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– ¿Me quiere alguien por mí mismo o su respeto y afecto me son concedidos solo a causa de mi rango?

Y yo le contesté rápidamente:

– Aquí se le ama por sí mismo.

Aunque, por supuesto, no hay forma de separar la posición de uno de sí mismo, ni tampoco habríamos querido hacer tal cosa, de eso estoy segura. Yo le quería por su rango y por su persona, pero también por la amistad que me había demostrado y que había obligado a sus hijos a demostrarme también. Yo conocía ya a los dos mayores, Kyril y Borís. Venían al ballet con el abonnement de su padre, Kyril con su cara larga, muy guapo, y unos rasgos de aspecto inglés, y Borís con la cara sonrojada por su amor al bacará, el licor, las mujeres y las buenas bromas… En mis representaciones teatrales, siempre era el primero en patalear y gritar: «¡Que se abra el telón!», como hacen los franceses.

El hijo más joven de Vladímir, Andrés, sin embargo, había estado estudiando en la escuela de artillería Mijáilovich todos aquellos años, una de esas escuelas militares de élite tan estrictas que no permiten a sus pupilos ni pasar las vacaciones con sus familias, para cortar, supongo, los lazos de los chicos con su hogar y que se vean obligados a establecer unos nuevos con sus compañeros candidatos a oficiales y con su país. Por tanto, yo no le conocía antes de 1905, cuando Vladirmir me lo trajo una tarde a almorzar. Si yo era la douchka de su padre, Andrés se convirtió en el mío, y tocó una fibra dentro de mi corazón. Su rostro era el rostro del joven soberano que yo vi de cerca por primera vez en la comida de graduación de mi escuela, y como Niki entonces, Andrés era terriblemente tímido, un niño todavía a los veintisiete años, aunque yo ya no era una niña, sino una mujer de treinta y tres. Cada vez que le dirigía la palabra él agachaba la cabeza lleno de un terror encantador. En la comida, cuando puse mi mano izquierda en su muñeca para preguntarle qué postre prefería, le sobresalté y tiró su copa de vino, salpicando mi vestido blanco de motas moradas. Sus hermanos se echaron a reír.

Aquel día de la comida vino con su padre y sus hermanos, pero enseguida nos citamos para vernos a solas una tarde, a última hora, el día del santo de su madre, 22 de julio, cuando el resto de la familia estaba ocupada. Vino cabalgando desde Ropsha, la propiedad de Vladímir, abandonando la fiesta anual de su madre en su propio honor, con todas las sillas ocupadas por los Románov, y abandonó también a los músicos gitanos que tocaban en el jardín, la comida echándose a perder en unas mesas colocadas entre los arriates de flores. Hacía mucho calor en Petersburgo aquel mes, las paredes de los edificios se ponían al rojo vivo con el sol, y el Neva bajaba muy espeso y quieto. Pero Strelna formaba parte de una constelación de islas en la boca del golfo de Finlandia, y aquí el calor se fundía en una calidez somnolienta, mientras el Neva se dirigía hacia el mar Báltico.

Esperé en mi terraza a que viniese Andrés, caminando impaciente como una vez había caminado en Krasnoye Seló mientras esperaba que el joven zarevich me llevase a pasear en su troika, donde me senté a regañadientes, porque no quería arrugar mi vestido de verano, todo almidonado. Cuando él llegó al fin, ya al oscurecer, trajo en sus botas la arena amarilla de las carreteras y en su ropa el aroma del jazmín florecido y los lirios del valle que crecían a ambos lados de ellas. Nos entretuvimos un rato en la terraza oyendo a los ruiseñores, silenciados solo por la luz, y cuando finalmente vino a mi cama, me pareció que las aves y los lirios del valle se venían con nosotros allí donde Andrés, casi virgen, me hizo el amor como el zar me había hecho el amor en tiempos, con suave sorpresa. Y era como si el zar, o una versión suya más blanca, mucho más rubia, hubiese vuelto a mí, y como si a través de ese representante suyo pudiera seguir viviendo la vida. Tendría que haberlo hecho con él. Poco después de eso, Andrés se compró un palacio propio en el Muelle Inglés, número 28, para que pudiéramos tener un lugar donde reunirnos en privado, fuera de la vista de Sergio y de la madre de Andrés, que ya se había sentido bastante horrorizada por mi amistad con su marido y ahora estaba furiosa por tener que soportar mi amistad con su hijo menor. El palacio de Andrés había pertenecido al barón Von Dervis, que hizo fortuna con los ferrocarriles, y su viuda, en los pocos años que le quedaron, reformó todas las habitaciones con un estilo muy elegante, alternativamente rococó y gótico, reminiscente del Palacio de Invierno. Andrés no cambió nada en la mansión, ni siquiera quitó los monogramas de Von Dervis del escudo de armas, y de hecho ni siquiera vivió allí, sino que usó el lugar como escenario de nuestras fiestas y de nuestras citas. Pero Sergio, claro está, conocía aquella compra, y sabía también que yo había visto en secreto a Andrés allí, y lo soportó como penitencia. Me había abandonado cuando mi hijo solo tenía una hora de vida y todavía estaba envuelto en cera amarilla, y me oyó gritarle cuando salía galopando de mi jardín y saltaba mi seto. Le había costado a Sergio tres años y la muerte de mi padre volver a dirigirme la palabra. ¿Pensaba yo acaso en cómo le engañé el día que le dije que esperaba un hijo suyo, y en todos esos días después en que seguí guardando silencio? Convenientemente, no.

Andrés y yo éramos discretos, sin embargo. Vivíamos nuestro asunto en un barrio diferente, o nos íbamos al extranjero, a la Riviera francesa, donde Andrés, en un gesto que rivalizaba con el de Sergio, me compró una villa en Cap d'Ail. En Rusia también permanecíamos fuera de la vista, ya que la mansión Von Dervis estaba situada allá donde el Muelle Inglés daba al Neva mientras el río se curvaba hacia el sur, lejos del Palacio de Invierno y del nuevo palacio Mijáilovich, y desde allí se tenía una perspectiva diferente, la de la isla Vasilievsky. La mansión Rumyantsev estaba en el 44. Los Vorontsov-Dashkov en el 10. La condesa Laval en el número 4, donde el propio Pushkin leía en voz alta su Borís Godunov en 1828. Diághilev vivía en el número 22. Todas esas mansiones ahora sirven para otros fines. Las grandes familias nobles se fueron hace mucho tiempo, y algunas de sus casas son ahora museos. La mansión Laval es un archivo histórico. El hogar de Andrés se convirtió primero en Ministerio de Agricultura, bajo el gobierno provisional. Oí en 1961 que se había convertido en el primer Palacio de Bodas de la URSS. Me gusta pensar en las jóvenes parejas que acuden allí, quizá la chica con flores de azahar metidas detrás de la oreja, un poco tambaleante con sus tacones. Quizás adivinando lo que algún día sería aquel palacio, una tarde Andrés me anunció que deseaba casarse conmigo, apartó nuestra manta de marta cibelina para vestirse y, dejándome allí en la cama, cogió el caballo y se fue a casa de inmediato para anunciar sus intenciones a sus padres. Y yo pensé: «Qué delicia, perfecto. ¡Vamos a crear problemas en el palacio de todos los Románov!».

Miechen, por supuesto, le gritó que estaba embrujado y que destruiría su futuro. Ella ya estaba maniobrando para que su hija Elena se casase con un rey, y para que su hijo Borís se casara con la hija mayor de Niki, y no quería que Andrés estropease sus oportunidades de un gran enlace, como había hecho su hermano Kyril, que el año anterior justamente se había fugado con la divorciada Victoria Melita y como consecuencia de ello había sido despojado de todos sus títulos, ingresos y país. Quizá la imprudencia de Kyril hubiese inspirado a Andrés… El gran duque Vladímir le advirtió de que yo era una diversión muy agradable, pero nada más; él tenía que saberlo. No, Andrés no podía casarse conmigo, dijo, volviendo a mí avergonzado. Yo me eché a reír y chasqueé los dedos. ¡Qué parecido era al joven zarevich! Yo ya sabía que no me podía casar con él. Y no era solo Andrés el que no podía casarse conmigo, sino ningún hombre de rango real, ni ningún hombre de rango inferior tampoco, ya que yo estaba muy manoseada. No, el zar no podía casarse conmigo, Sergio no podía casarse conmigo, ni siquiera Andrés podía casarse conmigo. Cuando la princesa Radziwell me felicitó más tarde, aquel mismo año, por tener a dos grandes duques a mis pies, yo me esforcé por reír y repliqué: «¿Por qué no? Tengo dos pies».