látigo y su pueblo agachó la cabeza, y ese fue el fin de la primera Revolución, aunque la mayoría de la gente solo conoce la segunda, la de 1917. Pero en realidad, de eso me doy cuenta ahora, únicamente hubo una.
Solo entonces, gracias a Niki, fui capaz de trasladar a mi padre y su madre a la cripta de la familia en tren desde Petersburgo hasta Varsovia, en la línea de ferrocarril que construyó el emperador Alejandro III, para poder viajar desde Petersburgo a su palacio de muros blancos de Gatchina, al sur de la capital, y luego las vías se ampliaron y se prolongaron hasta que llegaron a la antigua capital de Polonia, que en tiempos fue una gran nación con su propio rey y entonces era simplemente una avanzadilla del imperio ruso. Mi padre llegó por última vez a la vieja estación de ferrocarril, con sus arcadas circulares y su celosía en el pórtico, y su tejado de pizarra inclinado por el cual resbalaba la lluvia. Llovía cuando llegamos, como suele pasar a menudo a principios de otoño, y los colores rosa y verde, melocotón y amarillo de los edificios que nos rodeaban, empapados por aquel cielo lloroso, estaban en el apogeo de su colorido. Nos quedamos allí mi hermano, su mujer Sima, mi hermana con su marido Ali, mi madre y yo con Vova de la mano, en el vestíbulo abovedado de la estación. El cuerpo de mi padre y de su madre estaban cargados en un coche fúnebre que los llevaría hasta el cementerio Powalsky. No hay otra forma de ir al cementerio que mediante un coche de caballos. Esa forma señorial de acercarse hace eco con los latidos del corazón y le permite a uno prepararse. ¿Por qué creen si no que los automóviles que usamos hoy en día para los cortejos fúnebres van avanzando poco a poco, siguiendo los unos a los otros en el largo camino desde la iglesia hasta el cementerio? Los coches se mueven al paso de los caballos. He asistido ya a muchos funerales, y he tenido tiempo de pensar en esas cosas. A lo largo de todas las calles, desde la estación al cementerio, los admiradores de mi padre (él nunca los había abandonado, y hacía un peregrinaje anual a Varsovia para actuar allí) sollozaban, con los sombreros en la mano, porque como escribió más tarde mi hermano a su hijo: «Las lágrimas de alegría o de pena muestran el sentimiento y el corazón de un hombre, y en Polonia la gente está acostumbrada a amar a los que tienen cerca, a sentirse unidos a ellos y estimarlos». No culpaban a mi padre por haber dedicado su vida a entretener a los zares rusos, y ahora que ya había concluido todo, le daban la bienvenida de nuevo a casa. El cementerio Powalsky es uno de los más hermosos de toda Europa, no sé si lo saben. Rivaliza con el Père Lachaise, aquí en París. En el Père Lachaise la muerte parece ordenada, pero en el Powalsky la muerte es silvestre, rústica, los caminos del cementerio están llenos de hojas, sus árboles crecen muy juntos, igual que las tumbas y los monumentos, muchos de ellos losas marcadas con una simple cruz. Ángeles de piedra vuelan con las alas extendidas; mujeres de piedra envueltas en togas señalan hacia el cielo; hombres de piedra se alzan con túnicas encapuchadas o tienden una mano hacia el viandante: «Únete a mí». En algunas criptas una estatua llora, en otras la puerta tiene un llamador… ¿para llamar a quién, al alma? O quizás el alma misma sea la que abre la puerta, haciendo resonar el llamador, para abrirse camino hacia el cielo. Los campesinos enterraban a sus muertos con una vela y una escalera hecha de pan para ayudar al alma a que encontrase su camino hacia arriba, al cielo, pero nosotros enterramos a mi padre con un crucifijo en las manos. Mi hermano cerró la puerta de bronce del panteón que yo había hecho construir encima de la cripta con mi dinero de los Románov, y abrazó a su mujer, y mi hermana abrazó a su marido, y yo cogí la mano de mi madre. Por muchos cuerpos imperiales junto a los que hubiese yacido, yo había observado los grandes momentos, los momentos más ceremoniosos de mi vida privada, a solas. Y cuando mis Románov observaban los grandes momentos de sus vidas privadas, yo no estaba tampoco con ellos; yo siempre era como el zapato que queda debajo de la cama.