Niki me llevó a media versta por el oscuro bosque de árboles altos y delgados, abedules con sus troncos blancos que se iban pelando, tan altos y juntos que uno podía desaparecer entre ellos, y Niki sujetó su antorcha para iluminar el camino. Por todas partes donde pisaba, notaba una raíz o enredadera bajo mis zapatos. Niki seguía avanzando, más y más, y luego acabó ofreciéndome la mano o el codo, y cuando yo estaba a punto de preguntarle si faltaba mucho aún, de repente él se detuvo, contó los pasos y bajó la mirada. Ante nosotros se encontraba una pequeña tumba, recién cavada, y junto a ella un montón de piedras sueltas. Niki se arrodilló, recogió un guijarro del suelo y me lo puso en la mano. La piedra estaba fría y húmeda, y mis dedos se cerraron a su alrededor. El bosque a nuestro alrededor se quedó escuchando y esperando, y yo oí mi propio aliento al exhalarlo, lentamente. Niki no dijo una sola palabra, su antorcha crepitaba y chasqueaba. Nos quedamos allí un minuto, una hora, un año, antes de que yo comprendiera: aquella tumba era para Alexéi, y estaba destinada a desaparecer, a acabar tragada por el bosque. Al final nos alejamos de ella y Niki me condujo de vuelta hacia la tienda verde, donde nos esperaban Vova y Iósif. Yo intenté mirar a Iósif a los ojos. ¿Qué sabía él? Todo, probablemente, y pensó que era una maldición que yo misma me había ganado. Niki nos llevó hasta las blancas puertas encristaladas del refugio, donde el zar y Iósif dejaron caer las antorchas al suelo, a ambos lados. Pasamos por un vestíbulo que olía a humedad y estaba muy mal iluminado. Pasamos por una habitación pequeña con dos sillas con respaldos parecidos a las astas de ciervos gigantes, por un comedor con sillas de cuero que rodeaban una larga mesa, por un oscuro porche cubierto y salpicado de muebles de mimbre. Por todas partes por donde pasábamos, dejábamos un rastro de tierra arenosa. Iósif nos seguía, y Niki, Vova y yo subimos por una estrecha escalera de madera. En la parte superior, Niki me tocó el codo. Recorrimos una sala y cuando pasamos por un pasillo, corrieron hacia nosotros dos niñas pequeñas disfrazadas, una vestida de pirata, la otra con un vestido y un gorro blancos, y se abrió una puerta y entonces lo oímos, un quejido largo, bajo. El zarevich. La puerta se cerró. El rostro de Niki se encogió con mil arrugas, y cuando llegamos a la antepuerta con cortinas de una galería, en uno de los extremos de la larga sala junto a aquella puerta, parecía que tenía mil años de edad.
Una mujer se encontraba sentada en una butaca de mimbre en aquella galería, casi en completa oscuridad, entre una nube de rayas: tela rayada en los muros bajos, cortinas rayadas del suelo al techo, cojines rayados en las sillas. Alix. Se levantó. Llevaba un abrigo de marta cibelina para combatir el frío, con sus gruesas mangas como pulseras en sus muñecas. Su pelo, que solo recordaba que era de un rubio rojizo, tenía ahora muchas canas mezcladas con el oro en las sienes, y lo llevaba peinado con raya en medio, rizado y sujeto muy hueco a los lados de la cabeza. Teníamos la misma edad, pero yo era una chica y ella una abuela, una abuela alemana, cuya piel se había aflojado y espesado por las mejillas, cuya nariz había empezado a curvarse y cuyos párpados formaban grandes bolsas. Apreté la piedra que todavía llevaba en la mano. En realidad, Alix parecía más un hombre que una mujer, como les pasa a algunas cuando envejecen. En el teatro, eran hombres siempre los que hacían de vieja, de Baba Yaga o de Carabosse. ¿Y esa era Alix, la princesa de Hesse-Darmstadt? Ni siquiera había conseguido que su angustiado rostro dijese nada más que lo que estaba sintiendo. Miró a mi hijo, ese niñito de grandes ojos que tenía ante mí, con mis brazos cruzados ante su pecho, y le sonrió tristemente.
Y Niki me dijo:
– Mira cómo sufrimos.
Cuando el propio Iósif nos trajo el equipaje recorriendo el pasillo trasero que conducía al dormitorio que se encontraba junto al de Alexéi, donde íbamos a dormir, comprendí que estábamos allí de manera extraoficial.
– ¿Cuándo vamos a cazar? -me preguntó Vova.
Y mi hermano respondió:
– Más tarde. El hijo del zar está muy enfermo.
– ¿Y cuándo se pondrá bueno?
– No lo sé -respondió Iósif, y me miró a mí y meneó la cabeza como diciendo: «Mira adónde nos ha llevado tu idilio». Luego miró a aquella puerta contigua, y comprendí que nuestra inmediata proximidad al zarevich tenía un objetivo, y que en el momento exacto de la muerte de Alexéi se lo llevarían a esa habitación oscura y desde allí al bosque, mientras sacaban a Vova de su cama y lo conducían a la habitación del enfermo, con Niki y Alix a su lado, y lo proclamarían milagrosamente curado. Supuse que Niki creía que podía apropiarse de mi hijo igual que se apropiaba de las mejores pieles, maderas, vodka y caviar, en provecho de la corona. Después de todo, hacía mucho tiempo yo le había ofrecido estúpidamente a mi hijo. Pero mis ambiciones con respecto a Vova siempre me habían incluido a mí, también: mi matrimonio con Niki, mi hijo y yo juntos, conducidos a palacio… Ahora veía que Niki y Alix estaban tan íntimamente unidos por la tragedia de la enfermedad de su hijo que él no enviaría jamás a Alix a un convento ni se divorciaría de ella, no importaba lo que le ocurriese a su hijo. De modo que lo único que quedaba de mi antigua fantasía era aquel cuento a lo Dumas, en el cual se requería a mi hijo que asumiera la identidad de otro.
Y no es que un discreto arreglo como aquel careciese de precedentes. La corte en general sospechaba hacía mucho tiempo que el emperador Alejandro I salió una noche junto a sus centinelas con gorro y abrigo (los centinelas juraban que era él, conocían muy bien su aspecto) y desapareció por las calles de la capital, y poco tiempo después su familia anunció su muerte en el sur, en Taganrog. Él había derrotado a Napoleón, y luego, a pesar del «aire francés de libertad que me había deleitado en mi juventud», siguió oprimiendo a su propio pueblo, defendiendo los principios de la aristocracia, hasta que, exhausto, les dijo a sus hermanos: «Ya no puedo soportar más el peso del gobierno». Su ataúd fue enviado desde Taganrog a San Petersburgo. El féretro, que por costumbre siempre se mantenía abierto durante los funerales de Estado, para el funeral de Alejandro I permaneció cerrado. Uno de los grandes duques comentó que el rostro ennegrecido del cadáver, sus rasgos indiscernibles, podían ser los de cualquiera, como la familia de Alejandro, decidida a procurar una transición tranquila y a asegurarse sus riquezas, sabía muy bien. Y después de que su hermano, Nicolás I, ascendiera al trono, desafiando a los guardias que querían establecer una república, apareció en los páramos de Siberia un hombre santo, un eremita, que decía llamarse Fíodor Kozmich, y que tenía un asombroso parecido con el antiguo emperador. Un emperador vestido de harapos como eremita en Siberia. El hermano del emperador vivo, vestido de armiño y ocupando el Palacio de Invierno, como zar. Pero Nicolás I tenía treinta años cuando llegó al trono, y había sido educado en la corte. Mi hijo solo tenía diez, y lo había criado yo. Sin preparación alguna, lo obligarían a meterse en la cama del zarevich, mientras a mí me conducían a la fuerza a Spala, sola, escoltada hasta la estación por mi hermano, los dos Kschessinski al servicio de la corte. Los tres Kschessinski.
Toda la noche al otro lado de la puerta que comunicaba nuestra habitación con la de Alexéi oímos las muchas idas y venidas de los doctores Raukhfus, Derevenko, Botkin, Fiodérov y Ostrogorsky (todos ellos enviados desde San Petersburgo) y a través de la puerta oímos sus voces y luego la voz de Niki y la de Alix. Por debajo de la puerta aparecía de vez en cuando la sombra de un zapato, y luego se retiraba. Había luz, y luego hubo sombra. Y, por supuesto, oíamos el sufrimiento del niño y el suave canturreo de su madre intentando calmarle infructuosamente. Aunque le puse el camisón a Vova, yo no me desvestí sino que me quedé sentada en una silla colocada ante su cama, igual que Niki había dicho que Alix se sentaba totalmente vestida junto a su hijo aquella noche y cada noche durante las últimas dos semanas, durmiendo apenas. Vova estaba echado en la cama, con los ojos abiertos. Veíamos claramente desde nuestra ventana la luna y las estrellas, nítidas por la escarcha; la tierra parecía muy grande, y el cielo muy lejano. Yo acariciaba la frente de mi hijo y su sedoso cabello castaño y sus bonitos y esbeltos dedos e intentaba responder sus preguntas.