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Spala, que en tiempos fue sede de la caza de los reyes polacos, ahora era la sede de la caza del zar de Rusia, que entretenía a los que quedaban de la subyugada nobleza polaca mientras duraban sus visitas otoñales. Ya estaba oscuro cuando el coche nos llevó a las puertas de la propiedad. Allí, en el campo densamente arbolado, estábamos acompañados por un silencio enorme. Un carruaje nos llevó por una carretera arenosa a través de los abetos y pinos hasta el pabellón. Iósif, con una antorcha en la mano, nos recibió a Vova y a mí junto al camino circular que se encontraba ante el pabellón, pero mi hermano no me miró a la cara; solo después de que el carruaje se fuera y nos dejara allí, el propio Niki apareció entre las sombras, sujetando también una antorcha como si fuese un arma. El aliento que emitía en la fría oscuridad se mezcló con el mío, y su envejecido rostro se enfrentó al mío. El nacimiento de su pelo había retrocedido mucho, y por debajo de sus hermosos ojos se había añadido otro color, un azul violáceo. La piel de su rostro era de la textura del papel que hubiese sido doblado una y otra vez, en todos los ángulos posibles, y luego alisado de nuevo. Su bigote parecía sobresalir enhiesto de su grave boca, o quizá fuese la luz o la mueca que tenía en el rostro, que hacía que el bigote se erizase de esa forma, y sus ojos brillaban de un modo excesivo. Detrás de él, en la hierba, se alineaban un montón de ciervos muertos en dos filas, de costado, con las patas delanteras y traseras ligadas, y con ramas gruesas con hojas otoñales apretadas contra el vientre como un adorno para esconder el lugar donde habían sido desventrados, y sus bonitas astas levantadas hacia el cielo. A la vista de todos aquellos animales Vova gritó, encantado: – ¡Mira, tío Iouzia!

Y tiró de la mano de mi hermano, pero Iósif le hizo callar y Vova se quedó quieto. El enorme abrigo de piel de cordero de Niki cayó plegado sobre la hierba, y su alto y negro pahkahi formó una corona negra por encima de él. Parecía el rey del averno con su traje de gala entre toda su carnicería. Niki levantó la mano libre y le hizo un gesto a Vova de que se acercase, y junto a mí, con su pequeño abrigo, Vova se echó a temblar. Era menudo para los diez años que tenía, con un rostro delicado, y la gente, cuando le veía en la calle, a menudo le decía: «Mira qué niño más guapo». Echándome una mirada a mí, mi hijo empezó a dar unos pasitos hacia Niki sobre la hierba tiesa y fría.

– ¿Sabes quién soy yo? -pregunto Niki. Iósif respondió por Vova: -Es el zar.

Y Vova asintió y dijo: -Es un honor, majestad.

Al oír esto, Niki puso su mano en el hombro de Vova y le miró detenidamente el rostro. ¿Él mismo? No, veía más bien al hermano de mi hijo.

– Se parece mucho a Alexéi -me dijo Niki, y luego levantó su mano para coger la mía-. Perdóname, Mala. Has hecho un viaje muy largo.

Su palma era cálida y rugosa, y había pasado muchísimo tiempo desde que sentí su piel contra la mía. «Ven», dijo. Echó a andar, no a mi lado, sino ligeramente por delante, y fuimos hacia el pabellón, dirigiéndome como se dirige a un caballo, y Vova era el perro, trotando detrás, y mi hermano, a quien yo ya había olvidado, detrás de nosotros, a la discreta distancia de un criado.

El pabellón de Spala no parecía un palacio en absoluto, ya que era largo, viejo y feo; el piso inferior estaba marcado por arbustos de hoja perenne podados en forma de pirámide y el superior por unas altas ventanas, unas junto a las otras, en sucesión. El bosque se mantenía separado del edificio mediante un seto ondulado de arbustos bien podados. A medida que nos acercábamos, Niki, haciendo señas con la mano, indicó a Vova que se fuera con Iósif. Cuando se hubieron alejado y no podían oírnos, Niki señaló hacia delante, a un balcón con sus cortinas que se encontraba en un extremo del pabellón, por encima de una veranda.

– Alexéi se está muriendo, allá arriba.

Creo que empecé a morderme las uñas mientras él seguía, con los ojos muy brillantes y aquella cara como una red de finas arrugas. Era la segunda semana de sufrimiento de Alexéi, me dijo. La sangre había empezado a llenar la cavidad entre la ingle y la pierna izquierda, hasta el punto de que el pobre niño no tenía otra opción que mantener la rodilla pegada al pecho, pero aun así, la hemorragia no cesaba. Los médicos levantaban y bajaban alternativamente su lecho con muelles para ayudarle a sentarse o a permanecer echado, pero en ninguna postura, decía Niki, podía encontrar alivio el zarevich, y la sangre empezaba a presionar los nervios, causando a Alexéi espasmos de dolor tan intensos que había empezado, entre chillidos, a pedir que le dejaran morir, gritando: «¡Enterradme en los bosques y hacedme un túmulo de piedras!». Pero lo peor era la hemorragia estomacal, que los médicos tampoco podían detener, y de la cual pronto moriría. Tenía fiebre y delirios, su corazón era débil, y tenía la cara tan blanca que parecía que no circulaba sangre alguna por el resto de su cuerpo, pero como era un niño y no querían darle morfina, su único alivio era desmayarse. Todo aquello era el resultado de un desgraciado golpe con un escálamo cuando Alexéi subió a un bote en Bielovezh, que le causó una pequeña hinchazón que pensaron que se había curado hasta que se subió a un carruaje y lo llevaron allí, a Spala, por una de las carreteras arenosas y llenas de baches como la que acabábamos de recorrer juntos.

Niki decía que no podía soportar entrar en el dormitorio de su hijo, donde Alix se encontraba sentada en un sillón día y noche, sin llorar. Aunque cada día había caza y cada noche había muchos invitados a la cena, y en un escenario improvisado sus hijas representaban obras para su distracción, detrás de las lonas pintadas de aquel espectáculo se encontraba una escena muy distinta. El día anterior, el conde Freedericks, el ministro de la corte imperial que supervisaba todos los protocolos de la corte y llevaba a cabo las instrucciones de Niki, había persuadido a la familia de que el zarevich estaba tan enfermo que era el momento de emitir un comunicado anunciándolo y así preparar al país para su muerte, y este había aparecido en todos los periódicos aquella mañana. Eso fue lo que yo vi en la gaceta de la estación. Se había preparado otro anunciando su muerte. A medida que Niki iba hablando nos acercábamos a la casa, e hizo una pausa para señalar la tienda de lona verde en el jardín, con la tela desgarrada al viento. Hasta aquel día el tiempo había sido cálido, dijo el zar. Pero ahora, como si se preparase para la muerte del zarevich, la estación había cambiado. Aquella sencilla tienda se había convertido en una capilla, y ahora, con el anuncio oficial de la enfermedad de Alexéi, todas las iglesias y capillas de Rusia celebrarían rezos y servicios dos veces al día. Mientras Iósif conducía a Vova hacia la tienda para ver el altar, Niki me dijo, sencillamente: «Ven conmigo».