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Vi a Rasputín en San Petersburgo después de aquel otoño, porque tras su gran éxito en Spala se le había permitido volver del exilio a la capital, una tarde después de salir del teatro, mientras iba yo en coche por el puente Troitski. Al principio era solo una silueta, un gabán largo y negro, una capucha, unas manos que gesticulaban, dos animales que se debatían, y luego, cuando nos acercamos más, las linternas exteriores de mi coche incidieron en su rostro. El hombre que había bajo la capucha quedó súbitamente iluminado, como si la figura hubiese aparecido ante las candilejas de un escenario. Se había vuelto hacia el Neva y miraba el agua, quizás agobiado por su propio destino, pero volvió la cabeza hacia mí cuando yo pasaba en mi carruaje perfumado y bien calentito, y vi el rostro de la criatura que los petersburgueses habían empezado a llamar el Sin Nombre o el Inmencionable: una nariz con las aletas muy anchas, como la retorcida raíz de un árbol, una frente abultada como una cornisa por encima de los ojos azules, tan pálidos como el agua electrificada. Supe de inmediato, con toda seguridad, que era él, tanto había circulado su descripción. Cuando sus ojos conectaron momentáneamente con los míos, sentí una conmoción, como si me volvieran del revés y me vaciaran toda la mente. Y luego pasamos y miré hacia atrás para verle, pero él no se volvió a mirarme. Ni siquiera sabía quién era yo, ni sabía que mi hijo podía arrebatarle todo su poder.

¿Dónde estaba? Ah, sí, al momento en el que vimos a Alexéi por primera vez Vova y yo. Aunque fuera la luz del día brillaba con fuerza, la luz eléctrica estaba encendida en aquellas salas estrechas y oscuras. Mientras mi hermano supervisaba la carga de nuestro baúl en el coche, una vez concluido nuestro propósito allí, el zar nos escoltó por el vestíbulo. La puerta que conducía a la habitación de Alexéi estaba abierta de par en par, y de pie junto al lecho, que estaba pegado a una mesa llena de medicinas y toallas, paliativos sin valor alguno, se encontraban las hermanas de Alexéi, las cuatro vestidas como si fueran un pequeño corps de ballet, con blusas de encaje blanco con cuello alto y unas faldas de lino claras, con pliegues. Hasta el cabello lo llevaban recogido con unos peinados similares: la mitad echado hacia atrás y recogido en la coronilla con un lazo, el resto suelto por detrás de las orejas y cayéndoles sobre los hombros. Solo el pelo de la más pequeña, Anastasia, era liso. El de las otras tres caía formando suaves ondas. Estaban besando los dedos de su hermano y contándole el fragmento teatral que habían representado la noche anterior durante la cena para los invitados, miembros del séquito imperial y nobles polacos invitados a acompañarles: dos escenas de Le Bourgeois gentilhomme, que debían de exigir que dos de ellas fuesen la dama y el pirata que yo había visto en el pasillo la noche anterior, y sus risas se detuvieron al vernos en el umbral a Vova y a mí, un niño bajito y una mujer bajita. Ellas eran altas, como cisnes rosados en torno a la silueta pequeña de rostro blanco, que sonrió a Vova desde su cama. Por un momento, en aquella sonrisa se pudo ver al alegre niño que Sergio me había descrito en la cena, que lamía su plato aunque hubiese compañía, no paraba de moverse, bromeaba con sus hermanas, robó la zapatilla de una criada y luego se la devolvió con una fresa metida en la punta, escribía notitas a Niki contándole cómo le había ido el día («Cuando te vea me meteré en tu baño… te beso la mano»). Los niños tenían pocos amigos, ya que Alix seguía apartándolos de lo que consideraba que era la influencia obscena de la corte, que era todo lo que ellos conocían. De modo que las niñas se entretenían juntas, y a Alexéi le permitían que tuviese la compañía del hijo de su tutor, o cuando la familia estaba en Crimea, el hijo de algún campesino o de vez en cuando algún chico del Corps des Pages, un cadete que se portase bien y al que llamaban a palacio cuando estaban en Petersburgo. Y ahora se encontraba con mi hijo, su hermanastro, el último al que habían llamado, de pie en la puerta de su dormitorio.

Quizás Alexéi pensase que Vova era uno de esos chicos que iban a jugar con él durante su convalecencia, porque levantó la mano y le hizo señas a Vova de que se acercase, diciéndole que no le hiciera reverencias. Cuando Vova se acercó, con un juguete en la mano que había cogido para armarse de valor, Alexéi dijo: «¿Es para mí?» y sin protestar Vova le tendió el elefante de trapo que le había regalado por Navidad para recordar al elefante de verdad que trajo una vez el payaso Dourov a mi casa. El animalito llevaba una silla roja y dorada de trapo y un sombrerito a juego con una campana que sonaba de verdad. Las niñas cayeron sobre él al instante: «¡Oh, qué mono, mira la trompita!», mientras Alix y yo nos mirábamos la una a la otra. Toda la noche, cada una de nosotras había pensado que perdía a su hijo, y aquella mañana compartíamos el mismo alivio. Mi hijo se inclinó sobre la cama y le enseñó al heredero los trucos mediante los cuales se podían mover las patas del elefante, y las cabezas de ambos se tocaron. El pelo de Alexéi era un poco más castaño, pero Niki tenía razón: los dos niños se parecían muchísimo, de una edad similar y con unos rasgos muy similares; me quedé sin aliento al ver lo mucho que se parecían, pero el uno tenía el color de la salud y el otro una piel amarilla, tensa por encima del rostro. Pero Alexéi estaba vivo, no sería enterrado en los fríos bosques, junto al río Pilitsa. Muy pronto, el zarevich pidió a una de sus hermanas (no recuerdo a cuál) que le trajera su caja de soldaditos de plomo para poder jugar a la caza del elefante, y cuando ella reapareció con un baúl de preciosos soldaditos pintados, cada uno moldeado en una postura distinta, Niki fue detrás de ella y se quedó en la puerta mirando cómo los chicos colocaban los soldados uno a uno hasta que llenaron las colinas y los valles de las sábanas de la cama en torno a las piernas de Alexéi: subiendo por una pierna, bajando por la otra. Pasaría un año entero antes de que el zarevich pudiese caminar normalmente o recuperase toda la fuerza en la pierna izquierda, porque la sangre estancada que había llenado sus articulaciones era como un ácido que se comía huesos y cartílagos, y esa deformación había trabado la pierna en una posición torcida. Durante un año llevaría unas férulas de hierro destinadas a ir enderezando de nuevo poco a poco el miembro, y durante ese año sería fotografiado oficialmente solo sentado: en sillas, en trineos o en escalones. Los chicos acercaban sus soldados al elefante y hacían ruidos de disparos, y después de unas cuantas veces, el zar dijo que tendríamos una caza de verdad en otro momento, cuando Alexéi estuviese mejor, y Alix le dijo a Alexéi que le regalase aquellos soldados a Vova, y el zar ayudó a los chicos a recoger todos los hombrecillos y meterlos en la cajita de madera. Mi hermano nos llevó a la estación, con un gorro de piel muy bien encasquetado, la nariz como una montañosa reprimenda, y no hablamos entonces del zarevich ni de nada de lo que habíamos visto. Por el contrario, Iósif divirtió a Vova todo el camino con el número de animales y aves que había cobrado la partida de caza del zar aquel día, y yo me sentí muy agradecida, porque en el largo camino de vuelta en tren Vova dibujó animales y bosques, escopetas, arcos y flechas, y luego hizo listas de imaginarios registros de caza con números cuidadosamente escogidos para los conejos, faisanes, perdices, alces, ciervos y bisontes. Al cabo de unas pocas semanas, cuando Alexéi se encontrase lo bastante bien, también viajaría a Petersburgo, primero en coche, por la carretera arenosa que yo había recorrido a pie aquella noche, una carretera que habían rastrillado y alisado bien los criados, y luego por ferrocarril, en un tren que viajaba a veinticinco kilómetros por hora para evitarle cualquier posible daño. Por entonces, el oscuro bosque y la oscura casa estarían completamente blanqueadas por la nieve, pero eso no importaría, porque Alix había conseguido arrebatar a su hijo del averno. La familia imperial no volvería nunca más a Spala, ni a ninguna de sus propiedades polacas.