Lo que no tenía era al zar, que me había vuelto la cara a mí y a mi hijo por mucho que alborotase yo en los lechos de la capital.
Cuando Vova me veía salir aquellas tardes para ir a ver a Andrés, se ponía celoso y, como suponía que salía para ensayar en el teatro, decía que ya era lo bastante mayor para venir conmigo. Quería ver el escenario, lloraba, y quería verme bailar, quería tomar lecciones en la escuela de teatro, igual que había hecho yo en tiempos con mi padre, hasta que este, exasperado, me llevó a ver a Lev Ivánov, que me hizo posar y bailar y dijo: «De acuerdo, que venga a la escuela inmediatamente» (¡Yo tenía siete años!). Del mismo modo Vova lanzaba ya su insistente campaña. Él viviría en la escuela, me dijo, y yo podría enseñarle.
– No te aceptarán hasta los diez años -le expliqué-. Hasta entonces, estudiarás con tus tutores.
Para cuando tuviese diez, imaginé, se olvidaría de todo aquello, y esperaba que fuera así, porque a los diez o doce años los chicos no solo podían ingresar en la Escuela de Teatro, donde no tenía ninguna intención de inscribirle (y adonde asistirían las hijas de mi hermano Iósif, Slava y más tarde Celina), sino también en el prestigioso Corps des Pages, donde, antes del nacimiento de Vova, ya había hecho que Sergio colocase su nombre en una lista. Después de todo, el joven zarevich vivía todavía; el tío de Alix, Leopold, había vivido hasta los treinta y uno antes de que una hemorragia por un pequeño accidente de coche se lo llevase, y Vova debía tener una vida propia. El Corps des Pages admitía solo a los hijos de los grandes duques, tenientes generales, vicealmirantes y consejeros del monarca, y mi hijo, por lo que a ellos respectaba, era hijo del gran duque Sergio Mijaílovich. El antiguo palacio de Vorontsov, diseñado en la década de 1790 por el mismo Rastrelli que había creado el palacio Catherine y Peterhof para la emperatriz Elizabeth, había albergado la escuela durante más de cien años, y en sus terrenos se encontraban una iglesia ortodoxa y otra católica. Dentro del palacio había dormitorios, aulas y una sala de baile con una gran galería donde la escuela celebraba sus bailes anuales. Los jóvenes cadetes que adornaban aquellas salas recibían unos uniformes de día, uniformes completos para apariciones ante la corte, ropa de noche de brocado negro con solapas doradas y uniformes para el baile, con unas armas que se quitaban mientras bailaban, aunque eran muchos los desastres que ocurrían cuando espuelas y espadas entraban en contacto con el tafetán y el raso. En sus años finales, los estudiantes más aventajados de la clase eran nombrados pajes de la corte. Al emperador se le asignaba un paje, igual que a los grandes duques y duquesas. La emperatriz viuda y Alix tenían cuatro cada una. Si Vova era nombrado paje de la corte y lo asignaban a algún miembro de la familia real (o mejor dicho, cuando fuera nombrado), le darían un uniforme de corte con unos bombachos de gamuza blanca, una casaca roja y dorada y unas botas Wellington negras, y lo llevarían en un carruaje de la corte hasta el Palacio de Invierno, los pajes todos cubiertos de sábanas para que su uniforme no recibiera ni una sola mancha de camino hasta la llegada. Y cuando Vova completase su servicio, podría ser recompensado con un reloj de oro que llevaría grabado el monograma del personaje imperial al que hubiera servido, y le nombrarían oficial de la corte, asignándole como ayudante a uno de los hombres de la familia imperial para empezar lo que sería, de eso estaba segura, una brillante carrera en la corte. Ya podía ver su aparición inicial allí, donde sería presentado formalmente a la familia imperial, incluida Alix, cuya mano besaría y con quien intercambiaría bromas en francés hasta el punto en que ella fuese capaz de seguirlas. Mi hijo ya tenía un tutor francés, así que a los dieciocho años hablaría esa lengua con fluidez. ¿Qué pensaría ella de él? ¿Notaría le semejanza imperial? ¿Vería en él los ojos de Niki, quizás, el parecido del rostro, sus andares, su porte? ¿O para ella no sería más que otro de los muchos jóvenes guapos de uniforme? Familia, riqueza, belleza, lealtad… esos eran los requisitos para la Guardia.
Sí, mi hijo vería a su padre en el Palacio de Invierno de una forma u otra, pero por ahora, mi niño se quedaría en casa conmigo, adorado por mi familia y mimado por Sergio, que lo consoló por no asistir a la escuela de teatro construyéndole una casita de juguete en nuestra dacha. Y más tarde, cuando Vova se quejó, indignado, de que tenía que aliviarse de pie en el jardín, entre unos rosales, Sergio añadió a la casita de juguete un cuarto de baño que funcionaba de verdad. También le compró un automóvil en miniatura que conducía de verdad, una manguera de bombero por la que salía agua de verdad, y una enorme llama de peluche que sobresalía de su cama. Por la noche, debajo de la llama, Sergio y Vova se arrodillaban a rezar sus oraciones, los dos juntos. Cuando Vova estaba enfermo, Sergio le cepillaba el fino cabello y se lo ataba con una cinta para bajarle la fiebre y llamaba a su hermano el hipocondríaco para que enviase a su médico personal y tratase a Vova; Sergio incluso tenía un catre de campaña montado en la habitación de Vova para poder dormir a su lado hasta que se ponía bien. Aunque Sergio nunca me reprochó mis devaneos con Andrés, parece que fue porque Vova me había sustituido en sus afectos, y los dos nos íbamos turnando junto al niño, que se volvió muy caprichoso por recibir tantas atenciones. Y todo eso siguió sucediendo hasta 1912.
Mira cómo sufrimos
A finales de septiembre de aquel año, el zar y su séquito viajaron como de costumbre desde Polonia, donde estaban cazando, a sus propiedades en Skernevetski, Bielovezh y Spala, y mi hermano, Iósif, ahora presidente de los Norteños, una sociedad de cazadores -que por medio de mi influencia, como recordarán, había sido colocado a cargo de los pabellones de caza del zar después de ser despedido del ballet-, viajó con él. No pasó mucho tiempo hasta que empezaron a llegar a Peter rumores sobre los asuntos en Polonia. La gente decía que el zarevich se había puesto enfermo de tifus o de cólera. El London Times escribió que el heredero había resultado herido por una bomba terrorista. Sergio no sabía cuál era la verdad. Si los rumores eran ciertos, Niki no hablaba todavía de ellos. Y entonces, el 9 de octubre, Iósif me envió un lacónico telegrama dándome instrucciones de que acudiera a Spala de inmediato a petición del zar, y que llevase a Vova conmigo. Yo llevé el telegrama tanto tiempo en la mano que por la tarde el papel se había empezado a desintegrar. ¿Qué querría el zar de mí y de mi hijo, después de tanto tiempo? ¿Qué quiso en 1904? Pero cuando respondí al mensaje de mi hermano, Iósif no me dio más explicación que: «No uses el vagón de ferrocarril de Sergio». Tenía que llamarle a él al pabellón cuando llegase a la estación de Varsovia. Iósif, el revolucionario, ¿se había convertido ahora en criado del zar? Hay que ver cómo pueden cambiar a un hombre la pobreza y la necesidad.
Solo le dije a Vova que íbamos a Polonia a visitar a mi hermano, que servía al zar en su pabellón de caza. Sin embargo, en la estación de ferrocarril vi la gazeta con el comunicado bordeado de negro que anunciaba que el zarevich estaba gravemente enfermo, y pensé que aquel comunicado no especificaba cuál era la enfermedad, y supe que la familia no habría permitido que se anunciase a menos que el zarevich estuviese muy próximo a la muerte. De camino hacia el sur y al oeste de Petersburgo, Vova parloteaba, preguntaba si podría él ir de caza, y si cazaría un reno y un ciervo, y si allí habría también bisontes europeos. ¿Tendría su propia escopeta, o Iósif le dejaría la suya? ¿Se podría llevar las cornamentas a casa y colocarlas en la pared de su dormitorio, o mejor aún, encima de la chimenea de mi Salón Blanco, para que nuestros invitados pudiesen verlos y le pidiesen que relatase su historia? Quería practicar conmigo las pocas palabras en polaco que le había enseñado, pero yo estaba alterada y no paraba de sacar los telegramas de Iósif para leerlos y releerlos por si aparecía alguna nueva información en ellos que pudiese disipar mis temores. Al final, enfadado conmigo, Vova se fue a pasear por el pasillo del compartimento. En cada estación me pedía que le comprase kvass al perfume de fresa, o té, o nueces tostadas. Mantuvo a los vendedores muy ocupados a lo largo de toda la ruta. En la estación de Varsovia, mientras esperábamos el coche que Iósif enviaba a buscarme, yo me afanaba con Vova, alisándole el pelo, estirando su chaqueta y abrochándola bien, atrayéndolo hacia mí en un momento dado, pero él era ya lo bastante mayor para que aquello le avergonzase, de modo que se retorció para librarse de mí y empezó a dar patadas a las hojas que volaban por la estación. Yo me subí el cuello de chinchilla del abrigo.