Después de que muriese mi padre, encontré el diario encuadernado en piel donde anotaba con su clara caligrafía la lista completa de sus compañeros. El último nombre, al final de la página, era el mío, subrayado. Al ver aquella marca hecha con tinta negra me eché a llorar, porque aquello me dijo que él seguía estando orgulloso de mí, a pesar de mis desgraciadas circunstancias personales. Sí, yo era consciente de que, aunque consideraba mi vida como un gran triunfo, para mis padres era una deshonra. Los amigos de mis padres eran todos, como ellos, polacos católicos, y ninguna de las hijas de sus conocidos se había convertido en amante de nadie… antes de la Revolución. Después de esta, claro está, las chicas de las mejores familias andaban por las calles de Petersburgo vendiéndose por un trozo de jabón. Pero eso todavía no había pasado, fue más tarde. No, mi vida privada no era la que mi padre había querido para mí. Éramos una familia de artistas orgullosos, mi abuelo fue tenor en la ópera de Varsovia, con una voz tan bella que el rey de Polonia le llamaba «mi ruiseñor», y mi padre esperaba que nos convirtiéramos en una dinastía teatral como los Petipa o los Gerdt, todos, padres e hijos, trabajando en el Mariinski y casados con compañeros bailarines. Mi hermano Iósif ya se había casado con una coryphée, Sima Astáfieva, y él, mi hermana Julia y yo nos habíamos graduado en las Escuelas Imperiales de Teatro. Todos habíamos representado papeles infantiles en las compañías de ballet, como marionetas, cupidos, ninfas y pajes. Cuando éramos cupidos llevábamos unos tocados bordados con hilos de oro; cuando éramos ninfas llevábamos guirnaldas de rosas; cuando éramos sílfides nos hacían volar con un aro cosido en la parte de atrás de nuestros vestidos y metido en una cuerda por el operario, con una sonrisa en el rostro que disfrazaba nuestro terror mientras nos llevaban con la manivela por el aire e intentábamos colocar los brazos en las poses requeridas. Contemplábamos los ensayos de la tarde en el gran teatro Mariinski desde un palco hasta que nos tocaba el turno de ensayar en el escenario a nosotros, un poco tímidos frente a un teatro tan vacío y silencioso, con las grandes arañas y los asientos de terciopelo cubiertos con una lona marrón para protegerlos del polvo. Antes de la actuación nos vestían, y las damas de compañía usaban algodón en rama para pintarnos unos círculos de carmín en las mejillas. Y ya estábamos en el escenario, donde intentábamos con todas nuestras fuerzas no mirar hacia el público, al oro y blanco y azul de la cuarta fila, la platea, los palcos, el gallinero; intentábamos no aspirar el aroma a bombones, cuero y tabaco, y tratábamos de concentrarnos en nuestro pequeño mundo en el escenario. Cuando nos graduamos, todos bailamos con el Ballet Imperial, mi hermano como bailarín de carácter, mi hermana como clásica. Julia tenía seis años más que yo, la llamaban Kschessinska I y yo era la Kschessinska II, hasta que, por supuesto, yo la sobrepasé y entonces me convertí sencillamente en M. Kschessinska. Nuestro talento familiar venía a ser nuestros diamantes, nuestros rubíes, nuestras perlas, y el talento de mi padre era tan abundante que desbordaba del escenario e invadía nuestra propia casa.
En su tiempo libre había hecho una maqueta del teatro Bolshói de San Petersburgo, ese edificio ahora demolido, aunque he oído decir que la maqueta de mi padre todavía sobrevive en el museo Bajouchin en Moscú. Está en una vitrina junto a aquella que contiene las pequeñas zapatillas que yo llevé en mi primera actuación en la bacanal submarina de El caballito jorobado, aunque no las he visto desde hace ochenta años. La pequeña maqueta que construyó mi padre tenía candilejas auténticas de aceite, un telón de terciopelo y un decorado en miniatura que subía y bajaba cuando se le daba a la manivela, cosa que mi hermana Julia nunca me dejó hacer, pues me daba cachetes en las manos si me acercaba. Ella pensaba que era la dueña de todo lo que había en la casa. Mi padre construyó también un gran acuario de cristal que se encontraba junto a las ventanas del salón. Ornamentos de piedra, como jardines en miniatura, decoraban el vasto fondo del tanque, y los peces nadaban como mujeres vestidas de alegres colores por entre los pilares de aquel acuoso palacio. Fue mi padre quien diseñó las habitaciones de nuestro gran piso de la Perspectiva Liteini 38, en Petersburgo, y de la dacha en nuestra propiedad en el campo, Krasnitzki. Allí tiró las paredes del comedor para hacerlo más grande y construyó una caseta de baño en el río. Teníamos una granja allí, un jardín con árboles y un huerto, y más allá, un bosque espeso lleno de setas. No éramos ricos, pero el dinero que mi padre ganaba como principal bailarín de carácter y por las clases que daba en su academia de baile privada de vals y mazurca, para los hijos de la nobleza e incluso para los de la familia imperial, nos procuraba una vida cómoda.