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Sergio me enviaba cartas cada día, aunque llegaban irregularmente, a veces en paquetes de tres en tres, con relatos de sus aventuras en Petersburgo. Había apilado los restos de mis muebles en Meltzer (como si esa tienda fuese una especie de fortaleza inexpugnable). Kérenski había arrestado recientemente a su nuevo comandante en jefe del ejército, el general Kornilov, sospechando que era un contrarrevolucionario. La infantería había empezado a matar a sus oficiales, de los cuales sospechaban lo mismo. Muchos soldados desertaban para ayudar en la cosecha, y con las armas que se habían llevado ahora estaban ayudando a los campesinos no solo a recolectar, sino también a apoderarse de la tierra y matar a los propietarios. Los bolcheviques habían conseguido no se sabe cómo aumentar su cuota de representación en las elecciones de la Duma en la ciudad. El pulcro Trotski había sido liberado de la cárcel. Y debido al continuo caos gubernamental, la broma típica en las calles era: «¿Qué diferencia hay entre la Rusia de hoy y la de final del año pasado?». Y la respuesta era: «Entonces teníamos a Alexandra Feodorovna y ahora tenemos a Alexánder Feodórovich… Kérenski». Ya les he dicho que a los rusos les encantan los juegos de palabras. Sergio no creía que Kérenski pudiese durar mucho más: la gente decía que era judío, o que iba vestido con ropas de mujer, o que era adicto a la morfina y la cocaína. Aunque a nadie le gustaba, nadie estaba preparado tampoco para librarse de éclass="underline" el sentimiento era que si los bolcheviques se hacían con el poder, pronto arruinarían al país entero, y la gente suplicaría el regreso del zar, o si no, al menos los alemanes quizás invadiesen Peter y trajesen el orden con sus tanques y sus metralletas. Yo pensé: «¿Cuánto tiempo han estado los burzhooi suspirando por esto?» ¡Llevaban esperando que un zepelín hiciese trizas Petersburgo desde aquella canción de 1916!

Después de leer aquellas cartas, quité los diamantes de un broche que me había regalado en 1896 el padre de Sergio y los grandes duques Vladímir, Alexéi y Pablo Alexándrovich, y los usé para pagar las clases de Vova en la escuela local. ¿Acaso existía alguna probabilidad de que volviésemos a Peter al cabo de poco tiempo? Pero Vova no dedicaba grandes esfuerzos al estudio, ya que estaba seguro por todas las fantasías que oía en nuestros tés y reuniones para jugar a las cartas y cenas («¿te acuerdas?», y «¿cuándo volverán a ser las cosas igual que antes?») de que volveríamos a Peter y a sus estudios de verdad con sus antiguos tutores por Pascua, y aunque no lo decía, quizás esperase también volver al seno de la familia imperial. Hablaba de ellos a veces, con añoranza, de cómo, mientras trabajaban en el huerto, se arrojaban alegremente unos a otros terrones de tierra, y Anastasia escribió la palabra «cariño» en su frente con un dedo fangoso, o de las adivinanzas que inventaron una tarde, y las escribieron en tiras de papel y se las pasaron unos a otros para resolverlas. Sí, Vova se saltaba las clases, pasaba las tardes correteando como un salvaje por las calles empinadas con algunos compañeros de estudios tan indisciplinados como él, y cuando finalmente venía a cenar, se negaba a hacer los deberes… aunque ni siquiera había traído a casa los libros. Le molestaba la aparición habitual de Andrés, cada tarde, a la hora de tomar el té; Andrés, a quien su madre daba licencia durante unas horas. «¿Y este quién es? -decía Vova-. No es mi padre», y por tanto no escuchaba sus reprimendas, ni se sentaba con nosotros, sino que se inclinaba sobre su plato para comerse el bizcocho. O peor aún, se llevaba el plato a la cocina, prefiriendo la compañía de mi cocinera, gordita y pelirroja, y se sentaba a la mesa con ella, con las largas piernas metidas debajo, la guerrera rota y el pelo alborotado por sus aventuras por la avenida Vokzálnaia. Por la noche venía a mi habitación a leer las cartas de Sergio y solo entonces me preguntaba por las noticias del zar y de Alexéi que yo había recogido al tomar el té con Andrés, que las había oído de tercera mano por las cartas del zar a sus hermanas o a su madre, que luego se las contaban a los amigos y estos a otros amigos hasta que las noticias llegaban a Miechen. Andrés solo sabía, le dije a Vova, que la familia estaba en Tobolsk, a varios cientos de kilómetros al este de los Urales, que los niños habían construido una montaña de nieve en el jardín, que la familia cortaba leña para hacer ejercicio por el día y por la noche bordaban, o leían en voz alta, o jugaban al pinacle… Todo era igual que había sido en Tsarskoye, aunque mucho más al este. Vova escuchaba todo esto con seriedad y decía:

– Si estuviera allí tendría algo que hacer, aquí no tengo nada.

Y luego se ponía de pie, con su larga silueta como un reproche. Sé que ese día les llega a todas las madres, el día en que su hijo se aparta del círculo de sus brazos, pero el hecho de que lo supiera no hacía menos dolorosas sus acciones. Me consolé con la idea de que cuando volviésemos a Peter o Sergio se reuniera con nosotros aquí, entonces todo sería de verdad igual que «antes». En cada carta a Sergio le rogaba que se uniera a nosotros, pero él parecía decidido a esperar hasta la asamblea del gobierno provisional a finales de octubre, donde se decidiría cómo se gobernaría Rusia y en la cual él y su hermano Nicolás esperaban tener algo que decir.

Entonces oímos que antes incluso de que el Congreso de los Soviets de Todas las Rusias pudiera reunirse al fin, después de todas sus deliberaciones, para proponer un gobierno en el cual tuvieran representación todos los partidos políticos, los bolcheviques decidieron actuar. Lenin, que se había sentado en el pupitre de mi hijo y a quien Sergio había despreciado con tanta facilidad arrugando un papel, había vuelto a Rusia para escenificar otro golpe de Estado, aunque este muy desorganizado y disperso, cierto, nada como la gran erupción espontánea de julio. Pero no hacía falta. Porque Kérenski, creyendo que el partido bolchevique era tan pequeño que el nombre mismo de este, los Mayoritarios, no era más que una fanfarronada vacía, no se había molestado siquiera en hacer salir de sus escondites o arrestar a los que quedaban de la guerra, sino que planeaba por el contrario sacar por la fuerza a la indisciplinada infantería campesina que los bolcheviques habían radicalizado de sus barracones de Petersburgo y llevarlos hasta el frente norte para que lucharan contra los alemanes. Pero los regimientos se negaron porque los bolcheviques les aseguraron que Kérenski estaba librando de ellos a la capital para poder clausurar la Revolución. Sí, Lenin era muy astuto y Kérenski, sin el ejército, estaba impotente, a pesar de lo absurdo que era aquel golpe de Estado. Los viejos cañones oxidados que los bolcheviques intentaron disparar desde Pedro y Pablo no detonaron, ya que el régimen inepto no los había cuidado bien, y desde el crucero Aurora los proyectiles cayeron muy cerca, hundiéndose ridículamente en el Neva. Fue un levantamiento tan patéticamente pequeño que la representación de Borís Godunov siguió desgranando sus escenas en el Mariinski, y Chaliapin continuó cantando cada compás de sus arias de Don Cario en el Narodny Dom, y el público de ambos teatros permaneció felizmente ignorante de la contrarrevolución; las calles estaban tan tranquilas, hasta en el distrito de Víborg, habitualmente alterado, que solo se arrestó a dos borrachos por allí. Sergio decía que él ni siquiera se enteró de que el gobierno provisional había sido derrocado hasta el día siguiente, cuando lo anunciaron los periódicos, declarando a los bolcheviques «Califas por una hora». Los soldados bolcheviques y los trabajadores armados habían entrado en el Palacio de Invierno por la bodega del ala este y habían ido recorriendo el laberinto de puertas, vestíbulos y corredores del propio palacio. A pesar de los tres mil soldados que Kérenski destinó allí, durmiendo por la noche en colchones en las grandes salas para evitarlo, hicieron salir a los ministros del gobierno provisional hacia la fortaleza de Pedro y Pablo. Kérenski salió corriendo, tal y como yo había previsto; huyó en coche para convocar a sus tropas lealistas en el Frente Norte y no volvió nunca. Acabó, creo, en Finlandia, y desde allí se fue, como otros muchos de nosotros, a París y luego a América. Allí escribió y reescribió su historia. Sus ministros habían sido arrestados tan repentinamente que se quedaron con las plumas todavía calientes descansando en los documentos donde habían apuntado planes y proclamas contra los bolcheviques y la agitación que estaban creando: «El gobierno provisional apela a todas las clases para que apoyen al gobierno provisional». Y los bolcheviques, en un frenesí de actividad, corrieron por ahí llenándose los bolsillos y escondiendo en sus abrigos frascos de tinta, relojes, espadas, colchas con el monograma imperial, estatuillas, cuero cortado de las sillas, incluso jabones, y otros gritaban: «¡No, camaradas, esto es para el pueblo!». Cuando los soldados descubrieron la enorme y oscura bodega del palacio siguió una orgía de bebida de tres semanas, y el vino y el vodka corrieron por las alcantarillas, donde la gente se agachaba a beberlo, y las mujeres llevaban bolsas y cajas para recogerlo y llevárselo a casa, y toda la noche los borrachos cantaban canciones folclóricas rusas, «bajo el pino, bajo el pino verde, me echaré a dormir», y no importaba cuántos guardias enviasen los bolcheviques para evitar que la gente siguiera bebiendo, porque se unían también a la orgía, que no acabó hasta que finalmente se agotaron los suministros y los hombres quedaron inconscientes en las calles, las botellas rotas reluciendo en el pavimento y la nieve blanca teñida de morado. Yo le escribí a Sergio: «Vete, vete de Peter».