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Antes de irnos, cogí unas piedrecillas de alrededor de la cripta y arranqué unas hojas verdes de los árboles que había allí alrededor, y los guardé en mi bolsito.

Cuando volvimos a Petersburgo desde Varsovia, mi hermana se fue con su marido a su casa de la Perspectiva Inglesa 40, justo un poco más allá de donde me había mantenido el zarevich mil años atrás; mi hermano se marchó con su mujer a su apartamento de doce habitaciones en Spasskaya Ulitsa 18, y yo, que no tenía marido y que nunca lo había tenido, me fui a casa sola con mi dolor y con mi hijo, a mi dacha de Berezoviya Alleya, en Strelna. Salí a la veranda y recuerdo que olí el golfo y el otoño auténtico que se acercaba rápidamente, y detrás de este, el largo, largo invierno. Cogí los guijarros que me había llevado de la tumba de mi padre y les di vueltas entre mis dedos. Los campesinos dejaban migas de pan, y no guijarros, en las tumbas de sus parientes en Pascua, y cuando los gorriones bajaban a comer, sabían que las almas de sus seres queridos se encontraban bien. Una forma bastante evidente de consolarse por la muerte de alguien, ¿no? Los campesinos creían que el cielo existía en alguna rendija muy lejana de la estepa rusa, donde ondeaba una alta hierba verde y burbujeaban y espumeaban ríos de leche que los vivos no podían ver. ¿Y en qué tipo de cielo creían los bailarines? ¿En un teatro solitario donde sus almas se divirtieran todo el día con la cara pintada y magníficos ropajes, representando perpetuamente las obras que habían representado aquí en la tierra, ante una casa en decadencia?

Cuando oí el sonido de los cascos de un caballo que se acercaba a mi puerta, abrí las manos, sorprendida (no esperaba a nadie) y las piedras rodaron por el suelo de madera del porche. Me agaché, tan desesperada por recuperarlas como si hubiesen sido los huesos de mi padre, cuando aparecieron las botas de un hombre, primero una y luego la otra, en las tablas blanqueadas. Las botas pertenecían a Sergio Mijaílovich, y cuando levanté la vista hacia su rostro barbudo, él dijo, amablemente:

– ¿Qué buscas, Mala?

Como si no se hubiese ido, o como si hubiese salido solo una tarde, en lugar de tres años, y al volver me encontrase arrodillada en el porche. De repente quise besarle como respuesta, porque, ¿cómo podía explicarle por qué estaba intentando reunir aquellos guijarros? Pero no tenía que explicar nada. Como yo los quería, él se arrodilló a mi lado y empezó a recogerlos también, y de pronto encontré las lágrimas que había eludido en Varsovia. Sergio me dejó llorar, allí agachado en el porche. Había oído la noticia de la muerte de mi padre, dijo, y se había acercado a Strelna el día que yo volvía para ofrecerme sus condolencias. Sabía lo que significaba mi padre para mí.

Y también venía, dijo, para expresarme su arrepentimiento por haberme abandonado en el momento en que daba a luz. Aquella noche se fue a caballo a su casa, en el nuevo palacio Mijáilovski, sin saber cómo llegó hasta allí ni cuándo, y sus hermanos le metieron vodka por la garganta en un esfuerzo por calmar a Sergio, el perrito faldero de la mujerzuela. Pero cuando se publicaron los planos de mi palacio, con las águilas doradas de dos cabezas como diminutas rayitas grises en la página, de modo que había que usar una lupa para distinguirlas, y cuando mi nuevo hogar apareció en toda su magnificencia en la isla de Petersburgo, donde uno no necesitaba instrumento óptico alguno para leer su mensaje, él y todo Petersburgo lo supieron: la Kschessinska había dado a luz a un Románov… aunque quizá solo Sergio sabía que el padre de mi hijo tenía que ser el mismísimo Niki.

Pero Niki seguía siendo un amante infiel, ¿no es verdad? Yo asentí. Y en tal caso, quizá yo necesitase aún un protector, porque Niki no podía abandonar a Alix, ya que ella vivía en un estado de histeria permanente por la salud de Alexéi. Mientras Niki luchaba por controlar el país, me dijo Sergio, también luchaba con Alix. Ella estaba desesperada por obtener una curación de esa misteriosa dolencia que sufría el niño, a causa de la cual mantenían oculto a Alexéi desde su bautizo, incluso ante la familia. Y Alix, frustrada por los doctores de la corte, había empezado a buscar la ayuda de curanderos y místicos, creyendo que si san Serafín le había concedido un hijo, quizás un hombre de Dios lo salvara. Otro hombre como Philippe Vachot había aparecido en la capital, llevado allí como lo fue M. Philippe por las montenegrinas, las Hermanas Negras, otro de sus místicos para exhibirlo en los palacios de Petersburgo como un mono con una correa. Este hombre había enviado un telegrama al zar como hacían tantos campesinos: «Padre zar, deseo darte una marta cibelina amaestrada; padre zar, deseo llevarte una patata tan grande como un perro; ¡padrecito zar!, me gustaría llevarte un icono del bendito san Simón Verjoturski, el obrador de milagros». Y el zar, en aquella ocasión, dejó que vinieran los campesinos. Llevaron a palacio la marta amaestrada para que jugara con los niños, y Alix, que había visto el telegrama del icono, y que no podía resistirse a nada semejante, hizo que lo llevara a palacio aquel hombre, Grigori Rasputín. De modo que una vez más, a través de Sergio, yo me enteraba de la vida más secreta del zar. Por entonces Sergio había recogido todos los guijarros y me los había puesto en las manos, y luego las sujetaba con las suyas.

Y así fue como Sergio volvió conmigo, por pura lástima y obligación, y quizás amor, aunque si por mí o por Niki, no podría asegurarlo del todo. No se iba a casar con la condesa Vorontsov-Dashkov, que entonces estaba embarazada de un hijo suyo. A diferencia de Niki, él era incapaz de amar a dos mujeres a la vez. O a dos hijos. Era a mi hijo, y no al suyo, a quien prestaría su atención. Y yo no lo sentía por la condesa, ¿por qué creían que iba a sentirlo? Solo estaba agradecida al ver que mi hijo, con tres años, al fin tenía un padre.

Y por supuesto, yo volvía a tener un hombre en mi cama, oliendo a cuero, a naranjas y a caballos, algo que había echado mucho de menos. El zar tenía a su Alix, así que, ¿por qué iba yo a estar sola?

Sí, el otoño de 1905 trajo consigo compromisos para todos nosotros. Nicolás, que había querido nombrar un dictador militar y usar la ley marcial para aplastar los últimos disturbios, por el contrario cedió y concedió unas reformas. Con el Manifiesto de Octubre, redactado por sus ministros, el zar conseguía retener su trono accediendo de mala gana a la libertad de expresión y de asamblea, a la amnistía para todos los huelguistas, a un gabinete y una Duma: un Parlamento, en efecto, de funcionarios electos, que él decidió disolver en cuanto pudiera.