Al gusto de la corte
Cuando volvimos de Krasnoye Seló el zarevich me mandó llamar por primera vez a casa de mis padres. Mi hermana y yo teníamos un pequeño salón adyacente a nuestro dormitorio, con una segunda puerta que se abría directamente al vestíbulo central, que nos daba cierta intimidad para recibir. Como ya teníamos dieciocho y veinticuatro años respectivamente, podíamos recibir a nuestros propios invitados, aunque no podíamos darles de comer, porque aquella seguía siendo la casa de nuestros padres y la cocinera estaba sujeta solo a sus órdenes. Ambas, como nuestro padre, disfrutábamos mucho dando fiestas, y como mi hermana era seis años mayor que yo, mis padres le permitieron que sirviera tanto de anfitriona como de carabina mientras ellos se retiraban por la noche. Algunos de los jóvenes oficiales de la Guardia que nos veían en el teatro se convirtieron en admiradores nuestros y nos visitaban las noches que no estábamos actuando. Ahora ya éramos mayores y no teníamos que gritar nuestros nombres desde un carruaje, al salir de los dormitorios. Los hombres podían comernos con los ojos en el teatro y quedar con nosotras en casa. Y mi hermana, como ya habrán visto, sentó el precedente para mí con Ali, el barón Alexánder Zeddeler, oficial en el regimiento de Preobrazhensky cuya familia llevaba cien años al servicio de la corona, que se convirtió en su protector oficial. Ella no había elegido a un compañero bailarín a quien amar, y yo, que la imitaba en todo, la emularía también en aquello. Y haría algo mejor que copiarla. En eso y en todo lo demás, decidí superarla: yo era mucho más guapa, ascendía con mayor rapidez, y si ella había conseguido un barón, yo tendría un zarevich. No hay mayor placer que ganar una competición con tu propia hermana, ni mayor dolor que verla sufrir por ese motivo. En mi diario de aquel año escribí de Nicolás: «¡Será mío!». Sí, usé una exclamación.
Una tarde de marzo, la doncella abrió la puerta del salón y anunció al oficial Eugene Volkoff, pero fue Nicolás Románov quien atravesó el umbral con su larga levita gris, y la doncella no se enteró de nada. Ella nunca había visto el rostro del zarevich, aunque, para ser justos, los amigos de Niki Volkoff y Volodia Svetschin se parecían mucho a él, de modo que a menudo los confundían. Svetschin llevaba el pelo e incluso la barba igual que Niki, y le encantaban aquellos momentos en que se confundía su identidad, cuando los petersburgueses se ponían firmes y apartaban los ojos a su paso -se suponía que no se podía mirar a un soberano a los ojos, ya saben-, pensando que Svetschin era el heredero. Sí, a veces Niki podía viajar sin ser reconocido. Si el zar aparecía ante alguien sin presentación alguna, ¿sabría que es el zar? A la cabeza de un Bolshói Vijod desde el Palacio de Invierno, rodeado de carruajes y de cosacos y de grandes duques uniformados, sí, pero sin semejante puesta en escena, quizá no. La propia guardia de Niki en ocasiones no le reconocía. En su marcha por Crimea, años después, para comprobar el nuevo uniforme de los soldados del ejército, fue detenido por un centinela a las puertas de su propia finca.
– No se puede pasar por aquí -le dijeron. Y el zar de todas las Rusias se volvió sin quejarse y se retiró.
Quizás ahora nos resulte difícil de creer que el rostro del zar o de su heredero pudiera no ser conocido por todos y cada uno de sus súbditos. La cámara no se usaba con la misma prodigalidad que hoy. Yo tengo muy pocas fotos mías de antes de los treinta años, y aunque la familia imperial tenía cámaras y pegaban fotografías suyas en los álbumes por las noches, aquellas eran privadas. El zar casi nunca aparecía en público. Los retratos oficiales que se emitían en lugar de su presencia a menudo eran fotografías pintadas o litografías coloreadas, pero en realidad imágenes idealizadas. De modo que mi doncella no sabía que aquel era el zarevich, que no quería ser reconocido, ya que sus intenciones no eran (y nunca lo serían) honradas. Pero en aquel momento a mí no me importaba nada de todo aquello, y pasaba las tardes con aquel «señor Volkoff» entre charlas ligeras que yo dominaba muy bien desde los catorce años. Mi primer flirteo había sido con un chico inglés, McPherson, no recuerdo ya su nombre completo, que visitó nuestra dacha un verano y cuyo compromiso puso en peligro la decidida persecución a la que yo le sometí. Supongo que entretuve muy bien al zarevich, porque al día siguiente, en un sobre de palacio, de color marfil con la corona dorada encima del monograma azul gris, Niki me escribió: «Desde nuestro encuentro vivo en las nubes». Yo le había atrapado igual que atrapé a McPherson. Niki era siempre mucho más expresivo en las cartas que en persona, aunque nadie podía adivinarlo por sus diarios, tan lacónicos y sosos como el informe de un detective.
En cuanto empezó a venir a mi casa (cosa que según le había dicho a Volkoff temía que le resultara algo incómodo, ya que yo vivía con mis padres) volvió una y otra vez. Mis padres no nos interrumpían en nuestro saloncito. ¿Se le podía decir acaso al zarevich que se estaba haciendo tarde? ¿Que las frivolidades eran demasiado escandalosas? Porque aunque Niki venía solo a veces, a veces también le acompañaban algunos compañeros oficiales, como el conde André Chouvalov, o el auténtico Eugene Volkoff, o el barón Zeddeler, o a veces incluso sus primos más jóvenes, los hijos del hermano de su abuelo, Miguel Nikoláievich, los guapos Mijaílovich, porque así era como nos referíamos a cada rama de la familia Románov, como grupos a través del patronímico, los grandes duques Jorge, Sandro y Sergio. Estos tres últimos y Niki constituían el Club de la Patata, una broma privada. Saliendo un día a cabalgar, algunos de ellos metieron sus caballos en un campo de patatas y los otros, al perderlos de vista, preguntaron a un campesino: «¿Adónde han ido?», a lo cual el hombre replicó: «¡Por allí se han vuelto… patatas!». Y así, para conmemorar su hermandad, cada uno de los hombres llevaba en torno al cuello un amuleto de oro con la forma de una patata.
El más guapo de todos los hermanos era Sandro, con su lengua como el azogue y la ambición que le hizo perseguir a la hermana de Niki, Xenia, prima segunda suya. El más soso era Jorge, que era muy tranquilo y coleccionaba monedas, nada menos, y que se quedó bastante calvo cuando aún era joven, y luego quedaba otro en casa, Nicolás, que prefería los cuerpos de los hombres, que tuvo cierto renombre como historiador y a quien más tarde asesinó Lenin diciendo: «La revolución no necesita historiadores». De todos ellos, era Sergio el que más me gustaba. Era guapo de cara, con el pelo rubio, los ojos claros muy separados, y aunque a veces se mostraba algo taciturno -un temperamento que yo reconocía bien por el teatro-, también podía ser muy divertido. Era el primero en gastar una broma, el primero en proponer una travesura. Su expresión favorita de aquellos tiempos era «tant pis» (peor para ti), pero en mi casa no había pena que valiese. Juntos, el Club de la Patata y yo nos reíamos, hablábamos, jugábamos al bacará, dábamos palmas con las canciones georgianas del Cáucaso que los Mijaílovich cantaban para nosotros y que conocían tan bien por los veinte años que había servido su padre en Tiflis como gobernador general. Esa provincia de Rusia estaba tan cerca de Turquía y de Persia que los chicos solo tenían que mirar por la ventana del blanco palacio italianizante del gobernador general hacia la Perspectiva Golovínsky para ver muías y camellos, hombres con fez negro y sables envainados que iban al mercado o a consultar con el padre de Sergio, y mujeres con tocados altos de terciopelo adornados con pañuelos, con el pelo teñido de un rojo brillante y docenas y docenas de collares de plata y oro en al cuello. Venían de unas chozas de paja cubiertas de alfombras o de zindans de barro enjalbegadas al palacio en el cual el padre de Sergio celebraba cenas para cuarenta personas cada noche. Su padre también tenía una propiedad de ochenta mil hectáreas en el campo, en Borjomi, de modo que un hombre podía cabalgar todo el día y aun así no llegar de un lindero a otro. La gran montaña blanca de Kazbez sobresalía como un Buda al final de la gran estepa, y mediante su tamaño ponía en su lugar a los hombres.