Yo la he sobrevivido, por cierto.
Bueno, pues Fokine me invitó, de muy mala gana por cierto, para que bailara en París no Giselle ni Las sílfides ni El príncipe Ígor, sino un solo ballet olvidable, su Pavillon d'Armide, una obra en tres actos durante el tiempo de Luis XIV con un libreto lleno de condes, rosas, prometidas, esclavos, sueños, jardines, bodas y muertes que al propio Petipa le habría encantado y que supongo que Fokine pensaba que yo no podía arruinar con mis talentos anticuados. Me había invitado solo porque, con la condición de que yo participara, el zar había prometido cien mil rublos para el proyecto. ¡Pero yo apenas participaba! Estaba claro que era una temporada en París de huelguistas y disidentes. Hasta mi hermano Iósif había sido invitado especialmente por Fokine a que se uniera a ellos. ¡Mi hermano, que había sido expulsado del Ballet Imperial! Y junto a la Pavlova, Karsávina y Spessivtseva, sus compañeras disidentes. «Elevar nuestro arte al nivel más alto», habían asegurado que era su causa. Sin embargo hasta la madre de una de ellas, la Karsávina, le dijo: «Sé una gran artista, así es como elevarás tu arte al más alto nivel». Una gran artista. Hasta la definición de ese concepto estaba cambiando.
Para mí, aquellas jóvenes bailarinas eran más altas que yo y que mis contemporáneas, con largas piernas y unos pies preciosos. En el pasado no nos preocupábamos demasiado por la altura ni por tener unos pies blandos y arqueados (los de la Pavlova eran tan largos que sobresalían absurdamente de sus zapatillas). Nos gustaban las bailarinas que se movían con rapidez, y las bailarinas pequeñas se mueven más rápido que las altas… La cara no tenía importancia para nosotros; una podía parecer un monstruo, era el cuerpo lo que importaba, y este estaba encorsetado, como los cuerpos de las mujeres del público. Ahora, los cuerpos de aquellas jóvenes bailarinas ondulaban como el agua. Y sus rostros… bueno, la Pavlova tenía la nariz ganchuda, y la extraña costumbre de quedarse entre bastidores y engullir bocadillos poco antes de que levantaran el telón, y le olían los dedos y el aliento a rosbif o a jamón, pero las caras de la Karsávina y la Spessivtseva eran realmente bellas, con los ojos oscuros, bonita nariz y labios delicados. Llevaban su pelo auténtico peinado en suaves moños, y no esas historiadas y rizadas pelucas que yo prefería. Cuando finalmente bailé para Diághilev en 1911, como parte de su temporada, los gustos de los críticos europeos habían cambiado tanto, alimentados por esa dieta de nuevas bailarinas, que me llamaron gorda, pasada, estereotipada, y lo peor de todo, «competente», y especularon en la prensa: «Si uno no supiera que llevaba las joyas del zar y era la mujer más rica en escena, ¿nos fijaríamos en ella por un solo momento?».
Pero en 1909 además me sentí insultada. Si Diághilev y Fokine no querían que bailase para ellos, entonces esa no era realmente la temporada de los bailarines del zar… porque, ¿qué mejor bailarina del zar que yo misma? Y en ese caso, ¿por qué iba a pagar la factura el zar? De modo que susurré esa idea a Sergio, que a su vez se la pasó al zar, quien retiró repentinamente su mano llena de rublos. Aunque el zar había retirado su persona de mi presencia, mantenía bien seguro mi lugar en el teatro. Una semana los bailarines estaban ensayando en el teatro Hermitage, y los sirvientes de palacio les servían té y chocolate con librea completa. A la semana siguiente tenían que encontrar un espacio para ensayar en un pequeño teatro alquilado en el canal Ekaterinski, con enormes bastidores de escenografías de otras producciones apoyados en las paredes para que tuvieran espacio para moverse. Sí, casi conseguí frustrar esa primera temporada de Les Ballets Russes, pero Diághilev consiguió reunir unos pocos rublos de todos modos, corriendo sudoroso con su chistera en la mano, suplicando, y recogió el dinero suficiente incluso para renovar el teatro Châtelet, en París, que había limpiado, repintado y forrado con nuevas alfombras color rubí, para presentar mejor sus joyas rusas, con su propia temporada no oficial y no sancionada por la corona.
Pero para la sorpresa de Diághilev, sus creaciones de Pavillion, Giselle o Las sílfides -unos ballets que reflejaban la vida cortesana que los propios franceses habían perfeccionado- no fueron los que más cautivaron la imaginación de los parisinos. Se pusieron de pie y vitorearon las antiguas danzas tártaras polovtsianas del Príncipe Ígor, sus guerreros armados con arcos dando vueltas ferozmente por el escenario, con los brazos levantados, con sus abigarrados trajes flotando, cruzándose entre sí, con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás. Diághilev estaba de pie, estupefacto, entre bambalinas, y a partir de entonces cambió de táctica. ¿Por qué mostrar a los franceses los ecos descoloridos de su propia corte? Mostrémosles, por el contrario, rudimentos de antiguos cuentos de hadas rusos sobre el zarevich Iván y Kashchei el Inmortal, y sobre pájaros de fuego. Mostrémosles la vida de los campesinos en las provincias. Sí, después de su primera y cautelosa temporada en París, Diághilev empezó a crear ballets para exhibir lo ruso: Petrushka, con sus marionetas que colgaban de los tenderetes campesinos en la feria de Shrovetide durante el día, pero por la noche, al quedarse a solas, luchaban y amaban; El pájaro de fuego, un pastiche de diversos cuentos rusos sobre un monstruo, una princesa doncella, un zarevich y un pájaro dorado situado en un jardín suntuosamente exótico; La consagración de la primavera, la representación de un antiguo sacrificio ritual campesino. Finalmente, los creadores fueron incluso mucho más allá, hasta lugares tan distantes como el velado harén de Persia de Sherezade, el templo montañoso hindú de El diablo azul, donde los miembros y las manos de los bailarines imitaban las esculturas hindúes, hasta las grandes columnas y jeroglíficos de Cleopatra, con todos los bailarines con peluca y vueltos de perfil, como si estuvieran pintados en los muros de una pirámide egipcia. Diághilev, Benois y Fokine creaban un ballet tras ballet otro con cuentos folclóricos como libreto, música folclórica mezclada con la partitura, motivos campesinos de estrellas y animales pintadas en la lona de los escenarios, trajes teñidos de los vivos colores rojo, azul y amarillo de las ropas campesinas.
¿Ballets rusos? No, realmente no. Petersburgo y Moscú nunca habían visto ballets como esos… ni nadie. Y la prima ballerina assoluta de Rusia tampoco estaba por ninguna parte.
Y yo les pregunto, ¿quién representa Cleopatra o El pájaro de fuego hoy en día? ¿Quién hace La consagración de la primavera? Son solo las rarezas del ballet, pulidas para alguna ocasión, con grandes esfuerzos de reconstrucción. No, son los ballets Románov los que sobreviven, los de Petipa: El lago de los cisnes, La bella durmiente, Raymonda, El corsario, Copelia, Cascanueces, La bayadera…