Por mi parte, durante años me pregunté qué recordaría mi hijo de aquella noche, de aquella pequeña y sencilla habitación con las paredes pintadas de blanco y un solo cuadro en la pared que representaba a unos hombres de caza, la cama de hierro, la ventana desde la que se podía ver una fría noche en Polonia. Pero nunca se lo pregunté, porque en cuanto aquello acabó, nunca quise volver a hablar de ello. Comprendí entonces por qué Niki se había apartado tan completamente de mí: la enfermedad de su hijo era un tornado que absorbía todo lo que estaba alrededor del muchacho con su vórtice potente y solitario.
Una vida por el zar
En el invierno de 1913 el zarevich podía andar, pero solo distancias cortas, y aun así cojeaba. No obstante, el Gran Tricentenario, la celebración de los trescientos años de gobierno Románov, no podía esperar a su plena recuperación. Para los acontecimientos ceremoniales tendría que quedarse en casa o ser llevado por uno de los cosacos del séquito personal de la familia, y ello, junto a los grandes ojos del zarevich y sus rasgos endurecidos por la fatiga, hizo comprender a Niki que el país se llenaría de rumores: el zarevich era un idiota, el zarevich tenía una enfermedad incurable. De modo que, para la representación de gala de rigor de Una vida por el zar en el teatro Mariinski, cuando el teatro estuviese lleno solamente de oficiales y diplomáticos de la corte, un público del Viejo Mundo, los nobles de alta cuna que en tiempos gobernaron Rusia muy bien, gracias, sin ninguna ayuda de los campesinos, chupatintas, obreros, judíos y revolucionarios, Niki no quería aparecer a través de la cortina del palco imperial con su hijo inválido en brazos de un cosaco del regimiento Konvoi. No fue mi hermano aquella vez, sino Sergio quien me trajo la propuesta de Niki.
Niki quería que Vova llevase la casaca roja de Alexéi de los guardias Preobrazhensky, y que se uniese a ellos en el palco imperial. Vi en el rostro de Sergio que aquella propuesta le emocionaba. Una gran broma, como las que solían gastar los del Club de la Patata, pero él no había estado en Spala para ver cómo aquella broma era el preludio de un secuestro. Sergio pensaba que habíamos ido a Polonia para que Vova cazase con Iósif, no para que mi hijo fuese cazado. Y por tanto se propuso persuadirme. Yo ya estaría en el teatro, dijo Sergio, y por eso me resultaría bastante fácil llevar a Vova conmigo. Él vendría a visitarme en mi camerino como hacía a menudo y me traería el uniforme de Alexéi. El carruaje imperial se colocaría justo ante mi ventana y recogería por allí a Vova.
– Deja que sea el zarevich por una noche -dijo Sergio, pero yo creo que estaba subyugado por la imagen de aquel niño ilegítimo al que adoraba siendo adorado a su vez por la corte que hasta el momento tanto le había rechazado. Pero veía que yo no estaba convencida, de modo que dijo-: Mala, Niki necesita nuestra ayuda.
Así que le pregunté a Vova:
– ¿Qué te parecería representar un papel en el teatro esta noche?
Sabía de antemano, claro está, que aquello le volvería loco, porque no había abandonado su sueño de convertirse en un futuro Artista Laureado de los Teatros Imperiales. Había anunciado recientemente que prefería ser actor a bailarín, después de todo, y le había dado por disfrazarse para representar sátiras con las cosas de Sergio que tenía a mano: guantes, un gorro, una vez incluso sus botas, o trajes que él le compraba, como una guerrera y una coraza de cosaco o el uniforme de bombero con su casco teutónico, que llevaba mientras tripulaba su camioncito de bomberos en miniatura, conduciéndolo por los terrenos de la dacha. Cuando le pregunté si le gustaría Vova empezó a saltar de contento ante la perspectiva de actuar.
– ¿Y qué papel voy a hacer? -me preguntó-. ¿Un niño campesino, un paje de cuento de hadas, una marioneta?
Había visto mis ballets. Se sabía de memoria todos los papeles de niños.
– No -dije yo-. Un papel muy especial. El de zarevich. El hijo del zar está enfermo otra vez y no puede estar con su padre y su madre esta noche en el palco. Tú irás con ellos. ¿Sabrás fingir que eres muy noble, que eres el heredero del trono?
Y mi hijo dijo con demasiada rapidez:
– Sí, sí. -Y levantó la barbilla y miró a su alrededor imitando muy bien a un noble que supervisaba sus propiedades.
– Muy bien -dije-. Muy bien, mi pequeño zarevich.
Aquella noche llegué al teatro como de costumbre, dos horas antes de que se levantara el telón, e hice que mi costurera me cosiera el vestido puesto un poco antes de hora, para que pudiera irse mucho antes de la llegada de Sergio con el traje de mi hijo. Vova preguntó:
– ¿Por qué estás tan nerviosa, mamá?
Y entonces me di cuenta de que iba siguiendo compulsivamente el dibujo de flores blancas con fondo azul de la cretona que recubría las paredes de mi camerino.
Cuando llegó Sergio, susurré:
– Esto es ridículo. Todo el mundo se dará cuenta de que no es el zarevich.
Y Vova me interrumpió:
– Mamá, yo quiero mi traje.
– Mala, deja de preocuparte -dijo Sergio, y acto seguido se dirigió a Vova-: ¡Nunca había visto a tu madre tan nerviosa antes de actuar!
Con una enorme sonrisa lobuna se abrió el gabán y sacó el pequeño uniforme que llevaba escondido dentro, el uniforme de la Guardia personal del heredero, una miniatura del uniforme de Niki, con los bombachos rojos y la casaca roja con sus charreteras doradas, cada botón con el águila imperial grabada y en el cuello bordado el monograma H II, un monograma que solo se le permitía llevar al heredero al trono. Al ver todo aquello, Vova dejó escapar una exclamación y empezó a bailotear. Tenía diez años y todavía era un poco infantil por haberle mimado tanto, y Sergio y yo, jugando a ayudas de cámara, tuvimos que meterle los pantalones casi a la fuerza, Sergio levantándole del suelo y yo sujetando los pantalones abiertos para que él lo bajara luego.
– Estáte quieto -le dije, mientras le abrochaba la camisa y la casaca, y Sergio se reía por la ilusión de Vova, y por mis movimientos convulsivos debido a los nervios. Mi hijo era menudo para su edad y Alexéi era alto para los ocho años que tenía, y eso significaba que el uniforme le quedaba casi perfecto. Con las dos manos, Sergio alisó el pelo de Vova.
– Mira -me dijo-. ¿No es el vivo retrato del pequeño zarevich?
Más que un retrato, pensé yo, y entonces oí que se acercaba el coche con el tintineo de las campanillas de las bridas, y este se detuvo en la calle privada justo ante las ventanas bajas de mi camerino, y ese fue el único sonido que se oyó, ya que la policía, a petición del zar, había detenido el tráfico que iba de la corte al teatro en ambos extremos. Sergio miró por la ventana y dijo:
– Es Niki. -Y a Vova-: ¿Estás preparado?
Como mi hijo asintió vigorosamente, «da, da», Sergio abrió la ventana, dio rápido impulso a mi hijo y este fue una sombra que se deslizaba por encima del oscuro alféizar, hacia la envoltura de aquel carruaje que recorrió el resto del camino por la calle hasta la entrada privada imperial. Allí desembarcaría con Nicolás y Alexandra y caminaría por el mármol del vestíbulo y subiría los escalones y recorrería el pasillo alfombrado, con las sillas doradas alineadas, y se dirigiría al antepalco imperial, con paredes de un azul claro, y desde allí, atravesando una cortina de terciopelo, como si ellos mismos entrasen en un escenario, llegarían al propio palco imperial.
Todo el público se puso de pie al entrar la familia real, y se tocó el himno nacional, y por aquel entonces, por supuesto, yo había corrido hacia el escenario para mirar a través de la mirilla del telón. Creo que tuve que apartar a todos a codazos. Los tres pisos de palcos y todo el patio de butacas parecían enrojecidos por el color de las casacas escarlatas de los uniformes que llevaban todos los oficiales asistentes, puntuados en dos manchas por los verdes, azules y dorados de los trajes nacionales del emir de Bojara y del kan de Jiva y sus respectivos séquitos. Mi hijo permaneció erguido y orgulloso entre Niki y Alix con su uniforme rojo y oro, mirando hacia abajo, a la multitud, desde el palco imperial, con el aplomo exacto que había mostrado al practicar su papel en casa. Yo siempre había pensado que Vova mostraba poco talento para el teatro, pero parecía que yo había sido para él un Teliakovski, frustrándole, conteniéndole, porque estaba claro que Vova disfrutaba muchísimo de aquel momento, e incluso levantó una mano para ejecutar una imitación muy buena de un noble saludo. De modo que era un Kschessinski tanto como un Románov.