Yo le escribía cada día, pero aquella primera fue la única carta que recibí de él hasta que, meses más tarde, al fin, en junio, llegó un telegrama deseándole a Vova Pazdravliajv s dnyom rozhdieniya, feliz cumpleaños. Y luego un gran silencio. Yo rumiaba todo aquello encerrada en mi cálido dormitorio, porque la temperatura era mucho más cálida allí que en Peter en julio, y enviaba mis pensamientos a Sergio: «Sal de esa escuela. Súbete a un pupitre, salta por una ventana y vente conmigo». Vova me animaba y me decía:
– Mira, están todos juntos allí.
Pero yo no podía contestarle: «No es nada bueno que estén todos juntos en Siberia». Él quería que yo viajase allí. La mujer de uno de los príncipes había seguido a ese grupo de Románov a Alapaievsk voluntariamente, igual que habían hecho las mujeres y familias de los revolucionarios exiliados a Siberia durante los últimos cien años, pero esta era una Siberia diferente, no la de los zares, relativamente poco vigilada, y al cabo de unos pocos meses ella también fue arrestada y la metieron en una prisión en Perm.
La capital que habíamos abandonado, con la salida de Lenin y los restos de la aristocracia, se había convertido en una ciudad fantasma, con hombres y mujeres fantasmas flotando lentamente por las calles desiertas, buscando comida o combustible. Oímos que a los dos mil preciosos caballos de la ciudad ya no los alimentaba nadie y morían, a menudo en las calles, donde los perros se los comían si no iban primero las personas con sus cuchillos. Los árboles desaparecieron. Luego las casas, tres mil casas de madera, tarimas, paneles de las paredes, puertas, marcos de ventanas, cualquier cosa que se pudiese quemar. Oímos que la gente quemaba sus propios muebles, sus libros, y que se iluminaban, ya que solo había luz eléctrica unas pocas horas cada noche, con una botella de grasa con una mecha, cuyo humo apestoso ennegrecía las paredes. Oímos decir que la gente apilaba su basura en las esquinas de las calles, y las ratas corrían por encima. Oímos que los «antiguos» que no habían sido asesinados y que tenían algo lo vendían por las calles o se subían a los trenes para irse al campo, donde cambiaban sus zapatos y ropas por sacos de comida… y aquellos antiguos adquirieron así un nuevo nombre: «los del saco». Y yo pensaba: «¿Por qué no nací en 1772 en lugar de 1872?». Porque entonces podría haber vivido toda mi vida pacíficamente en el Peter de los zares…
Mientras tanto, Miechen esperaba en el Cáucaso y la emperatriz viuda esperaba en Crimea. Las dos mujeres, que en tiempos habían vivido en palacios rivales y habían mantenido cortes rivales, ahora se preparaban para el combate cada una en su esquina del cuadrilátero, con el mar Negro en medio. Porque allí en el sur, en otoño de 1917, más o menos por la época en que yo llegué, estaba cuajando una incipiente resistencia. Dos antiguos comandantes del ejército ruso, los generales Alexéiev y Kornilov, habían establecido sus cuarteles generales en Novocherkassk, justo al norte de donde estábamos nosotros, en el territorio cosaco del Don; solo algunos de ellos eran zaristas lealistas, pero todos odiaban a los bolcheviques. A estos hombres poco a poco se les fueron uniendo hijos de terratenientes y estudiantes que habían sido oficiales de rango inferior en el ejército, y que odiaban ese nuevo régimen y a la gente corriente que les había expropiado sus casas y quemado sus alfombras orientales y los libros encuadernados en piel y las bibliotecas, y que con sus hachas habían reducido a astillas sus sillas y consolas. Esos jóvenes oficiales querían derrotar a los campesinos y enviarlos de vuelta a las chozas a las que pertenecían. Hasta odiaban la visión de las grotescas y bastas caras de los campesinos, su pelo grasiento, cuando se sentaban junto a ellos en el compartimento de cuarta clase en el tren que iba a Novocherkassk. Y siguió más gente del viejo régimen, incluidos los antiguos políticos de la Duma que odiaban a Lenin. Hasta la poeta Tsvetaeva y su marido fueron al sur; él se unió a los Voluntarios, como se llamaba al principio ese nuevo grupo, y ella escribió versos sobre todos ellos, la Guardia Blanca: «Uñas negras / en las costillas del Anticristo». En Novocherkassk, los hombres se ponían sus antiguos uniformes zaristas o ropa formal de día para distinguirse de la chusma revolucionaria, y a medida que ese ejército iba creciendo en tamaño y ambiciones, lo mismo hacían las ambiciones de Miechen y de la emperatriz viuda. Después de que los Voluntarios consiguieran una victoria importante en Rostov, justo al norte de nosotros, Andrés anunció que viajaría a Novocherkassk para unirse a las filas de lo que se había rebautizado, de una forma un tanto grandilocuente, como Ejército Blanco, pero Miechen se lo prohibió… de modo que Andrés cambió sus planes y Vova se rio mucho al oír aquella noticia, diciendo:
– ¡Tu pretendiente es una devushka de cuarenta años, una niña!
Ese Ejército Blanco quizás estuviese formado de voluntarios, pero estos, generales bien enseñados y bien entrenados y Atamánes y oficiales cosacos, no solo ganaron su primera batalla en Rostov, sino otra más en la cercana Ekaterinodar, y luego se unieron a ellos en Siberia en la primavera de 1918 los checos y los aliados. Envalentonados, los Blancos se desplazaron hacia el sur desde el Cáucaso, a Ucrania, donde reclamaron Odesa, Kiev y Orel, y luego iniciaron su marcha más al norte, a Tula, con su gran arsenal, y desde allí no estaba lejos de Moscú, donde los bolcheviques, llenos de pánico, se dispusieron a evacuarlo otra vez, esta hasta su fortaleza en los Urales. Me hubiese gustado ver a Lenin salir corriendo mientras los trabajadores y campesinos rompían sus tarjetas del Partido e intentaban congraciarse rápidamente con los burzhooi de Moscú antes de la inundación de los Blancos. Oímos decir que estos estaban preparando simultáneamente una carga hacia Petrogrado y que habían rodeado Ekaterinburgo, en el este, y después oímos por la radio que la familia imperial había sido rescatada por el Ejército Blanco; le dije a Vova que también salvarían a Sergio. Luego nos llegaron rumores de que el hermano del zar, Miguel, había sido fusilado, y Sergio liberado por cosacos lealistas y transportado a otro lugar, que dos de sus hermanos fueron ejecutados en el patio de la prisión de Shpaterraia, que el zarevich Alexéi había muerto, que la familia imperial había sido masacrada, que el zar se escondía en el Vaticano con el papa, que habían visto al zar en las calles de Londres, con el pelo completamente blanco, que la familia imperial estaba en un barco que recorría sin cesar el mar Blanco, sin tocar nunca la costa…
Si Niki estaba vivo, si Alexéi o incluso el gran duque Miguel estaban vivos, entonces la emperatriz viuda había ganado. Si no era así, entonces sería una victoria para Miechen, porque la corona pasaría a Kyril, si su matrimonio con una divorciada y la tardía conversión de su madre a la ortodoxia no le descalificaban. En esos tiempos tan especiales, quizás una nimiedad como el útero luterano de Miechen no importase ya. Y por tanto, esas dos mujeres testarudas se negaban a abandonar Rusia hasta que se supiera lo que no se sabía. Los hijos e hijas de Minnie y Miechen, sin embargo, ya habían esperado demasiado. La hija de la emperatriz viuda, Olga, viajó por tren, coche y a pie al puerto del mar Negro de Novorossisk. El hermano de Sergio, Sandro, cogió a su hijo mayor y se dirigió a Inglaterra. Borís, como después de todo no iba a ser zar, abandonó Rusia y se fue a París. Kyril se fue de Finlandia al hogar de su esposa en Coburgo, nada menos. Pero Andrés, incapaz de abandonar a su madre, ya fuese por deber o por apego (yo sospechaba más bien que era esto último) se quedó, y yo me quedé también, porque sabía que en Kislovodsk era donde podía encontrarme Sergio.