Así que por el momento estaba la Duma con sus socialdemócratas, un exiguo número de bolcheviques y la mayoría de mencheviques, con sus demócratas constitucionales, sus judíos bundistas, sus ucranianos, polacos y tártaros… La Duma por la cual Alix siempre culparía al gran duque Nicolás Nikoláievich, el tío de Niki, que dirigía el distrito militar de San Petersburgo y que se había negado a ser dictador militar de Rusia, puño del zar, diciendo que el tiempo de la represión había pasado hacía mucho… La Duma que ahora tiene su sede en el palacio Táuride, un palacio construido por Catalina la Grande en 1780 para su amante, el príncipe Grigori Potemkin, como agradecimiento por haber conquistado Crimea. ¿Qué diría ella si viera la Duma hoy en ese palacio? El Táuride estaba en la calle Shpalernaya, fuera de la vista del Palacio de Invierno, donde el Neva sigue su camino formando una gran curva arenosa en torno a la parte oriental de la ciudad. Fuera de la vista, sí, pero seguía estando allí, profanado por los hombres de la Duma, que apestaban a los animales a los que recientemente habían atendido, ese olor tan entretejido en las fibras de sus ropas que nunca se podría acabar de borrar, hombres que bebían vodka y cerveza y escupían las cascaras de las pipas de girasol empapadas de saliva, hasta que los corredores de palacio, con sus cuadros del siglo XVIII colgando serenamente de sus alambres, apestaban a campesino.
Sí, había una Duma, pero Niki todavía seguía siendo el zar, y aún era comandante del Ejército y de la Marina. Solo él podía declarar la guerra o hacer la paz, y solo él podía disolver la Duma a voluntad y crear leyes por decreto de emergencia, y ninguna de ellas podía tener efecto hasta que el zar daba su aprobación, junto con la del Consejo de Estado, la cámara superior de la Duma, llena de nobles que se aseguraban de que no se aprobase nunca ninguna ley que fuese en contra de sus intereses. Sí, había una Duma, pero corno pueden ver, tenía poco poder, cosa que significaba, como me aseguraba Sergio, que habría pocos cambios. Pero la Duma, su simple existencia, significaba, a pesar de las afirmaciones de Sergio, que sí había habido un cambio… ahora había una oposición abierta y legitimada al régimen, y yo sabía, por lo que había ocurrido en mi teatro, que a la oposición se la podía reprender, amenazar, estrangular, pero finalmente acabaría por salirse con la suya. ¡Yo misma siempre acababa saliéndome con la mía! Y aunque Niki podía disolver la Duma, cosa que hizo setenta y dos días después de la ceremonia de apertura, odiando la simple insinuación de que pudiera inhibirle como autócrata, por ley tenía que ser reconstituida. ¿Saben?, el Táuride estaba frente a la planta principal de tratamiento de agua de San Petersburgo, un edificio grande de ladrillo rojo donde el agua de la ciudad fluía y refluía, a través de diversas tuberías, válvulas, tornos, estanques y presas, y caía por los desagües a voluntad, y del mismo modo Niki intentó controlar la voluntad de la Duma… y del país.
A veces me imaginaba a Niki, cargado con Alix, con su frágil hijo, con su país alborotador, dando solitarios paseos por el parque de palacio desde el amarillo palacio de Alejandro hasta el palacio de Catalina, azul, blanco y oro, evocando para él con su barroca grandeza aquella época en la que el zar gobernaba como un poder supremo, dándole fuerzas para seguir adelante. ¿Caminaba solo por la Gran Sala, caminaba junto a sus altas ventanas y sus pulidos espejos? Deseé poder caminar junto a su reflejo por allí y deslizar mi manita en la suya para consolarle, susurrarle: «Tú vencerás».
Cuando el país se tranquilizó, también lo hizo el teatro. A todo aquel que se había opuesto al régimen y que había formado sindicatos y comités, y que había redactado resoluciones y que de cualquier otro modo había corrido por ahí armando jaleo, se le requirió que jurase lealtad una vez más al zar por escrito antes de concederle la amnistía, como parte de una amnistía general mucho más amplia que se le ofrecía en Rusia a todo el que hubiese tomado parte en huelgas y protestas. Los bailarines no eran trabajadores de las calles, y se dejaron intimidar fácilmente. La mayoría firmaron inmediatamente. Fokine, Pavlova, Karsávina y mi hermano, sin embargo, se negaron a firmar ese juramento de lealtad, y cuando Iósif abofeteó la cara de un bailarín que había firmado, y a quien mi hermano consideraba especialmente traidor, fue despedido del teatro, y su esposa, la princesa, se divorció de él. Irónico, ¿no?, que fuesen mis relaciones imperiales precisamente las que salvaran su pensión, mis contactos los que le encontraran un cargo discreto en la corte, a cargo de los pabellones de caza del zar, lejos de los escenarios, cierto, pero al menos con un salario que le permitía seguir viviendo. Pasaron ocho años, sin embargo, antes de que pudiera conseguir que le readmitieran en el teatro, así de profundos eran los sentimientos en esos temas. Sergéi Legar, hermano de mi guapo partenaire Kolinka, firmó la declaración y luego, sintiéndose responsable o pensando que había traicionado a sus amigos, se cortó la garganta con una navaja de afeitar. Hubo otras consecuencias: dos de los bailarines que dirigían las huelgas fueron despedidos junto con mi hermano; otro fue enviado a un hospital psiquiátrico; otros no fueron ascendidos, les dieron papeles sin importancia, se fueron al extranjero a bailar, a Berlín, a Londres, a París. Estos desastres, como los ahorcamientos, violaciones y deportaciones que sometieron a campesinos e intelectuales, sometieron también a los bailarines, aunque durante algunos meses hubo resentimiento entre las dos facciones, entre los bailarines que, como yo, éramos leales al régimen y aquellos que habían actuado contra el mismo. El resentimiento que fue fermentando conduciría finalmente a una sangría de talentos de los escenarios del zar.
Ballets russes
Fue solo unos años después, en 1909, cuando Fokine, junto con Diághilev, Benois y Bakst (los tres artistas libres que habían venido al teatro) obtuvieron permiso del zar para preparar una temporada de exportaciones rusas y llevarla a París. Presentarían a algunos de los mejores cantantes y bailarines del zar en el extranjero, y montarían unas pocas óperas mezcladas con unas pocas scenes des ballets.
De esos hombres, el que más me gustaba era Diághilev. Le llamábamos «chinchilla» por el mechón blanco de pelo que tenía en la parte delantera del cabello, a la derecha, y porque sus dientecitos pequeños y blancos eran exactamente como los de un animalito. Como miembro del personal del teatro (aunque ostentó el cargo brevemente, porque fue despedido al cabo de unos pocos años después de una discusión con Volkonski) venía a todas las representaciones del Mariinksy, y aunque apreciaba primero la música y después el arte, pronto desarrolló un gran entusiasmo por el ballet. Los bailarines cantaban entre dientes cuando llegaba al teatro y ocupaba su asiento en el palco de la administración:
Ya tolko shto uznal,
Shto u nevo v korobkye shinshillah.
Ya ochen boyus oshibitsya!
Me acabo de enterar
de que Chinchilla está en su palco.
¡Qué miedo me da cometer un error!
Fokine me gustaba menos. Se quejaba cuando yo llevaba un tutú para ensayar, en lugar de la ropa habitual de ensayo, como si yo pudiera someterme a alguna regulación. Y cuando hacía que mi criada trajese a Vova a algún ensayo, y lo interrumpía cuando mi niño me pedía un beso, Fokine se ponía furioso. Pero ¿qué niño no merece un beso? Solo estábamos ensayando un ballet de Fokine, Le Pavillon d'Armide, una pálida copia de un ballet que Petipa habría hecho tres veces mejor. En cuanto a la Pavlova… bueno, ella no era feliz hasta que tenía el escenario para ella sola, como en ese empalagoso solo de El lago de los cisnes que Fokine más tarde hizo para ella, con la dulzona música de Saint-Saëns, un solo que ella bailó una y otra vez por todo el mundo… incluso en Japón y en la India y en Sudamérica ante hombres morenos con huesos en la nariz. ¿Se lo imaginan? Ya habrán oído la leyenda de su muerte, que llamó para que le llevaran su traje de cisne y se lo colocó encima del cuerpo, una mortaja de plumas y gasa, mujer de teatro hasta el último momento, pensando en la bonita historia que se contaría con todo aquello, más allá de la tumba.