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– ¿Por qué llora ese niño?

– Porque le duele.

– ¿Y cuándo dejará de llorar?

– No lo sé.

Pero con los continuos quejidos y chillidos de la puerta de al lado, las preguntas de Vova acabaron por cesar. Escuchaba, con los ojos muy abiertos, los gritos del niño de la habitación de al lado: «¡Dios mío, ten piedad!» o «¡Mamá, ayúdame!», o, lo peor de todo: «¡Dejadme morir!», y pronto Vova empezó a lloriquear también, contagiado.

– Mamá, ¿se está muriendo ese niño? -me preguntaba. Pero se tapó los oídos con las manos para no oír mi respuesta. Y luego oí los inconfundibles sonidos de una oración, una sola voz, que no conversaba, sino que entonaba: «Mediante su santa unción y su amantísima misericordia, que el Señor te ayude por la gracia del Espíritu Santo», y varias voces que respondían: «Amén». Era la primera parte del rito de la extremaunción, la unción de los enfermos, seguida por la última confesión, y finalmente la administración del viático, la eucaristía, alimento para el último viaje. ¿El viaje adónde? El viaje a los cielos. Alexéi se estaba muriendo, ya mismo, en la habitación de al lado, y en cualquier momento Niki abriría aquella puerta que comunicaba las habitaciones y tomaría posesión de su otro hijo sin decirme nada, sin pedirme nada. Y justo entonces decidí que lo haría. Le diría a Niki que era demasiado tarde y demasiado pronto. Podría tener a Vova más tarde, como hombre, como paje, como oficial de la Guardia, como diplomático o como ministro. Podía hacerle príncipe. Pero no podía llevarse a mi niño entonces, si Dios le arrebataba a Alexéi. Y en el silencio que procedía de la habitación de al lado, acaricié la cabeza de mi hijo dormido y ensayé lo que iba a decirle, Batushka, oye mi plegaria.

Pero Niki no apareció ante nosotros en aquella pequeña habitación hasta la mañana siguiente, y se limitó a decir:

– Alexéi está mejor. Ven a verle.

¿Qué o quién había conseguido aquel repentino milagro? El staretz Rasputín. Alix le había telefoneado por la noche, en algún momento entre mi llegada y la administración de los últimos ritos, y en su dolor y desesperación había pedido su ayuda furiosamente, igual que Niki había buscado la mía. Y al igual que yo había corrido a obedecerle, también hizo lo mismo Rasputín, que estaba lejos, en Pokrovskoe, en Siberia. El no tuvo que viajar, sin embargo: se limitó a rezar, intercedió ante Dios, y luego envió a la zarina un telegrama: «Dios ha visto tus lágrimas y ha oído tus plegarias. No sufras. El Pequeño no morirá».

Quizá debería decir aquí unas palabras sobre Rasputín. Había empezado a realizar curaciones para Alexéi, y a causa de este hecho se había vuelto indispensable para Alix, cosa que no habría supuesto ningún problema si Rasputín hubiese sido un hombre discreto, pero, ay, era hombre de teatro del principio al fin, de modo que quizá yo le comprendía mucho mejor que la mayoría. Empecemos por el traje: un desaliñado capote negro, la blusa de campesino y las botas de campesino (todo lo cual Alix sustituyó por camisas de seda con acianos bordados, pantalones de terciopelo y botas tan suaves como la mantequilla, además de un gorro y un abrigo de castor); el largo pelo sin peinar que caía sobre sus hombros como no lo llevaba ningún hombre, ya fuese campesino o príncipe, solo los locos sagrados; la barba larga y descuidada, la barba de todos los Antiguos Creyentes, y luego los ojos, de un azul muy claro, como esa pálida gema que se llama turmalina, tan agudos y penetrantes y tan transparentes a la luz como el cristal. Oí decir que apenas sabía leer un fragmento de las Escrituras, que tenía problemas para recordar cualquiera de sus pasajes, y que escribía garabateando unas enormes letras negras, deformes, de tamaño irregular, sin ortografía, amontonadas unas encima de otras. Pero cuando hablaba era como un conjuro, una retahíla casi incoherente: «El mundo es como el día; mira, ya es casi de noche; ama a las nubes, porque ahí es donde vivimos». Lo más teatral de todo eran sus curaciones, en las cuales tomaba la mano del paciente y luego, con gran poder de concentración, hacía que su rostro perdiese todo el color, y se volviese amarillo. El sudor brotaba de su rostro, y con los ojos cerrados empezaba a temblar… era como si la vida le abandonase y entrase en el cuerpo del enfermo. Sin embargo, un alud de críticas había rodeado siempre a Rasputín, a causa de su conducta fuera del escenario. En la cima de su popularidad, acudían mujeres continuamente a su apartamento de Petersburgo a escuchar sus sermones, darle dinero e incluso ser profanadas por él, después de lo cual, por la noche, él se iba a los baños y tenía tratos con prostitutas, bebía hasta emborracharse en público más incluso que cualquier ruso corriente, y una vez en el restaurante Yar de Moscú, Rasputín, lascivo, se exhibió ante un grupo de mujeres y causó un escándalo que solo terminó cuando se recurrió tan alto en la cadena del mando que alguien, el ayudante del ministro del Interior, se consideró en una posición lo suficientemente alta para dar permiso para el arresto del favorito de palacio. Alix creía que los informes policiales eran falsos, y que los ministros que hablaban en contra de su asociación con él eran enemigos de Rasputín… y de ella. Pero empezaron a circular sus cartas a Rasputín por Petersburgo en 1911, unas cartas escritas con un estilo efusivo, tan ajenas a su conducta pública absolutamente glacial, unas cartas en las que todo el mundo era su «querido», y en las cuales ella deseaba besarlos a todos, copias de las cuales el propio Rasputín hizo circular al principio por la capital y luego en ciudades de toda Rusia para silenciar a sus torturadores. («Solo deseo una cosa, quedarme dormida para siempre sobre tus hombros y entre tus brazos. ¿Dónde estás? ¿Adónde has ido? ¿Estarás de nuevo cerca de mí?») Toda Rusia entonces pareció escandalizarse. ¿Qué hacía la emperatriz en los brazos de un staretz sin lavar?

Las caricaturas que resultaron de esas cartas (caricaturas de Rasputín, Alix y las chicas, que aparecieron en los periódicos y no se pudieron evitar, ahora que las reformas de 1905 habían levantado la censura de la prensa y garantizaban la libertad de expresión) mostraban a las mujeres de la familia imperial retozando desnudas, y a la emperatriz y Rasputín abrazados. En otra, un Rasputín demoníaco, con el pelo negro, de tamaño enorme, sujetaba dos marionetas con cara de idiota en las manos: Niki y Alix, la emperatriz arrodillada ante él, desnuda, con una corona amarilla en su largo pelo castaño, y Niki con el vientre grueso y castrado, sentado en un palanquín, vestido solo con unas botas y un gorro de piel; los tres rodeados por una legión de grandes duques y ministros, todos ellos ahora exiliados o asesinados. Ante esto, la familia, los ministros de Niki, incluso el primer ministro de la Duma, Piotr Stolypin, insistieron en que había que desterrar a Rasputín. Y así, cediendo a la presión, algo que nunca le había gustado hacer, Niki envió a Grigori Rasputín de vuelta a Siberia durante un tiempo, a su pueblo de Pokrovskoe, y por eso en 1912 Alix tuvo que telegrafiarle allí desde Spala.