– Yo solo tengo un hijo -dijo Niki, con una voz cortante como una guadaña-. Y sé perfectamente cuál es.
Y con un gesto decidido de la mano, sin apartar los ojos de aquellos hombres, Niki indicó al cosaco que soltase a Vova, cosa que este hizo de inmediato. Mi hijo se alejó rápidamente, frotándose el cuello mientras el cosaco miraba a un lado y otro, del comandante al zar, con la enorme mano abierta como si estuviera sorprendida. El zar en aquel momento podría haber hecho cualquier cosa, podría haber ordenado a los cosacos que cargasen, podría haber ordenado a los cosacos que colgasen a aquellos soldados de los árboles, podía haberles enviado al Palacio de Invierno para que sacaran a rastras a Kérenski y sus ministros de la fortaleza de Pedro y Pablo. Pero no hizo nada de todo aquello, igual que no había hecho nada en el tren, en marzo del año anterior, en Pskov. Quizá tuviese miedo de ponernos en un peligro aún mayor a todos, igual que había temido poner en peligro su país y a sus súbditos.
Y por tanto hizo que Vova fuese el único destinatario de sus órdenes, y le dijo: «Vete con tu madre», y entonces Niki volvió con su familia, y el grupo de soldados que estaba tras él se volvió a reunir, se encogieron todos de hombros y agitaron los rifles para que todo el mundo volviera a sus respectivos lugares, pues Niki les había arrebatado temporalmente su preciosa autoridad, una humillación por la cual los soldados más tarde harían pagar a la familia. Vova y yo retrocedimos a trompicones cuando el desfile de caballos y camiones pasó como un ciclón de viento y arena; mientras se alejaba el último coche, vi a Niki mirando al frente fijamente, y a Alix, a su lado, con la cabeza gacha. Pero en el asiento de en medio había un rostro vuelto hacia Vova, la pequeña carita blanca y triste del zarevich Alexéi, que levantaba una mano para decir adiós a su amigo.
En Siberia mataron a todos los que iban con la familia imperiaclass="underline" el doctor Botkin, el ayuda de cámara Trupp, el cocinero Yarítonov, la doncella Demídova.
– No vamos a volver a la estación Alexándrovski -dijo Sergio cuando nos unimos a él, y después de abrazar a Vova y besar sus mejillas nos hizo subir a toda prisa al carro, y el caballo nos condujo a San Peterisburgo, alejándonos de su antiguo propietario, que nunca lo volvería a ver. Al principio Vova se maravillaba de la forma en que el zar había plantado cara a los soldados: «¿Has visto qué cara ha puesto cuando ha mirado a los cosacos?». Luego nos contó que el zar en una ocasión había usado su bastón de paseo para pegar en los tobillos a un soldado que le seguía demasiado de cerca por el parque de palacio y le había pisado sin querer el tacón de la bota. Pero otras veces el zar no hacía nada cuando los soldados se comportaban con insolencia, y señalaba a la emperatriz que no debía hacer nada tampoco; el rostro de Vova se ensombrecía al recordar todo aquello. Con una voz que se alteraba y vacilaba entre los finos agudos de la niñez y el registro más grave del inicio de la virilidad, nos contó que la última noche en Tsarskoye se habían quedado despiertos, sentados encima de las maletas durante horas en el vestíbulo semicircular, y luego subieron a la sala de juegos a echar una cabezada hasta que los guardias los volvieron a llamar diciendo: «Vienen los coches». Luego, cuando al parecer los vagones de ferrocarril todavía no se habían enganchado porque los ferroviarios, furiosos, se habían negado a trabajar para el zar, y los coches tampoco llegaban de todos modos, los niños volvieron de nuevo a la sala verde. Los últimos meses los soldados los habían seguido por todas partes, decía Vova, y escuchaban tras las puertas, se negaban a dejarles hablar otro idioma que no fuese el ruso, que era la única lengua que entendían aquellos soldados iletrados, y eso resultaba muy difícil, ya que la emperatriz siempre hablaba con sus hijas y su marido en inglés. Alexéi les tenía un miedo horrible, decía Vova, ya que una vez le quitaron una pistola de juguete, y algunas tardes iban a la puerta de su habitación solo para mirarle y susurrar cosas de su iconostasio intrincado, con muchos paneles, una extrañeza en la habitación de un niño, que normalmente solo tenía un icono y una solitaria vela.
– ¿Y a ti? -preguntó Sergio-. ¿Te vigilaban a ti aquellos hombres?
No tanto, decía Vova, aunque deseaba que lo hubiesen hecho y hubiesen ignorado al sensible Alexéi. Pero todo el mundo sabía que Vova no era el heredero, sino el pupilo de Sergio Mijaílovich y que mientras el gran duque estaba en Stavka, el zar temporalmente había convertido a Vova en pupilo suyo. Así que esa era la historia que Niki había inventado y explicado a la familia, y yo intercambié una mirada con Sergio. Toda la primavera, decía Vova, cuando estuvieron mejor del sarampión, se divirtieron viendo alguna de las películas que le había regalado a Alexéi la compañía cinematográfica Pathé para Navidad: Atlantis, Double, Fantomas… que los niños ponían en un proyector, en la habitación de Alexéi. Colocaban unas sillas en fila e invitaban a la familia, guiándolos como si fueran acomodadores de teatro a sus asientos y presentando las películas, que Alexéi calificaba como Excelente, Muy Buena o Satisfactoria. O bien jugaban fuera con Vanka, un burrito viejo que en tiempos había actuado en el circo Cinizelli, y que tiraba de un trineo cuando había nieve y masticaba las bolas de goma con las que lo alimentaban, guiñando un ojo de gusto. Las chicas le enseñaron a bordar una hilera de esvásticas, el símbolo de la buena suerte favorito de la emperatriz, en un pañuelo, y en el bordado la mejor era Tatiana.
– Y nos daban lecciones -decía-. El zar nos enseñaba historia y geografía, y nos leía cosas de la guerra en los periódicos, sobre la violencia callejera, sobre Kérenski y el gobierno provisional. Al zar no le gustaba que los soldados que nos custodiaban no se limpiasen las botas.
El zar sabía que toda su familia había abandonado Petrogrado excepto su hermano. Vova le leía las cartas de Sergio antes de meterlas en su maleta, y por la noche Vova las sacaba, leía la parte donde decía: «Tu madre está bien y te manda su amor» y se la metía debajo de la almohada. En Siberia el zar había dicho que cazarían y pescarían, y yo pensé: «En el exilio siberiano del pasado, los zares mandaban a veces, pero en este no», y entonces Vova quiso saber cuándo podría volver a unirse a la familia, porque él y Alexéi habían planeado montar una tienda en su dormitorio y poner una trampa para lobos. De modo que Vova había disfrutado de su cautividad, donde había formado parte de una familia que yo no podía darle, con una madre y un padre, con hermanas y un hermano, y esta había estado unida en todo momento… unida quizás a la fuerza, sí, pero unida.
El sol estaba alto cuando llegamos a la capital, y Vova preguntó por qué no nos íbamos a casa cuando Sergio dio la vuelta al carro en Spasskaya Ulitsa hacia el apartamento de Iósif, nuestro hogar por el momento. Cuando le dije que nuestra casa nos había sido arrebatada y que acababa de recuperarla, pero estaba vacía y sin muebles, Vova no podía entenderlo. Todo lo que yo había sufrido durante aquellos últimos meses era nuevo para él.
– ¿Y nuestra dacha? -me preguntó.
– Los soldados la usan como club, pero nos la devolverán también -le aseguré.
Y Vova dijo:
– ¿Y al zar, le devolverán su casa los soldados también?
Fue Sergio quien contestó:
– Sí, por supuesto. Claro.
– ¿Cuándo? -preguntó Vova-. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que el zar vuelva?
– Unos pocos meses. Cuando las cosas se tranquilicen por aquí.
– Creo que será más tiempo -dijo Vova, después de una pausa-, porque han metido muchas cosas en el equipaje. -Otra pausa-. No voy a volver con ellos, ¿verdad?