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Y así, mientras Andrés se quedaba con mi hijo, comiendo galletas, yo fui trabajosamente por el camino enfangado y helado hasta el maltratado vagón de Miechen, subí los escalones y llamé a la puerta. Un miembro de su personal me hizo entrar su salón, cubierto de colgaduras que parecían un poco estropeadas ya, igual que la alfombra, las paredes forradas de seda y la tapicería de las sillas. Qué difícil era mantener las apariencias incluso para Miechen… difícil para ella; imposible para mí. Pero aun así ella seguía teniendo su corte allí, su samovar de latón humeante en medio de la mugre. Estaba sentada en el sillón más grande de la pequeña habitación, con tres perros en su amplio regazo, vestida con un shuba o abrigo de piel negro y pesado y un largo pañuelo gris enrollado varias veces en torno al cuello. Su rostro era como un champiñón pesado e hinchado, su mandíbula tan basta como la de un hombre, la nariz ancha, y colgando de sus orejas, incongruentes, como para recordar cuál fue su sexo original, llevaba un par de pendientes de perlas. No sonrió para saludarme ni tampoco esperaba que lo hiciera. Odiaba a las mujeres de todos sus hijos, y nosotras lo sabíamos; nos llamaba, según me dijo Andrés, «el harén»: yo, la amante de Borís, Zinaida, incluso la mujer de Kyril, Victoria… todas odaliscas. Miechen parpadeó con aquellos ojos de párpados gruesos, como los de un lagarto. No mostró sorpresa alguna ante mi aparición, aunque era la primera vez que estábamos las dos a solas. Quizá sabía que acudiría, sabía que yo no aceptaría mi omisión del manifiesto del Semiramisa sin luchar… ¿cuándo había permitido yo que me tacharan de una lista? Pero su estoicismo me cogió un poco por sorpresa. Ella no daba la menor señal de compasión ni de lamentar que mi hijo y yo nos quedásemos atrás en aquel país que se desmoronaba, condenados a un destino que parecía más siniestro cada día.

Ella habló primero.

– Tengo poco tiempo para visitas. He de hacer el equipaje.

Si Miechen me hubiese hablado con amabilidad o hubiese expresado el más mínimo remordimiento, quizá yo habría perdido los nervios, pero el diminuto atisbo de sonrisa que usó para puntuar su observación acabó de perfilar mi imaginario guión, de modo que empecé a hablar de mi hijo, mi hijo y su origen incierto, una circunstancia repentinamente feliz.

– Su marido siempre fue un buen amigo para mí -dije, y los labios de ella se apretaron, finos como el papel-. Muy buen amigo.

Yo me acerqué un poco más, aprovechando el pequeño escenario que ofrecía aquel vagón.

– Me visitaba a menudo, como ya sabe. Compartíamos comidas, cenas; desayunos incluso. Intercedió muchas veces en mi favor. Incluso consiguió que actuase en la gala de la coronación, a pesar de las protestas de la propia emperatriz viuda. Pero usted ya sabe todo esto, claro está.

El rostro de ella estaba sonrojado, y yo me desplacé para admirar un retrato del gran duque que se encontraba encima de una consola, con su marco. No había necesidad alguna de apresurarse: que el público contuviese el aliento. Enderecé un poco el retrato y dejé que mis dedos pasearan por el marco un momento antes de volverme. Sí, no creo que los ojos de ella me hubiesen abandonado ni por un solo segundo.

Dije:

– Resulta muy difícil para mí… -Pero no lo era; ahora que había empezado, ya no-. Hubo un verano, un verano muy solitario para mí. Y para Vladímir también.

– Por lo que he oído, pasó usted muchos veranos solitarios -dijo ella. Pero su rostro había enrojecido.

Hice una pausa. Quizá tuviera un ataque, en cuyo caso no tendría necesidad alguna de seguir: la desaparición de ella sería la desaparición de todos mis problemas. Pero aunque esperé un momento, ella, desgraciadamente, seguía erguida, esperando, así que me vi obligada a continuar.

– ¿Nunca se ha preguntado por qué mi hijo se llama Vladímir? -Bajé la voz-. Mi hijo lleva una cruz de piedra verde en torno al cuello, con una cadena de platino. ¿No se ha dado cuenta nunca? Fue el regalo de su marido para mi hijo. Lo llevó cuando lo bautizaron.

– Él hacía muchos regalos.

– ¿No ha visto las fotos de mi hijo cuando era un bebé? Es la viva imagen de Vladímir a la misma edad.

– No las he visto.

– El propio Vladímir comentaba a menudo que él y mi hijo tenían la misma forma de la cabeza.

– Está usted diciendo que mi marido fue el padre de su hijo. Él me lo habría dicho.

– No. -Le dediqué la sonrisa de compasión que ella se había negado a darme a mí-. No lo habría hecho. Éramos discretos. Él la amaba a usted, y sabía que la habría apenado profundamente, como ocurrió con sus anteriores infidelidades. -Le regalé aquello, aunque era a mí a quien me dolía hacerlo. Pero después de todo no se trataba de una competición de egos, no me haría ningún bien aplastarla por completo-. El gran duque era el padre de Vova. No le he contado esto a nadie. Y me habría llevado el secreto a la tumba, por él, si no hubiese surgido esta desafortunada situación. -Cogí aliento. El acto final-. Vladímir no habría querido que su hijo quedase atrás. Su sangre corre por las venas de Vova. ¿Qué le dirá el día que se reúna con él en el cielo? ¿Que sabía lo de su último hijo, y sin embargo lo dejó atrás, deliberadamente?